La dama rebelde

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Introducción

Candice White haría cualquier cosa para escapar del aburrimiento de Bath y las atenciones amorosas de un cretino que no le interesa en absoluto. Así que cuando le llega una invitación de su hermana melliza, Annie , para que se una a ella en una maravillosa casa de campo, aprovecha la oportunidad. Por fin podrá relajarse y disfrutar del campo, que tanto le gusta, mientras su hermana se las arregla para librarse de las atenciones del guapo heredero de Edenbrooke. Sin embargo, Candice acabará por descubrir que incluso los mejores planes pueden salir mal: primero será un aterrador encuentro con un salteador de caminos, después un coqueteo aparentemente inofensivo... el caso es que, al final, Candice se verá envuelta en una inesperada aventura llena de intriga y de amor, tan apasionante que no podrá dar descanso a su mente. ¿Será capaz de controlar su corazón traidor o caerá rendida ante un misterioso desconocido? Está claro, el destino quiere para Candice algo distinto a lo que ella había planeado al ir a Edenbrooke.

Capítulo I

Bath, Inglaterra, 1816

Aquel roble me dejó absorta. Al pasar bajo sus frondosas ramas, no pude evitar alzar la vista y ser testigo de cómo el viento mecía sus hojas y las hacía girar sobre los tallos. Me percaté entonces del tiempo que hacía que yo no giraba sobre mí misma. Me quedé inmóvil mientras intentaba recordar la última vez que había sentido la necesidad de dar vueltas y más vueltas.
El señor Whittles aprovechó mi distracción para acercarse con sigilo.
-¡Señorita White ! ¡Cuán inesperado placer!
Eché a andar, sorprendida, buscando con desesperación a mi tía Elisa , que debía de haber continuado por el camino de gravilla mientras yo me detenía a la sombra del árbol.
-¡Señor Whittles! No le había oído.
Acostumbraba a estar pendiente de cualquier sonido que delatara su llegada, pero aquel roble me había distraído.
Me obsequió con una espléndida sonrisa y una reverencia tan exagerada que su corsé protestó. Su rostro rechoncho brillaba por el sudor y llevaba el pelo, o lo que le quedaba de él, adherido a la cabeza. Me doblaba en edad y un poco más, era tan ridículo que apenas podía soportar su presencia. De todos sus rasgos repulsivos, el que más me horrorizaba era la boca, pues cuando hablaba, en la comisura de sus labios se alojaba inevitablemente una película de saliva.
Intenté no fijarme en ellos cuando comenzó a hablar.
-Hace una mañana espléndida, ¿no le parece? De hecho, me invita a cantar. ¡Oh, cuán espléndida mañana! ¡Oh, cuán espléndido día! ¡Oh, cuán espléndida mujer divisé en la lejanía! -Hizo una reverencia, como si esperara que le aplaudieran-. Sin embargo, hoy puedo ofrecerle algo mejor que esa cancioncilla. He compuesto un poema solo para usted.
Me encaminé en la dirección que debía de haber tomado mi tía Elisa .
-Mi tía estará encantada de escucharlo, señor Whittles. Va algo más adelantada, pero solo unos pasos, se lo aseguro.
-Pero, señorita White , es usted a quien yo deseo agradar con mi poesía. -Se acercó a mí-. Porque le gusta mi poesía, ¿verdad?
Escondí las manos detrás de la espalda por si él intentaba darme la suya. Ya lo había hecho otras veces y había sido sumamente desagradable.
-Me temo que no sé apreciarla tan bien como mi tía.
Eché un vistazo por encima del hombro y suspiré aliviada. Mi solterona tía venía a mi encuentro a toda prisa. Era una carabina excelente; un hecho que no había sabido apreciar hasta ese momento.
-¡Candice ! ¡Estás aquí! Oh, señor Whittles, no le había reconocido de lejos. Mi pobre vista, ya sabe... -Le dedicó una sonrisa rebosante de alegría-. ¿Ha compuesto otro poema? Me encanta su poesía. Tiene usted el don de la palabra.
Mi tía habría sido la esposa perfecta para el señor Whittles. Sus problemas de vista suavizaban la naturaleza repulsiva de los rasgos de él y como la pobre tenía más pelo que ingenio, tampoco su ridiculez le horrorizaba tanto como a mí. De hecho, llevaba algún tiempo intentando desviar la atención del señor Whittles hacia ella, aunque por el momento no había tenido mucho éxito.
-Pues, la verdad es que sí.
Se sacó una hoja de papel del bolsillo de la levita, la acarició con ternura y se humedeció los labios. Una gota enorme de saliva quedó colgando de la comisura y no pude evitar clavar en ella la mirada, a pesar de no querer hacerlo. La gota zangoloteó cuando empezó a leer, aunque no se desprendió.
-«La señorita White es hermosa y singular, y tiene unos ojos de un color sin igual. Ni de un verde vulgar, ni marrones sin más, sino del color del mar y nada más.»
Aparté la mirada de la temblorosa gota de saliva.
-Del color del mar, ¡qué ocurrencia! Si mis ojos son más verdes que azules. Me encantaría escuchar un poema que hablara de mis ojos verdes -respondí esbozando una sonrisa inocente.
-Sí, sí, por supuesto. Yo mismo he pensado en numerosas ocasiones que sus ojos parecen verdes del todo. -Frunció el ceño unos instantes-. ¡Ah, ya lo tengo! Diré que son como las rosas tiernecitas de un rosal, como las perlas y brillantes de un tesoro, son sus ojos verdes como la naturaleza, linda belleza vegetal. Es un sencillo cambio y no será necesario reescribir el poema, como en las últimas cinco ocasiones.
-Es usted tan inteligente -murmuré.
-Desde luego -coincidió mi tía.
-Pero aún hay más. «La señorita White es hermosa y singular, y su melena ondea al caminar. La luz llena de reflejos su cabello de color ambarino, nada menos que así de fino».
-Fantástico -exclamé-, aunque nunca he considerado que mi cabello fuera de color ambarino. -Me volví hacia mi tía-. ¿Alguna vez te lo ha parecido, tía Elisa ?
Ella ladeó la cabeza.
-No, nunca.
-¿Lo ve? Siento no coincidir con usted, señor Whittles, pero creo firmemente que vale la pena animarle a perfeccionar su poesía.
Él asintió.
-¿Prefirió la vez que lo comparé con el color del sol?
-Sí. -Dejé escapar un suspiro-. Eso fue mil veces mejor. -Estaba empezando a cansarme de aquel jueguecito-. Quizá debería marcharse a casa ahora mismo y reescribirlo.
-Sin embargo -intervino mi tía puntualizando con el dedo-, muchas veces he pensado que tu cabello tiene el mismo tono que la miel, aunque un poco más claro.
-¡La miel! Sí, eso es. -Se aclaró la garganta-. «La luz llena de reflejos su cabello color miel, nada menos así, de miel».
El señor Whittles sonrió dejando al descubierto toda su boca babosa. Contuve las náuseas. ¿Cómo podía una persona producir tanta saliva?
-Ahora está perfecto. Lo leeré en la cena de los Smith de este viernes.
Aquella idea me horrorizó.
-Oh, pero eso lo arruinaría, señor. Un poema tan bonito como este debe permanecer próximo al corazón. -Tendí una mano-. ¿Puedo quedármelo, por favor?
Dudó unos instantes, pero al final me lo entregó.-Gracias -respondí con sinceridad.
Entonces mi tía Elisa le preguntó por la salud de su madre. Cuando empezó a describir la herida supurante que la mujer tenía en el pie, se me revolvió el estómago. Aquella conversación era demasiado repugnante. Para dejar de pensar en aquello, me aparté un poco y alcé de nuevo la vista hacia el roble que había conseguido atraer mi atención.
Era un árbol imponente y me hizo pensar en el campo con gran añoranza. Las hojas seguían girando movidas por la brisa y volví a formularme la pregunta que me había hecho detenerme unos minutos antes. ¿Cuándo había dado vueltas por última vez?
En el pasado, dar vueltas había sido una costumbre en mí, aunque mi abuela lo habría considerado una mala costumbre si hubiese estado al corriente. Habría estado al mismo nivel que otros hábitos míos, como sentarme en el vergel durante horas con un libro o trotar por el campo a lomos de mi yegua.
Como mínimo debían de haber transcurrido catorce meses desde la última vez que me había puesto a dar vueltas. Era el tiempo que hacía que mi padre me había alejado de mi hogar, justo después del entierro, y depositado en la puerta de la casa de mi abuela en Bath antes de partir camino de Francia para llorar la pérdida a su manera.
Catorce meses en aquella sofocante ciudad... Dos más de lo que había temido en un principio. Aunque nadie me había dado razones para creerlo, había tenido la esperanza de que un año de duelo separados fuera castigo suficiente. Y por eso, en el aniversario de la muerte de mi madre, dos meses atrás, había esperado durante todo el día el regreso de mi padre. Una y otra vez lo había imaginado llamando a la puerta. El corazón me daría un vuelco, bajaría corriendo a abrirle la puerta y él me sonreiría al anunciarme que había venido para llevarme de vuelta a casa.
Sin embargo, mi padre no apareció. Estuve toda la noche sentada en la cama a la luz de una vela esperando a oír el toc toc que indicaría mi liberación de aquella jaula de oro, pero la mañana despuntó sin que nadie llamara a la puerta.

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