Capítulo XII

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Me senté en el borde de la silla y observé a la señora Nutley sorber el té. Parecía más calmada después de haberla acomodado en el confortable salón de Edenbrooke, pero lamentaba que hubiese pasado tanto tiempo preocupándose por James y planteándose si su desaparición era culpa suya. Lady Eleonor se reunió con nosotras en el salón y le formuló con delicadeza algunas preguntas a la señora Nutley.
—¿James estaba recobrando la salud?
—Sí, me estaba ocupando muy bien de él. De hecho, ayer vino a visitarlo el doctor y dijo que su herida estaba casi curada y que en unos días podría volver a casa.
—¿Ha pasado algo inusual que pudiera explicar su desaparición? —preguntó lady Eleonor.
—No, hoy no. —Dejó la taza sobre la mesa—. Aunque ahora que lo pienso... Ayer sí que pasó algo nada usual. Bajé al piso de abajo mientras James descansaba y vi a un caballero hablando con el posadero. Le preguntó si alguna joven había pasado la noche en la posada recientemente y el posadero respondió que sí. Entonces le preguntó si iba acompañada y el posadero volvió a contestar que sí, que iba acompañada por su doncella. Pensé en usted, señorita White.
—¿Qué aspecto tenía dicho caballero? —intervine.
—Me pareció bastante apuesto. Y me fijé en que llevaba un bastón.
La descripción de la señora Nutley coincidía con la de un buen número de jóvenes de la zona. Y un bastón tampoco era en realidad un accesorio inusual.
—¿Qué más le contó el posadero? —preguntó lady Eleonor.
—Pues le dijo que usted había abandonado la posada y que iba de camino a Edenbrooke. —Me miró con cara de preocupación.
Me mordí el labio. ¿Quién podría estar buscándome? Y ¿para qué? Un salteador de caminos corriente y moliente no iría en busca de su última víctima. Pero ¿quién más adivinaría que yo había pasado la noche en la posada? ¿Y a quién iba a importarle?

                                                                                       * * *

Por la tarde, me reuní con Terrence en la biblioteca con la intención de jugar al fin la partida de ajedrez que teníamos pendiente. Sin embargo, hacía un día tan espléndido que cuando sugirió en su lugar una excursión, no pude resistir la tentación. Él se encargó de ensillar los caballos mientras yo iba a buscar mis enseres de pintura.

Nos encaminamos hacia lo alto de la colina, el mismo lugar al que me había llevado durante nuestra primera salida a caballo juntos. Nos acompañó el mismo mozo de cuadra.
Cuando llegamos a nuestro destino, se encargó de poner los caballos a pastar no muy lejos de allí mientras Terrence y yo nos acomodábamos a la sombra del gran árbol. Desde donde estaba sentada, podía echar un vistazo alrededor y contemplar casi todo Edenbrooke a mis pies. Charlamos mientras yo dibujaba y de vez en cuando Terrence se contentaba con observarme en silencio. Era un continuo de apacibles momentos juntos.
Llevábamos un rato en silencio cuando Terrence me hizo de pronto una pregunta.
—¿Dónde está su padre?
—En un pueblecito de Francia.
Al pronunciar aquellas sencillas palabras, me invadió la tristeza.
—¿Tiene idea de si piensa volver pronto a casa?
Lo estudié detenidamente antes de contestar, sorprendida por su pregunta. Sin embargo, él no se volvió hacia mí y no pude leer nada en su perfil.
—No, no tengo ni idea de cuáles son sus planes.
Esa vez sí volvió la cabeza y lo hizo justo a tiempo para descubrir en mi expresión el brote de tristeza que me había producido pensar en la larga ausencia de mi padre. Frunció el ceño y adoptó una expresión preocupada.
—¿Quiere que regrese?
Dejé escapar un suspiro y arranqué una brizna de hierba.
—Por supuesto.
Esperaba que su interrogatorio acabara allí, pero no fue así.
—¿Y él sabe cómo se siente?
—Nunca se lo he dicho, no con tantas palabras al menos —respondí encogiéndome de hombros—. Tampoco he querido hacerlo. Si él es feliz donde está, allí debe seguir.
—Pasa mucho tiempo preocupándose por cómo se sienten los demás—prosiguió en voz baja—. Me pregunto cuánto tiempo dedica a pensar en sí misma. ¿Acaso su padre merece la felicidad más que usted?
Inspiré hondo y luché por devolver mis emociones a su nivel habitual. De algún modo, Terrence había llegado a desarrollar durante las horas que habíamos pasado juntos una habilidad especial para neutralizar mis defensas y acceder a los secretos que no compartía con nadie más. En esa ocasión, sus palabras atacaron a los reductos más castigados de mi corazón despertando la más amarga de las tristezas.
Terrence seguía esperando una respuesta con su seria mirada clavada en mí.
—Quizá —confesé procurando infligir a mi voz un tono despreocupado, aun cuando me sentía a punto de llorar.
—No estoy de acuerdo —observó negando con la cabeza.
No quería seguir hablando de aquel asunto.
—No hablemos de eso ahora. Hace un día tan espectacular. —Me obligué a sonreír y blandí la brizna de hierba que tenía en la mano para señalar las vistas frente a nosotros—. Mire toda la belleza que tiene delante. ¿No prefiere disfrutar de esto?
—Ya la estoy mirando —aseveró sin apartar los ojos de mí—. Y estoy disfrutando mucho —añadió con un guiño y una sonrisa.
Mi rostro fue sonrojándose al ritmo que se ensanchaba su sonrisa. Solo había hecho aquel comentario sobre mi supuesta belleza para ver cómo me ruborizaba. Odiaba que causara aquel efecto sobre mí con solo mirarme o dedicarme unas palabras bonitas. Y odiaba su afán por conseguir azorarme, como si yo solo fuera un pasatiempo para él.
Fruncí el ceño y le arrojé la brizna de hierba.
—¿Es que no puede hablar en serio durante más de dos minutos?
—¿Qué le hace pensar que no lo estoy haciendo? —preguntó mirándome de forma coqueta.
Sacudí la cabeza totalmente exasperada. Había hecho todo lo que estaba en mi mano para disuadir a Terrence: le había mirado enfadada, no le había hecho caso y le había reprendido, pero nada parecía funcionar. Seguía insistiendo en coquetear conmigo cada vez que estábamos juntos.
¿Acaso no era consciente de que el día que yo también coqueteara con él todo cambiaría? ¿Que todo se iría al traste? Porque a partir de entonces ya no seríamos solo amigos, nos convertiríamos en amigos que coquetean y yo sería un pésimo partenaire.
En mi opinión, no debería tener nuestra amistad en tan poca consideración. O tal vez no significara para él lo mismo que para mí. Quizás él pudiera permitirse el lujo de perderme como amiga. De repente me sentí muy disgustada, por lo que me puse en pie y di un paso atrás.
Terrence agarró el dobladillo de mi vestido.
—Espere —pidió riendo. Bajé la vista apretando los puños—. Por favor, no se vaya. —Una sonrisa zalamera curvaba sus labios de una forma arrebatadora—. No volveré a hacerlo.
Bien, al menos sabía por qué estaba disgustada, aunque eso de que no volvería a hacerlo... ¡Sí, ya! Alcé una ceja con escepticismo.
—En los próximos cinco minutos —admitió riendo entre dientes.
Intenté seguir enfadada con él, pero parecía tan encantador, sonriéndome desde allá abajo y aferrando mi vestido como lo haría un niño con el de su madre. En ese momento no me costó imaginarlo de pequeño, con sus conmovedores ojos azules y su cabello castaño. Debía de ser adorable. Mi corazón se derritió; tendría que haber sido de piedra para no hacerlo.
Sentí una sonrisa intentando hacerse con mis labios y, en ese preciso instante, supe que Terrence siempre conseguiría disipar mi mal humor como por arte de magia.
Volví a sentarme y me concentré en las vistas luchando contra una sonrisa.
—Esto se le da muy bien, ¿lo sabía? —dije al fin.
—¿El qué?
Pude percibir la diversión en su voz.
—Ponerme de buen humor casi por arte de magia.
—¿Tan bien como a usted hacerme reír?
—¿Eso hago?
Me volví hacia él con verdadera curiosidad. No me había percatado de que me había sentado más cerca que antes, por lo que al darme la vuelta repentinamente e inclinarme en su dirección movida por la curiosidad, descubrí su rostro a solo unos centímetros del mío. Él se quedó inmóvil y habría jurado que contuvo la respiración. Me recordó a nuestro primer día en la biblioteca. También entonces se había quedado muy quieto, como si esperara a que yo descubriera algo en él.
Terrence tomó aire como si fuera a decir algo, pero se detuvo y, por primera vez desde que lo conocía, vi la indecisión en su rostro, como una capa aguada sobre una pintura, empañando la seguridad de su mirada. Y me sorprendió. Siempre había pensado que su confianza no tenía límites.
—Sí —murmuró volviéndose hacia otro lado.
Retorné a mi posición. Sentía una emoción nueva e intensa en mi interior para la cual no tenía un nombre, solo sabía que me resultaba desestabilizadora.
El silencio entre nosotros se prolongó más y más hasta perder toda su tensión y convertirse en parte del momento que estábamos disfrutando juntos. No sentía deseo alguno de romperlo. Dejé mi cuaderno a un lado y me recliné hacia atrás apoyándome sobre las manos. El calor de la tarde me envolvió como un manto y me sentí somnolienta y a gusto a la sombra de aquel árbol.
Terrence estaba tendido en el suelo con un brazo doblado debajo de la cabeza y sentí envidia. Deseé no ser una dama con un vestido para poder hacer lo mismo. En lugar de eso, debía sentarme recatadamente y asegurarme de no mostrar los tobillos. El calor hizo que empezara a entrarme mucho sueño y mis párpados se volvieron pesados.
Terrence me miró.
—Parece como si estuviera casi a punto de quedarse dormida.
—Así es —confirmé bostezando.
Se puso en pie y se quitó la levita, luego la dobló formando un cuadrado y la dejó sobre la hierba.
—Si piensa dormir un rato al aire libre, al menos debería echarse y hacerlo cómodamente.
—No debería —titubeé mirando la tentadora almohada que me había preparado con la levita—. Estoy segura de que estaría rompiendo alguna de las reglas sobre cómo ser una jovencita elegante.
—No se lo contaré a nadie —me aseguró con una amable sonrisa en la que no había ni rastro de burla o malicia.
Eché un vistazo por encima del hombro. El mozo estaba sentado a la sombra de un árbol situado en la otra cara de la colina, de espaldas a nosotros.
Era una idea demasiado tentadora y no pude resistirme. Me las apañé para que la falda siguiera en su sitio al tumbarme. La levita de Terrence olía a bosque en un día de verano, mezclado con un aroma masculino agradable, y resultó ser una almohada muy cómoda. Me puse de lado y Terrence se tumbó junto a mí con un brazo bajo la cabeza, a la que me pareció una distancia prudente, admirando el paisaje. Aquel caluroso silencio me envolvió y me acunó. Creo que me dormí con una sonrisa en los labios.
No debía de haber dormido mucho cuando desperté mecida por una suave brisa. La hierba me hacía cosquillas en el brazo. Al abrir los ojos me topé con los de Terrence, que se había vuelto hacia mí y me observaba recostado sobre el codo con una expresión pensativa. ¿Cuánto llevaría mirándome de aquella manera? Un pensamiento adormilado se coló en mi mente: me gustaba verle en mangas de camisa, solo con el chaleco. Parecía más informal, más en su elemento, más como yo lo imaginaba... más distendido.
—¿Qué tal ha dormido?
—Muy bien, gracias —respondí con una sonrisilla de satisfacción.
Una brisa sopló bajo el árbol y soltó un mechón dorado de mi cabello, que fue a parar justo delante de mi cara. Antes de que tuviera tiempo de moverme, Terrence agarró el mechón y me lo colocó detrás de la oreja. Sus dedos me acariciaron la mejilla y el cuello en un gesto sorprendentemente íntimo que me aceleró el pulso y consiguió que el rubor se apresurara por mis mejillas. Su mirada adoptó un aire que nunca antes le había visto; era más que amabilidad, era algo distinto a la seriedad... Reflejaba intimidad, dulzura y preocupación. Nadie me había mirado nunca así.
Me sentí completamente desconcertada y confusa, tanto por su gesto como por mi reacción. Fui consciente de pronto de la postura tan inapropiada en la que me encontraba, tumbada a pocos centímetros de un hombre. Lo que poco antes me había parecido algo inofensivo e inocente, ahora se me antojaba casi escandaloso.
Me incorporé y miré la hierba con el ceño fruncido mientras mi cohibición crecía por segundos. Sentí los ojos de Terrence clavados en mi rostro cuando se incorporó a mi lado y aún me sonrojé más por lo embarazoso del momento. No sabía qué decir ni qué hacer y me sentía una auténtica inepta. Aquella situación era horrible.
—Ronca, ¿lo sabía? —soltó Terrence de pronto en un tono despreocupado.
Alcé la vista de inmediato.
—Eso no es cierto —grité.
—Sí que lo es —rebatió con el brillo habitual de sus ojos.
—Nadie me ha dicho nunca que ronquè. Estoy segura de que se equivoca.
—Ronca usted como un hombre corpulento y gordo —añadió con una mueca.
Se me escapó la risa. Sabía que me estaba mintiendo.
—Déjelo ya —le ordené dándole un golpecito en el hombro—. Es usted tan atrevido. ¿Qué caballero le dice a una dama que ronca?
—¿Y qué dama se queda dormida en presencia de un caballero? —soltó él enarcando una ceja y mirándome como si hubiese hecho algo escandaloso.
Mi sonrojo se intensificó de nuevo.
—Pero usted dijo que podía hacerlo —espeté a la defensiva.
—No, dije que no se lo contaría a nadie —concluyó riendo entre dientes.
Fruncí los labios para evitar sonreír y le fulminé con la mirada. Él sonrió con picardía. De pronto, para mi sorpresa, sentí la imperiosa necesitad de besar aquellos labios, con o sin pícara sonrisa.
Bajé la mirada confundida y tan sorprendida de mí misma que me costó retomar el hilo de mis pensamientos. Nunca antes había sentido deseos de besar a un hombre; al menos, no a uno en concreto. Agarré la levita de Terrence, me puse en pie y sacudí la hierba que se había quedado adherida a ella.
—Gracias por la almohada —dije educadamente tendiéndosela cuando se levantó.
—Puede disponer de ella siempre que quiera —me respondió él con una mirada tan libertina que me entraron ganas de abofetearlo.
No obstante, me limité a fulminarle con la mirada poniendo los brazos en jarras.
—¡Terrence Grandchester ! Ese es el comentario más inapropiado que jamás he oído y si su madre estuviese aquí, puede estar seguro de que recibiría la mayor reprimenda de su vida. De hecho, estoy pensando en ir a contarle cuán atroz, incorregible y escandaloso donjuán tiene por hijo.
No mostró ni el más mínimo signo de mortificación y se limitó a sonreír.
—Si mi madre hubiese estado aquí, no lo habría dicho. Iba dirigido solo a sus oídos. —Terminó su comentario guiñándome un ojo.
Me quedé mirándolo fijamente. ¡No podía creerlo! Nada lo detenía. Su coqueteo desvergonzado no conocía límites.
—¡Uf...!
Apreté los puños y pataleé dejándome llevar por la frustración.
Ladeó la cabeza; los labios le vibraban.
—¿Acaba de patalear?
Fruncí los labios con firmeza, pero el brillo divertido de sus ojos fue irresistible y se me escapó una risita. Los hombros de Terrence empezaron a temblar y de pronto ambos estuvimos riendo como durante aquella primera noche en la posada. Reí hasta que la garganta me dolió.
—Bueno, me alegra ver que ha seguido mi consejo sobre lo de patalear —dijo riendo entre dientes—, aunque en realidad no ayuda mucho.
—Es usted el hombre más irritante que he conocido.
Y lo decía en serio, aunque él se limitó a sonreír. Desde luego. Nada le afectaba cuando se encontraba de tan buen humor.
—¡Se pone tan adorable cuando me insulta!
Di media vuelta con brusquedad y me encaminé hacia los caballos.
¡Qué hombre tan escandaloso, poco decoroso y odioso! Nunca me dejaría tranquila; nunca se conformaría con ser solo mi amigo; ¡y siempre me haría sentir infantil y azorada con su coqueteo infernal! Me sentía alterada y avergonzada por un millón de razones, entre ellas el haber pensado en besar a aquel hombre escandaloso, poco decoroso y odioso.
Pues bien, pensaba irme de allí. Le demostraría lo bien que montaba y lo poco que necesitaba su compañía, su coqueteo o sus burlas. Despaché al mozo con una mano cuando le vi venir corriendo hacia mí. No necesitaba la ayuda de ningún hombre. Solté a Meg y entonces me fijé en los estribos. Nunca la había montado sin la ayuda de un montador y enseguida me di cuenta de que no podría hacerlo sola. El estribo más bajo me llegaba a la altura de los hombros.
Oí a Terrence acercarse y me volví hacia él a regañadientes, aunque no le miré a la cara. Su pañuelo me quedaba a la altura de los ojos y era un buen sustituto para no mirarlo directamente.
—Parece ser que voy a necesitar ayuda —murmuré furiosa por no poder desaparecer con el dramatismo que había planeado.
Se detuvo delante de mí, pero en lugar de formar con sus manos un escalón para ayudarme a montar, las colocó sobre mi cintura. Contuve la respiración y alcé la vista sorprendida por la fuerza con la que me latía el corazón en el pecho y la forma en que se me había erizado la piel bajo sus manos fuertes. Sus ojos habían adquirido un tono más oscuro... casi azul marino. Su mirada era tan dulce como una caricia.
—La ayudaré a montar si perdona mis bromas. —Habló con voz suave y un aire de arrepentimiento en su sonrisa—. Ya sé que no es ninguna excusa, pero me resulta sumamente difícil comportarme como debería cuando estoy con usted, Candice.
Sentí como si me faltara el aire. Mi enojo se esfumó de inmediato y me dejó con la cabeza algo aturdida.
—¿Quiere decir que saco lo peor de usted? —pregunté sonriendo y lista para dejarme conquistar por sus encantos.
Inspiró y contuvo la respiración. Casi pude ver las palabras preparadas para salir de sus labios, pero entonces, por segunda vez en aquel día, vi un destello de duda en sus ojos. Cuando dejó escapar el aire sonó como un suspiro.
—Algo así —murmuró.
¿Qué le habría gustado decir en realidad?
Entonces me levantó con la misma facilidad con la que se levanta a un niño pequeño y me dejó con delicadeza sobre la montura. Estaba tan desconcertada por sus palabras que me quedé mirando al vacío durante un minuto, hasta que me di cuenta de que él también había montado y me esperaba.
—No debe preocuparse. No le diré a nadie que ronca —comentó cuando le alcancé.
En ese momento me obsequió con una sonrisa burlona y no pude evitarlo. Me eché a reír. Era consciente de que no debería hacerlo, de que eso solo le animaría a seguir comportándose de aquella forma atroz en el futuro. No obstante, la risa brotó antes de poder detenerla. Pareció muy complacido y me retó a una carrera.
Ganó, por descontado. Él siempre ganaba.

Continuará...

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⏰ Última actualización: Apr 27, 2017 ⏰

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