Capítulo IV

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Lentamente fui recobrando la consciencia. En primer lugar me percaté de que me hallaba sobre algo mullido y, a continuación, oí un suave murmullo de voces no muy lejano. No obstante, era incapaz de recordar dónde me encontraba. No estaba en casa, pues olía diferente. Sabía que debía abrir los ojos, pero por alguna razón no podía. Me quedé allí tendida escuchando el murmullo. Resultaba muy agradable, ya que me traía recuerdos de mi niñez, de cuando me quedaba dormida en el carruaje por la noche y oía a mis padres hablando en susurros.


¡El carruaje!


Los recuerdos volvieron de golpe, tan vívidos que dejé escapar un grito ahogado. Los murmullos cesaron y noté que alguien se inclinaba sobre mí.


-¿Y bien? ¿Está volviendo en sí por fin, señorita?


Aquella voz brusca me resultaba vagamente familiar. Abrí los párpados haciendo un gran esfuerzo y estudié el rostro intransigente de la mujer del posadero. Estaba tan cerca que percibía el olor a ajo de su aliento y podía ver con claridad los cuatro pelos larguísimos que le crecían en un lunar que tenía en la mejilla. Me devolvió a la realidad de inmediato.


-Estaba segura de que se desmayaría y vaya si se desmayó.



En cuanto me incorporé, noté un dolor de cabeza atroz alojado detrás de los ojos. Me llevé una mano a la frente y miré a mi alrededor con cuidado, intentando no mover la cabeza demasiado. Me encontraba en una especie de saloncito. En el centro había una mesa dispuesta con comida, una chimenea en un rincón y todas las ventanas estaban cubiertas con cortinas.


La mujer me rodeó los brazos con sus manos fornidas y me ayudó a ponerme en pie antes de guiarme hasta la mesa.


-Siéntese y coma -me ordenó.


Obedecí su primera orden, encantada de poder dejar descansar a mis débiles piernas.


-¿Necesita algo más, señor?-preguntó mirando detrás de mí.


Volví la cabeza de inmediato y al mismísimo instante de hacerlo me arrepentí, pues todo empezó a darme vueltas y el martilleo se intensificó. Me llevé ambas manos a la frente mientras aquel hombre odioso le decía a la mujer algo que no alcancé a oír. Ella salió del saloncito sin mirar atrás y cerró la puerta con firmeza tras de sí.


Aquel caballero...


No, no era ningún caballero, pues no había nada caballeroso en él. No era más que un hombre corriente.


Aquel hombre no la siguió, sino que se acercó a la mesa para que yo no tuviese que volver la cabeza. Lo miré por el rabillo del ojo. Me observaba fijamente y resultaba de lo más desconcertante. No podía ni imaginar cuál debía de ser mi aspecto tras viajar durante todo el día, caerme al suelo, cargar con un hombre herido y después desmayarme. Hice una mueca al pensar en ello.


El desconocido se acercó un poco más.


-¿Está herida?


Lo estudié antes de contestar. Parecía preocupado de veras, lo que me sorprendió.


-No.


Mi voz sonó algo ronca, pues tenía la garganta seca. Tomé el vaso que tenía delante de mí y bebí con la esperanza de que también me desembotara la cabeza. Pensé que quizá me hiciera bien comer algo y decidí que no haría ni caso a aquel hombre odioso para que se marchara.


Pero mi plan no funcionó.


Era tan obtuso que en lugar de eso, se dirigió a la silla que había enfrente de mí.

La Dama RebeldeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora