Océano de cemento

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La escena en que el tiburón devora al niño era la mejor, por lo que mostraban de la madre haciendo que su dolor se sienta casi propio, argumentaba Carlos, a lo que Matías respondió que en primer lugar, ninguno de ellos tenían hijos como para saber sobre esa pérdida y además, la mejor escena era por lejos el momento en que el jefe Brody buscaba atraer a la bestia lanzando pescados muertos al mar y entonces, en un descuido, el tiburón asomaba su cabeza desde las profundidades.
—Esa es la mejor porque nunca jamás hubo otra donde se pudiera recrear a un tiburón tan real como ese —sentenció Matías, sin desviar la vista del camino.
—¿Me vas a decir que... conoces todas las películas de tiburones? —le preguntó Carlos, dándole un bocado a la hamburguesa que había comprado minutos antes en la estación de servicio.
—Exacto mi amigo, y te lo afirmo —respondió Matias, dando un golpecito en el volante —esa es la mejor escena de tiburones que ha existido en la historia del cine sobre tiburones —concluyó como si sus argumentos fueran irrefutables.
Su compañero, que en ese momento oficiaba de copiloto (siempre que Matías manejaba era ese su rol pues nunca le había prestado el auto) guardó silencio. El debate sobre la mejor escena ya se había prolongado desde hacía varios kilómetros y no tenía ganas de continuar ese intercambio de momentos que tanto habían disfrutado.
Mirando hacia la carretera neblinosa prefirió repasar en su mente las escenas que componían aquella obra maestra del cine titulada "Jaws". -Un nombre de mierda- solía decir Matias, quien prefería siempre aquel por el que la película era conocida en Uruguay y otros países de habla hispana, "Tiburón".
Buscarle la mejor escena era como buscar una gota de agua en el océano.
—Ya me marcho de aquí... —comenzó a susurrar de repente Carlos, subiendo de volumen a cada palabra.
—Bella dama española... —completó Matías, subiendo el tono aún más.
Y luego de apenas un momento de silencio que no llegó ni al segundo, ambos comenzaron a voz de grito "Adiós, que me voy, oh preciosa mujer" y continuaron con la canción, repiqueteando Matías los dedos contra el volante y golpeando Carlos el suelo del auto con sus pies y con las manos en las rodillas siguiendo el ritmo de la melodía que se sabían de memoria.
Habian visto "Tiburón" cerca de veinte veces a lo largo de sus vidas, tanto juntos como separados, y cuando se enteraron que la estarian pasando en el cine de la ciudad no pudieron negar la emoción que los embargó al saber que podrían disfrutar de aquella ópera prima en pantalla gigante, con pop y refrescos, justo como cuando eran casi adolescentes y la vieron por primera vez. Ese fue el momento en que su amistad comenzara y durante los más de diez años que habían pasado desde entonces los habían unido más, haciendo que se considerasen hermanos el uno para el otro.
Rememorar a la bestia saliendo de las profundidades, con su excelente banda sonora y magistrales actuaciones fue algo que no pudieron rechazar.
Y mientras cantaban ambos lo sentían, unidos como estaban por la magia del momento y el cariño que sentían por el otro, aquella era, sin lugar a dudas, la mejor escena.

La niebla se había instalado poco a poco en el camino, y a pesar de que en el cielo había luna llena, la misma estaba cubierta por nubes oscuras que no dejaban paso a la luz.
Por momentos Carlos creyó que llovería a pesar de que podría jurar que en los noticieros no anunciaban nada. <<De todos modos siempre le erran>> pensó cuando las primeras gotas comenzaron a caer despacio sobre el parabrisas.
—No me digas —comentó Matías mientras disminuia la velocidad del vehículo y activaba los limpiavidrios delanteros.
—Seguramente sea una nube pasajera —comentó Carlos, cuya mente se dividía entre el "no" que los meteorólogos habían dicho y él "sí" que sus ojos le mostraban. —Igual la ruta está tranquila —agregó como una especie de consuelo. Su amigo no respondió, enfrascado en la difícil tarea de ver algo en la carretera.
Sintiendo un extraño cosquilleo en la pierna izquierda recordó que su teléfono había estado vibrando varias veces durante la película y él lo había ignorado. Rápidamente lo sacó de su bolsillo y leyó los mensajes.
—¿Dormis afuera esta noche? —le preguntó Matías con una sonrisa. Su gesto sin embargo era serio y se había acercado al volante para intentar ver bien a través del parabrisas empapado.
—¿Eh?
—No, digo, si está muy enojada tu señora esposa —explicó ante el rostro confundido de Carlos. Siempre que se refería a situaciones donde su novia pudiera estar muy enojada le decia asi "Señora esposa".
—Ah, no, esta todo bien. Era para preguntarme cómo va el viaje —aclaró Carlos y bajó la vista de nuevo hacia el teléfono, moviendo los dedos ágilmente sobre el teclado diminuto.
Matias entendió el gesto y no insistió con la charla, enfrascado en intentar descifrar el camino que cada ves se ponia mas borroso por la niebla y la lluvia copiosa que iba en aumento.
Carlos sabia que habia estado mal, o ella creería que él había estado mal, no importaba, pues de igual modo se enfadaría.
Por lo general con Jennifer las peleas serias eran pocas aunque las discusiones bastante comunes, lo normal de cualquier pareja, pensaba Carlos. Sin embargo, una cosa que a ella la enfurecia como pocas era que él se fuera y la dejara allí, sola.
Nunca logro entender porque ella no salía con sus amigas o hacía otras cosas que le gustaran, y cierta parte de su mente le decía que en verdad no era ese el problema, pues lo que ocurría era que la muchacha tenía miedo. Inseguridad y celos, eran esos los verdaderos causantes de aquellos enojos explosivos.
Por mucho que Jennifer se lo negara, él siempre estaría convencido de que si le molestaba que no saliera con ella era porque pensaba que saldría con otra, u otras.
Así fue que cuando Matías lo llamó para contarle las buenas nuevas de que pasarían "Tiburón" en el cine y que tenía el auto pronto para la noche Carlos se emocionó por dentro de una forma que no lo hacía comúnmente, pero por fuera se quedó mucho más tranquilo, intentando disimular la euforia. Esta fue su estrategia para decirle a Jennifer que Matías en verdad estaba pensando en pedirle matrimonio a la chica con la que salía desde hacía varios meses, una tal Vanessa, y le pedía consejo a él.
"Que como te pide consejos a vos que no estuviste nunca casado, y porque tiene que ser de noche y como se va a casar si no llevan ni el año"...Fueron muchas sus objeciones, pero Carlos, hábil con la palabra, se las arregló para que la mentira, acompañada de besos y promesas de regresar pronto para estar solo junto a ella surtiera efecto y pudiera estar parado en el patio de la casa momentos antes de que Matías llegará con el auto y una sonrisa juvenil.
Tomando en cuenta la hora que les tomaba llegar desde el pueblo a la ciudad y la hora o poco más que duraría la película, que comenzaba a las veintidós, esperaba llegar a casa sin ningún inconveniente antes de las dos de la madrugada.
No había contado sin embargo con el clima, y mientras el auto perdía velocidad y la niebla aumentaba a su alrededor Carlos comenzó a preparar excusas por el retraso, y a sentirse algo nervioso cuando nada se le ocurría.

Fue de la nada, justo después de que un relámpago luminoso atravesará las nubes.
El vehículo se sacudió, como si las ruedas delanteras hubieran impactado contra un pozo salido de la nada. Ambos gritaron y se sujetaron desde donde podían, al tiempo que Matías pisaba los frenos y se agarraba con ambas manos al volante. Ambos integrantes del vehículo se sacudieron hacia adelante y solo el cinturón de seguridad evitó heridas serias. Aun así Carlos se golpeó contra la puerta y sintió el húmedo líquido de su interior cayéndole por la sien, lentamente.
Recuperados del sacudón se miraron las caras sorprendidos y luego dirigieron sus ojos a la carretera.
Delante del auto, a poco más de un metro había algo, totalmente cubierto por la niebla, solo podían ver una silueta borrosa. Fuera lo que fuese era enorme y no se movía.
—¿Qué es eso? —preguntó Matías, encendiendo las luces de larga distancia que no lograron atravesar la espesa niebla.
—Una ballena —contestó Carlos, bromeado antes de que su mente lo reprendiera por eso. Podría tratarse de cualquier cosa, se dijo de inmediato, no una persona, pero tal vez una vaca, o un caballo, quizás el animal de alguien, o incluso un animal con alguien encima de él, no era extraño ver allí, en la Ruta Seis, animales sueltos, escapados de alguna estancia cercana o dejados allí sin un cuidado responsable.
—¿Que vas a hacer? —dijo mientras su amigo se quitaba el cinturón y descendía del vehículo.
—Voy a levantar el auto para pasar por arriba, ¿que te parece boludo? Voy a mirar que es —contestó Matías, irritado. En situaciones así odiaba el sentido del humor de su amigo, de hecho, en cualquier situación que involucrara a su auto y la posibilidad de que estuviera dañado lo hacía.
Carlos no respondió, mientras el muchacho descendía, dejando la puerta abierta pero el motor apagado. Se reprocho por haber preguntado algo tan obvio y atribuyó a los nervios del momento el haberlo hecho, sin embargo, mientras la niebla y el frío aire del exterior se colaba en el vehículo no pudo quitarse de su mente la idea, más bien la sensación, de que algo no estaba bien alli.
De que quizás incluso bajar del auto no era buena idea, era...¿alejarse de la protección?Reparo en lo estúpido que sonaba eso. Sin dudas la película lo había sugestionado y tras esa sorpresa en la carretera la adrenalina aún corría por su mente, confundiéndolo.
Estuvo a punto de bajar del auto él también cuando algo lo detuvo.
Tardó un segundo en darse cuenta de que se trataba del sonido. Desde el momento en que la puerta se abrió, sentía un olor extraño entrando desde el exterior, pero no podía darse cuenta de que era pues solo había visto el mar en persona una vez en su vida, sin embargo ahora que lo escuchaba, poco a poco comenzó a rememorar esos momentos. Sorprendido se diò cuenta de que el sonido de grandes olas chocando unas contra otras, y contra la superficie de alguna especie de playa, era increíblemente nítido. Tan claro como si estuvieran estacionados enfrente del mar y no a pocos kilómetros de su pueblo, en la Ruta Seis. Cualquier posibilidad de eso se hallaba sin duda muy lejos de allí.
La lluvia había parado y Carlos se preguntó si era posible que en tan poco tiempo pudiera formarse un charco tan grande como para generar ese sonido.
—Mat... —se interrumpió. Había pensado en decirle a su amigo para preguntarle si él percibía también aquel extraño fenómeno, pero cuando levantó la vista hacia el lugar en que antes lo había visto, este ya no se encontraba más ahí.
Sintió una sensación desagradable en su estómago, como si de repente esa hamburguesa que había comido le explotara dentro dejando un espacio vacío.
Entrecerró los ojos y miró con atención, pero no pudo percibir ningún destello de movimiento, ni escucharle caminar. Era como si se hubiera esfumado entre la niebla le susurró un pensamiento que desechó velozmente.
Giró la cabeza mirando en todas direcciones pero no pudo verlo en ningun lado. Pensó en bajar de nuevo, pero no lo hizo pues el olor y el sonido seguían retumbando en su mente y la sensación que aquello le transmitía le provocaba sudores fríos en la espalda y en la nuca. Se movió en el asiento delantero, ¿había escuchado otro sonido? Casi como si fuese un chapoteo o eso creía. <<Estúpido>> se dijo, avergonzado por su miedo. ¿Un adulto temblando como una hoja al viento solo por un poco de niebla y olor a mar? Y aun así, ¿no se escuchaba más cerca el sonido de las olas y el agua fluyendo? ¿De donde vendría?
—¡Matias! —llamó con fuerza, pero sin descender del vehículo, mirando de reojo la puerta entre abierta por la que había bajado su amigo, sintiendo una extraña y creciente necesidad de cerrarla. La niebla entraba por allí, movida por el viento, como humo saliendo lentamente de una chimenea, Carlos sentía una inexplicable sabor salado cada vez que la respiraba.
—¿¡Mati me escuchas!?—.
El sonido de olas y -¿era posible?- un chapoteo fue su única respuesta.
Debía tratarse sin duda de algún pájaro nocturno que hiciera ruidos similares, pensó y quito esta idea de su mente, sintiendo la preocupación aumentar y transformarse en una necesidad. Encontrar a Matías, poner tercera y salir de aquel lugar cuanto antes.
Reparo en el peso de su mano y estuvo a punto de golpearse la cabeza por haber sido tan tonto, su celular, con el llamaría a Matías. Luego lo observo más detenidamente y se dio cuenta de que no llamaría a nadie con el.
Ese accidente que había tenido lo hizo impactar al delicado aparado contra la sólida mampara del vehículo. Su pantalla táctil se había astillado en pedazos y ni siquiera prendía. Aquello era demasiado, estaba a punto de perder los nervios cuando reparó en otra cosa en la que antes no se había fijado. Aquello que se encontraba en medio de la ruta, cubierto por la niebla y contra lo cual habían estado a punto de chocar tenía una forma conocida. Carlos aguzó la vista y a medida que aquella silueta era examinada por su mente comenzó a sentir que su incomodidad aumentaba. Supuso que la niebla, la noche y los nervios le estarían jugado una mala pasa cuando en su pensamiento se formó la imagen de una ballena mientras veía la cosa de la carretera.
Una enorme y ennegrecida ballena con su lomo azulado y su gigantesca cola en que recordaba a un ancla, extendiéndose por todo el cemento.
Otro sonido rompió su concentración y le hizo saltar hacia el asiento del conductor, agazapado. Sus ojos fijos en la puerta, se esforzó en escuchar pero aquel deslizarse de algo sobre el agua, nadando a contracorriente que había creído escuchar no apareció de nuevo. Asustado se aseguró de que la puerta estuviera atrancada y cerró la del conductor. Acercó la cabeza al vidrio para ver hacia afuera, necesitaba localizar a su amigo, saber que estaba allí y que quizás se había alejado un poco, para mirar aquello que obstaculizaba el camino y por eso no lo escuchaba. Pero también, a pesar de que sabía lo imposible que era y lo loco que sonaba, tenía que asegurarse de que la carretera permanecía allí y que no había nada que produjera ese sonido de oleaje.
Su intento fracasó pues, con la niebla que había, ¿como iba a verlo? Y sin embargo el sonido del mar... sugestión, se dijo, sin duda la película lo había asustado más de la cuenta a pesar de que la había visto tantas veces como para saberse los diálogos de memoria.
—Ya no estás en edad de creer en fantasmas —se dijo en voz alta para tranquilizarse.
Pero no era un fantasma, le dijo una voz en su cabeza que no pudo acallar, oh no, aquello era muy real y estaba muy vivo. Nadaba a su alrededor, moviendo su pesado cuerpo como si flotara, era un tiburón.
—¿Matias? —llamó cuando otro sonido extraño le hizo girar la cabeza velozmente hacia la derecha, cerca de su puerta.
Si, una bestia dotada de grandes dientes afilados y los sentidos de un depredador. Un asesino perfecto de ojos muertos y blanca piel, que desgarra la carne y tiñe las aguas de rojo, dijo esa voz que no lograba detener.
El sonido se escuchó, esta vez detrás del vehículo. ¿Habia alguien ahi? Esos... esos no eran pasos, pensó y miró con desesperación hacia el volante, buscando las llaves. No estaban allí pues Matías debía habérselas llevado.
Se acerca nadando, muy despacio. Sabe que no puedes huir. Devoró a una ballena pero no es suficiente para el depredador insaciable. No, solo son bocados, comida para el rey de las profundidades, todo lo que entra en su territorio se transforma en nada más que una víctima.
Otro sonido, esta vez delante del vehículo, como si... como si una <<cosa>> se estuviera deslizando... una aleta tocando el frío y húmedo metal del vehículo.
Intentó desviar sus pensamiento pero no podía, tampoco dejar de temblar y seguir con la mirada, paralizado, la dirección del sonido que poco a poco se le acercaba.
Una vez que está lo suficientemente cerca puede disfrutar de su presa antes de atacar. Le gusta.
Carlos contuvo un grito y se llevó las manos a la cabeza intentando acallar aquella voz, que era suya, y no paraba de traerle imágenes y pensamientos sobre... El sonido se detuvo y la puerta se movió.
Carlos no lo sabía pero que estaba blanco como un papel, la sangre le había descendido a las piernas, sin duda preparado para correr -no puedes huir-, ¡la maldita voz!, su boca temblaba, -¿qué era aquello?- su cuello estaba tenso y lo sentía demasiado pesado, el ambiente era demasiado pesado, algo le oprimía en el pecho, se movía, retumbaba, era su corazón que se agitaba de forma desconocida para él.
En el último momento en que la puerta se abría totalmente y el sonido de algo que, de alguna forma imposible, surgía desde el agua, desde un mar inexistente y profundo, recordó con horror que la bestia jamás atacaba de frente, sino que lo hacía siempre por donde menos lo esperabas.

—Pará, pará, loco ¿que pasa? —dijo, sujetándolo por los hombros para evitar sus golpes. Carlos pataleaba y gritaba mientras se retorcía dando golpes de puño al aire, con los ojos firmemente cerrados.
—¡Basta! Me vas a hacer mierda el auto —gritó y lo saco a rastras antes de que con sus patadas pudiera romper algo. Fue entonces cuando Carlos se percató de que el que hablaba era Matías. ¡Su amigo! Había regresado y estaba sano y salvo, una calma fuerte surgió de su interior y se materializó en una sonrisa torpe, pensó en abrazarlo recordando que momentos antes había pensado que podía estar herido.
Entonces también se dio cuenta de que habían bajado del vehículo y la poca tranquilidad del encuentro mutó en desesperación.
—¡No! Entrá, entrá antes de que vuelva —suplicó, girando la cabeza velozmente hacia los costados, enfocando la vista en el suelo.
—¿Quien va a volver? ¿Tomaste algo mientras estabas en el auto?
—¡El tiburón! Estaba nadando alrededor, nos va a matar si no entramos...
—Aha. Si, ya entiendo porque no viniste cuando te llamé. ¿Como te vas a dormir? —preguntó Matías, con una mirada de reproche. Carlos no entendía nada, ¿es que acaso no había escuchado el sonido del mar? ¿No había visto a la ballena?
—¿Me llamaste? —atinó a responder, confundido.
—Te grite como tres veces y vos nada. Vení, entra. Vámonos de una vez antes de que oscurezca más, ya bastante tuve con tener que empujar eso yo solo y que encima vos me confundas con el bicho de la película. —Matías no le dio tiempo a responder, entrando y encendiendo el vehículo.
Carlos se quedó allí, en la fría noche, inmóvil y mirando al suelo. Ya no escuchaba u olía nada, y veía que en verdad estaba parado sobre la ruta. Se giró hacia el obstáculo que había aparecido en la carretera pero comprobó con mayor sorpresa que ya no se encontraba allí y al ver, a través de la niebla que se disipaba, un pedazo de rama bastante grande, casi fuera de la ruta, entendió a qué se refería Matías con arrastrar.
El sonido de la bocina lo trajo a la realidad y su amigo, furioso, le hizo señas de que subiera.

El resto del trayecto fue extraño para Carlos. En la poca charla que tuvieron se dió cuenta de que Matías pensaba que se había quedado dormido y sufrido pesadillas con la película. Afirmaba haberlo llamado para que lo ayudará a mover el obstáculo de la carretera sin recibir respuesta. Le decía que había intentado moverlo por sí mismo lo más que pudo, pero era bastante pesado así que lo fue a buscar y entonces lo encontró así. Gritando locuras y pateando el auto como si lo estuviesen matando.
La explicación de los sucesos, teñida por insultos y el tono de voz molesto de su amigo hicieron que Carlos no dijera nada de lo ocurrido, evitando entrar en discusiones y peleas.
Mientras el vehículo avanzaba se concentró más bien en reflexionar y pensar sobre lo que había ocurrido. ¿Estaba soñando? ¿Pudo haber sido que su mente le jugara de alguna forma una mala pasada? A medida qué pasaban los minutos todo se le antojaba demasiado raro, imposible, inexplicable. Y sin embargo, cada vez que la sombra del miedo que había sentido lo volvía a cubrir se decía que aquello no pudo haber sido otra cosa que la realidad. Pero, ¿como? Esa era la cuestión.
—¿Podemos parar ahí que quiero ir al baño? —dijo de repente, viendo las luces de una estación de servicio cercana.
Matías le dedicó una mirada con la que parecía decir ¿en serio?, pero no habló.
Apretando el volante con rabia contenida, comenzó a disminuir la velocidad hasta entrar en la estación vacía. Carlos descendió sin decir nada y fue directo hacia el mostrador a solicitar la llave del baño y comprar algo para tomar, le ardía la garganta y sentía un molesto sabor salado en la boca, el aire frió sin embargo lo ayudo a controlar los nervios pues ya no se sentía como el anterior y la niebla, así como la lluvia, habían desaparecido.
Tras un par de minutos, que no le sirvieron de mucho para aclarar sus pensamientos, salió del baño y comenzó a caminar hacia el vehículo, cabizbajo, intentando buscarle el sentido a lo ocurrido. Intento pensar con las pocas herramientas de las que disponía y sólo logró confundirse cada vez más. Sabía, por los cuentos de los viejos, acerca de apariciones en las carreteras y fantasmas en los caminos, y aunque nunca había visto nada como eso era con lo único que podía comparar su situación. Y aun así, eran dos cosas demasiado incomparables, pues lo que había experimentado no pareció en ningún momento obra de un espíritu vengativo. Tendría "sentido", si al menos se tratase de una persona, o el fantasma de algo con forma humana, pero ¿una bestia de las profundidades del mar, navegando por la ruta seis? En verdad no era comparable.
Las dudas lo asaltaban a cada pensamiento nuevo que surgía, recordándole que no había visto nada en verdad, sino que en todos los casos creyó escuchar "algo", y eso en su idioma, y en el de cualquier persona cuerda podía significar cualquier cosa.
¿Debería regresar al lugar durante el día? ¿Contarle a su amigo lo sucedido? ¿Sería la solución narrar esa historia en el bar o preguntar a las gentes del pueblo, para ver si alguno sabia algo? Otra parte de su mente le decía que en verdad no se preocupara por aquello, lo que fuera ya no estaba y lo único importante era tal hecho. Debía enfocarse en que llegaría tarde a casa, en que Jennifer lo estaría esperando con sus ojos echando fuego y sus gritos preparados.
El estar inmerso en sus pensamiento hizo que al principio no se diera cuenta, pero cuando levantó la vista para buscar el vehículo y marcharse de una vez por todas de allí, no le quedó la menor duda. Matías y el auto ya no se hallaban en el lugar.
Se había ido sin el.

Volver a casa había sido toda una travesía aparte. Y mientras descendía del camión, Carlos no podía dejar de pensar en dos, cosas urgentes y una no tanto pero sí muy importante. La primera consistía en inventar una mentira que evitara los problemas que tendría cuando golpease la puerta de su casa a las seis de la mañana, siendo que le había dicho a su novia que llegaría más tardar a las dos.
Y la segunda, seguía siendo el extraño fenómeno de horas anteriores.
Despidiéndose del camionero que se ofreció a llevarlo hasta el pueblo desde la estación comenzó a dirigirse a su casa. Por fortuna no se hallaba tan lejos de allí, y se alegró de que al menos algo bueno le hubiese ocurrido. Esto lo llevó de inmediato a la tercera idea que ocupaba su mente y que se presentaba como algo a lo que debía atender en cuanto pudiese bañarse, comer y aclarar las cosas con Jennifer. Hace el amor no vendría mal tampoco, pero contando las cosas que habían ocurrido en las últimas horas, no esperaba tener tanta suerte. Matías, su amigo, lo había dejado en plena estación de servicio, en el medio del camino a varios kilómetros del lugar al que se dirigían. Eso había estado muy mal, y aunque Carlos podía entender que quizás fuese por su actitud cuando su amigo le pedía ayuda a la vez no podía entender del todo porque se había comportado de esa forma. Podría haberlo esperado de otros, pero nunca de él.
Tal vez pensara que por dejarlo en una estación de servicio tendría algún argumento para decirle que no se había comportado como un pedazo de mierda, pero ¿de que le servía que lo dejasen en ese lugar si su teléfono celular no funcionaba y en plena madrugada no pasaban prácticamente ningún vehículo que pudiese llevarlo?
Quizás Matías pretendía que caminase los pocos kilómetros que quedaban hasta el pueblo. Si, después de lo que había vivido tendría que estar loco para caminar en la noche por aquel lugar.
Así, no le había quedado más opción que irse hasta el mostrador de la estación de servicio y quedarse ahí, charlando con un cajero que no le quitaba los ojos de encima y por como movía las manos debajo del mostrador, no se sentía nada cómodo con su presencia. El viejo tenía un cartel con su nombre sobre el pecho, "Jaime R" y Carlos supuso que si le contaba a la historia de lo que había pasado en las últimas horas, los sonidos, los olores... la "cosa", Jaime R se convencería de que estaba en presencia de un loco y acabaría con un tiro en la frente. Eso, sumado al hecho de que el hombre pusiera su peor y más seria cara cada ves que le intentará buscar conversación lo convencieron de que mejor sería esperar afuera.
Cada vez que veía luces acercarse se emocionaba, si estas iban en dirección al pueblo corría e intentaba hacer dedo, sin resultado las primeras tres veces.
Cuando las luces provenían del lugar en que se encontraba el pueblo también sentía esa esperanza de que quizás su amigo se hubiese arrepentido y, guiado por la culpa, volviera por el. Nada de eso ocurrió y tuvo muy por seguro que de no haber sido por un camionero que se dirigía hacia el lugar y tuvo que parar a cargar el vehículo y tomar algo de café, podría haber estado mucho más tiempo a la intemperie fría y húmeda de aquel sábado a la noche.
Para su fortuna, aún quedaban conductores guiados por "los viejos valores", como los llamó el hombre que accedió a llevarlo, quien además le regaló una charla bastante amistosa sobre lo mucho que habían cambiado las costumbres entre su época y la actual. Carlos tanteo el terreno de lo sobrenatural, preguntando al hombre que creía o si había visto algo alguna vez, pensando qué tal vez a una persona como aquella, que recorriese muy seguido esos caminos, podría contarle lo ocurrido.
<<Creo en dios padre, todopoderoso, es lo único que me hace falta>> era la respuesta que había obtenido, seguida de la molesta pregunta <<¿Usted cree?>>.
Eso bastó para que Carlos, quien se percataba entonces del crucifijo y las estampitas de reconocidos santos que adornaban en camión, entendiera que no conseguiría respuesta con aquel hombre de dios. Pues lo que había visto, se hallaba muy lejos del reino celestial, estaba más bien en las profundidades, pensaba el muchacho.
Tras esos sucesos, allí estaba. La casa en la que vivían juntos, él y Jennifer, parecía tan tranquila como siempre, a pesar de que la furia de su novia lo estaría esperando dentro seguramente.
A medida que se acercaba caminando se percató de que la puerta estaba entreabierta y eso le pareció raro.
—Jenni —llamó mientras entraba y nadie le respondió al principio.
Cuando estaba por llamar una segunda vez una figura apareció, doblando desde el pasillo. No la reconoció inmediatamente, pero a pesar de que sus ojos le decían que esa no era ella, supo que se trataba de Jennifer. El problema era que estaba abrazándose a sí misma, casi temblando, con sus cabellos oscuros hechos una maraña y la ropa desalineada. Lloraba y se limpiaba las lágrimas y los mocos con una toalla grande que sostenía en su mano derecha, antes tan delgada y frágil como un pedazo de cristal, ahora parecía crispada como las manos de un adicto en rehabilitación. Ella llegó, sin verlo, como si esperase cualquier visita menos la suya y se clavó en el suelo cuando levanto la mirada y se encontró con la suya. Se quedó inmóvil, firme como una estaca clavada con fuerza en la tapa de un ataúd.
Carlos tampoco se movió, ante lo extraño de aquella situación, preguntándose si esa reacción se debería a lo mucho que se había preocupado, jamás había visto un comportamiento semejante antes. Abría y cerraba la boca, produciendo sonidos como si intentara hablar, pero sin lograr articular las palabras que deseaba.
Todo transcurrió en unos segundos de inmovilidad y extraño reconocimiento, que se rompieron en cuanto ella saltó hacia él, dando un grito desgarrador y abrazándolo con todas sus fuerzas. Lo cubrió de besos, lágrimas y mocos y no dejo de apretujarlo entre sus delgados brazos. Pronunciaba frases y palabras inentendibles para Carlos y a pesar de que este le rogaba que se tranquilizara no logró entender nada.
Fueron al menos varios minutos para que por fin se calmase un poco y pudiera, entre hipos de llanto y desviando la mirada, contarle lo sucedido. La noticia que había llegado al pueblo en la madrugada y que cambiaría la vida de Carlos para siempre.
Un accidente de coche se había producido en la madrugada, en la ruta seis.
Su amigo, el compañero de toda su vida, Matías, estaba muerto.

Las gotas de lluvia caían solo en la mente de Carlos, pues en verdad el día había sido bastante caluroso y solo ahora que el sol descendía en los principios del atardecer soplaba un poco más de viento, aunque era pesado y molesto.
Aún así, Carlos sentía el agua caer desde el cielo a su alrededor y hasta su cuerpo.
Se pasó una mano por la cara, secándose las lágrimas a pesar de que lo había hecho segundos atrás y juró que estaba empapada por la lluvia, aunque en verdad era transpiración lo que cubría su rostro.
En su interior al menos estaba lloviendo. Lo hacía desde la última semana, después de que enterase de lo ocurrido y su vida comenzará ese espiral que descendió hasta el punto en que hoy se encontraba.
Sus ojos estaban fijos en el pedazo de piedra que tenía delante de él, aquella construcción de piedra gris y poco adornada, con la forma de una cruz que estaba clavada en la tierra húmeda del cementerio central. Leía el nombre de su amigo puesto en aquella lápida, o mejor dicho, lo miraba sin leerlo, sin verlo, sintiendo en su garganta agolparse todas las cosas que quería decir y ya no servía de nada intentar pronunciar.
No creía esta solo porque su hermano de toda la vida hubiese muerto pues en cierta forma sentía que si al menos supiera que había un cuerpo allí, metido en ese ataúd enterrado bajo tierra, solo con eso, ya podía haber hablado como si alguien estuviese ahí para escucharlo.
Pero el cajón de madera cubierto de tierra estaba vacío.
No se había podido sacar ningún cuerpo del accidente pues la explosión del coche lo había reducido a cenizas.
—Donde estés... —dijo finalmente Carlos, interrumpiéndose al oír su propia voz.
Se pasó una mano por la cara nuevamente y sintió la barba crecida y sucia, húmeda, que cubría su rostro. ¿Cuando la había dejado crecer tanto? Se preguntó. ¿Después de lo de Jennifer? Contesto a si mismo sin estar seguro.
Levantó la mirada solo por una vez, observando el horizonte por donde muy lento, demasiado lento, el sol estaba ocultándose, como si la naturaleza misma hubiese decidido darle un momento de paz antes de la tormenta. Un momento de despedida.
Apoyó la mano derecha sobre la lápida y pensó en todo lo que deseaba decir, y no podía. Si existía un lugar donde estuviera Matías entonces sabría lo que pensaba aunque no lo pronunciase, se dijo a sí mismo. Pensó en todos los grandes momentos que habían pasado juntos, en todas las risas compartidas y las charlas que disfrutaron, pensó en las mujeres y en las fiestas, pensó en la confianza. Lo perdono por los enfados y pidió perdón por todas las veces en que la había cagado. Agradeció por último el que Matías lo hubiese invitado aquella noche a ver la película, sabiendo que de no haber sido ese el caso jamás se habría enterado de su verdadera causa de muerte y no podría hacer aquello que se disponía a lograr. Pensó en venganza.
Perdono a su amigo el haberse ido sin él aquella noche, dejándolo en la estación de servicio. Sabiendo que de no haber sucedido de esa forma, quizás hubiesen sido dos los "muertos en un accidente de tránsito". En cierta forma, sentía que Matías le había salvado la vida con aquel acto imprudente, quizás movido por la furia o tal vez, solo tal vez, por fuerzas mucho más poderosas, que había dictaminado los sucesos y determinado que así debían darse. Como fuere, su amigo se había ido sin él y había muerto inevitablemente, y eso, con ese acto final, había salvado su vida.
Pensó en la muerte y recordó las noticias, el parte policial y el informe médico.
Accidente automovilístico, provocado por causas desconocidas, probablemente un descuido del conductor. Hombre joven, de unos veintiocho años, en pareja, sin hijos.
Un incendio que se produce poco tiempo después acaba en la explosión del vehículo en que circulaba y en la total destrucción del mismo. El estado de su ocupante queda irreconocible. Ningún cuerpo sobre el que practicar una autopsia, ningún cadáver para enterrar.
—Te prometo que...—Carlos volvió a interrumpirse y tras mirar al sol ocultándose obtuvo las fuerzas necesarias para seguir —Prometo que esto no se va a quedar así —concluyó.
Comenzó a caminar hacia su vehículo, el que había alquilado, rememorando los sucesos hasta ese momento. De alguna forma, sentía que allí estaba la respuesta a un problema que el no se planteó.
La bestia de la carretera que había escuchado era real, acechaba en la ruta seis que conectaba su pueblo con la ciudad en que ahora se encontraba. Quizás tuviese aquel lugar como su zona de caza predilecta o podía ser que se hubiera trasladado desde otra zona del país. No sabía cómo, pero se trataba de una bestia que podía moverse por la tierra como si fuese el mar y causar confusión en la mente de aquellos que se cruzaban en su camino. Las noches eran su horario de cacería por lo tanto buscarla durante el día resultaba inútil. Las madrugadas, sí, las madrugadas también eran parte de su horario y Carlos se preguntó si Matías había sobrevivido al choque para ser devorado por la criatura o si esta había atacado a un hombre inconsciente, quizás muerto. Eso ya no tenía importancia pues el resultado no cambiaría.
La bestia que nadaba sobre el cemento había provocado el accidente de su amigo.
Y su cuerpo, ese que no lograron encontrar, no había desaparecido en una explosión. Los afilados dientes del depredador nocturno se habían encargado de aquello y Carlos estaba seguro de que si Matías estaba consciente en ese momento, se daría cuenta de que su amigo se había referido a eso cuando dijera que debían huir del tiburón.
No, no un tiburón cualquiera... uno salido de las profundidades del infierno.
Uno capaz que llegar hasta los temerosos hombres de la tierra, en las noches, acercándose sin ser percibido, hasta que ya era demasiado tarde.
Él había logrado escapar, en parte quizás, gracias a su amigo que apareció en ese momento rompiendo el hechizo de la bestia. Sin embargo, el mismo Matías había pagado muy caro ese accionar.
Carlos llegò a su auto tras salir del cementerio, una vez encendido se tomó unos segundos antes de acelerar.
Estiró la mano y tomó la pequeña foto de su novia que había colocado cerca del espejo retrovisor. Solo ahora, tras haberla perdido, entendía lo mucho que la amaba y su semblante casi se dobló ante el peso de lagrimas que luchaban por salir.
Reunió fuerzas, respirando despacio, sintiendo como su pecho subía y bajaba.
Le dijo un "te amo" a la foto y se la acercó a los labios.
En parte entendía que ella hubiera decidido terminar la relación tras descubrir la mentira de su novio, y tras escuchar los relatos que juzgo de imposibles y locos, esos que consideró justificaciones infantiles de lo que había ocurrido. Pero por otro lado, no podía negarse a sí mismo lo mucho que la quería.
Era también por ella, en parte, que estaba por hacer lo que se proponía.
Mientras las bestia viviera, Jennifer no estaría segura jamás.
Carlos miro hacia el asiento del copiloto, donde se encontraba la escopeta.
No, se dijo, ni ella ni nadie. Por eso y por su amigo, la criatura tenía que morir.
Colocando primera, comenzó a alejarse de la ciudad en dirección a la salida que daba hacia la ruta seis.
Afuera el sol ya casi había desaparecido y las sombras de una noche cerrada comenzaban a cubrirlo todo.
Ideal para una cacería, pensaba Carlos mientras apretaba el volante con manos frías, peor aún mejor para ir de pesca.

Los carteles hicieron que se detuviera. Ya los había visto la primera vez que intentò usar la ruta seis para llegar a la ciudad, el día después del accidente, una semana antes aproximadamente, y se encontró con aquellos grandes carteles y señales ubicados en el medio de la carretera, indicando que el camino estaba cerrado por reparaciones.
En el momento había pensado que quizás se tratase de daños causados por la criatura. Hoy ya no estaba seguro de nada, sólo de que como fuese, ya era hora de acabar con eso.
Dejo el auto encendido con las luces prendidas, tomò la escopeta del asiento a su lado y bajó del vehículo, linterna en mano.
Solo el sonido ronroneante del motor rompía con el silencio de aquella noche.
El cielo nocturno estaba repleto de nubes pero no se veía que hubiera ninguna señal de tormenta, pensó tras examinar la noche, si bien las estrellas y la luna eran ocultadas por aquella pantalla nubosa haciendo que la oscuridad fuese casi total.
Caminò hacia los carteles que cubrían la ruta seis de lado a lado, alumbrando hacia la carretera que más adelante aparecía cubierta por la oscuridad, como la boca de un túnel.
En ambos lados de la ruta seis se levantaban los troncos de árboles que formaban pequeños bosques, así como también los cercos de madera vieja y alambre que separaban los distintos campos, evitando el acceso de cualquier persona.
Carlos fue hasta el baúl del vehículo y lo abrió, dejando la escopeta en el suelo, sacó de su interior una bolsa transparente de colores rojizos y otra oscura, de residuos.
Cerró el baúl y colocó ambas bolsas sobre este. Con la linterna en la boca comenzó a sacar aquello que contenía la bolsa transparente, un pedazo de carne de vaca sanguinolento era lo que le daba antes ese color rojizo y Carlos tomó su cuchillo y comenzó a cortar pedazos de carne. A medida que lo hacía, separaba los pedazos cortados y los dejaba sobre una montañita que se iba formando con los mismos pedazos.
El grito de un búho nocturno le hizo girar la cabeza rápidamente y gritar aún con la linterna en la boca, apretándola entre los dientes. Se había hecho un corte en la mano por la sorpresa. Tras insultar al aire y asegurarse de que el corte sangrante no era peligroso, continuó con su actividad. Sudaba y el frío nocturno hacia enfriarle el sudor en la cara, pequeños escalofríos le recorrían la espalda cuando creía escuchar algún sonido y eso hacia que se detuviera en su tarea, expectante. Cuando no escuchaba nada más que el sonido del motor encendido, retomaba los cortes.
Cuando tuvo unos quince pedazos decidió que era el momento. Sacò de la bolsa negra unos cuantos anzuelos grandes y atravesó con ellos los pedazos de carne. Había comprado diez anzuelos por lo que algunos pedazos de carne le quedaron sin nada.
Una vez que hubo terminado se acercó lo más que pudo hasta los carteles y con todas sus fuerzas comenzó a arrojar pedazos hacia adelante, a la oscura carretera.
Uno por uno los pedazos de carne atravesados por los anzuelos fueron cayendo, impactando en el duro suelo, y cuando se quedó sin carne que arrojar, Carlos atò las tanzas unidas a los anzuelos, que hasta ese momento sostenía en su mano derecha, a la parte delantera del auto alquilado. Ya solo le faltaba una parte a su plan, por lo que tomó el resto de la carne, la que no tenía anzuelos y la que le había quedado sin cortar y la arrojó al otro lado de los carteles, en un punto donde la luz de su auto y su potente linterna pudieran alumbrar. Luego recogió la escopeta y se subió de un salto al techo.
El cebo estaba puesto, todo lo que pretendía hacer ahora era esperar.
La noche avanzaba lenta y un sueño pesado casi se había apoderado de Carlos cuando lo vio. Al principio le había parecido una ilusión provocada por su miedo pero se esforzó en mover la cabeza para desperezarse y mirò entonces con más atención para asegurarse. Esta vez no le quedaron dudas. La tanza atada al capo del auto estaba tirante y se movía hacia los costados, como si algo tirase de ella con el deseo de desengancharla. Un sonido hueco se escuchó a continuación y el hilo de pesca se rompió, alejándose por entre los carteles, hacia la cerrada ruta seis.
Carlos apuntó con su escopeta hacia dónde la luz le permitía ver y aguardò. Temblaba por el frío, pero también por la expectativa y los nervios, el cañón de la escopeta se movía entre sus manos por lo que tuvo que esforzarse en tranquilizarse para apuntar bien.
Otra de las tanzas se puso tirante, se partió y desapareció entre la oscuridad.
Carlos ahora lo sentía, estaba seguro, el olor a mar y el ruido de las olas chocando contra la superficie. El fluir del agua, moviéndose apaciblemente en la fría noche.
El suelo desapareció, reemplazado por la atenta concentración del cazador en aquel momento presente.
Otros tres pedazos de carne habían desaparecido y Carlos dividía su atención entre las tanzas tirantes y el pedazo de carne que había dejado a la vista, tras los carteles. Eso era lo poco de la carretera que podía observar y su esperanza era que la bestia se acercase lo suficiente hasta ese premio mayor, dónde quedaría a tiro para su arma. Puso un dedo en el gatillo cuando dos tanzas más desaparecieron.
—Vamos, hijo de puta —dijo a la noche misma. El aliento salía como vapor por su boca.
Se había asegurado de tirar con menos fuerza los últimos pedazos de carne y atarlos a una parte específica del capo, por lo que cuando vio una de aquellas tanzas tensarse supo que la criatura estaba cerca.
Presto más atención y entonces pudo escuchar incluso el sonido de un chapoteo no tan lejano. Sentía los músculos tan tensos como las propias tanzas y cuando vio que las últimas se rompían, supo que ahora solo quedaba un pedazo de carne hacia el que la bestia se dirigiría.
Las luces de su auto, combinadas con la linterna, generaban algún tipo de círculo de luz en cuyo centro se encontraba el pedazo de carne, humedeciendo la carretera con la sangre que salía de él.
Un destello, acompañado de un chapoteo aún mayor, fue todo lo que le indicó a Carlos que la criatura estaba cerca. Parándose sobre el capó del auto, apuntó mientras miraba con más atención hacia la oscuridad, casi podía sentir dolor en su frente y en sus ojos de tanto que se esforzaba en ver algo.
—¡Ahí! —gritó, sorprendiéndose a sí mismo, pero más aún por el tremendo impacto de retroceso que sintió en sus brazos cuando la escopeta escupió su dos cartuchos hacia la carretera, hasta el lugar en que le había parecido ver el destello de una aleta gris que tocaba el círculo de luz.
Un sonido de chapoteo muy fuerte se escuchó y Carlos se preparó para cargar nuevamente la escopeta, fue entonces cuando se percató, tras buscar en su ropa y mirar hacia el techo, que no tenía con el la caja de cartuchos.
—Mierda —murmuró, recordando que la había dejado en la guantera.
Otro chapoteo le hizo desviar la mirada de su arma y alcanzó a ver cómo algo blancuzco se perdía entre las sombras de la ruta, tras cruzar por el círculo de luz. El pedazo de carne no se hallaba más en el lugar y una mancha roja de sangre, como un borrón, era lo único que quedaba en su lugar.
Moviéndose antes de pensar se lanzó del vehículo y entró, buscando lo cartuchos donde estaba seguro que los había dejado. Revolviendo entre papeles y cosas inútiles encontró la preciada caja. Mientras la abría, se arriesgó a mirar hacia la carretera. Lo que vio lo dejó paralizado allí, en su tarea de recargar el arma.
Los carteles que prohibían en paso, de alguna forma se habían movido hacia los costados, alejándose los unos de los otros, empujados por...
—Tiburón —dijo, con voz entrecortada, sin poder creer lo que veía.
Fue entonces cuando el auto se sacudió con fuerza descomunal y Carlos sintió que el vidrio de la ventana del pasajero se astillaba cuando su cabeza impactó contra el. Un hilillo de sangre corrió por su frente y su mejilla segundos después y Carlos tardó un poco en poder ver con normalidad. La escopeta seguía en su mano derecha pero la caja de cartuchos había salido volando.
Mareado, intentó rebuscar entre el vehículo, en el suelo, en los asientos, buscando la preciada caja. Una nueva sacudida lo hizo darse de espalda contra el volante y sintió y fuerte dolor cuando la palanca de cambios se le clavó en las costillas. Gritò y se esforzó por enderezarse mientras el dolor desaparecía.
En su mente estallaban las preguntas y los deseos de salir corriendo. Que estúpido había sido al pretender dar caza a esa cosa de los mil demonios, se sentía aún más imbécil por no haber traído con él la caja de cartuchos y mucho más por haber pensado que los carteles detendrían a esa cosa, capaz de hacer volcar autos y rompe carreteras.
Estaba claro que para una bestia así, el no era ni siquiera la sombra de un cazador, no, por el contrario, era apenas una presa que se esforzaba por sobrevivir. Su vista volvió a la normalidad mientras sus sentidos se adecuaban a la situación, podía escuchar como la bestia rompía el agua, nadando alrededor del vehículo, esperando el momento para volver a impactar, quizás saboreando su miedo y desesperación.
Matías... ¿habría hecho lo mismo con su amigo? Solo y herido, en plena madrugada en el medio de la desolada ruta seis... su amigo que había decidido abandonarlo en la estación y con ese acto de furia le había salvado la vida a cambio de la suya.
Algo cayó delante de Carlos, que se abrazaba a su mismo con las manos, sobre el asiento del conductor. Él levantó el objeto y pudo ver, con esfuerzo, limpiándose las lágrimas y la sangre, la foto de Jennifer, con su sonrisa radiante y su mirada que siempre había logrado calmarlo. Su amor...Jennifer, si la bestia no era asesinada, si ella decidía algún día utilizar la ruta por las noches, ¿no correría el riesgo acaso de ser una víctima?
Carlos supo que, mientras le quedará un poco de fuerza en su cuerpo, no dejaría que algo así pasara. Por su Matias y por Jennifer, ¡aquello iba a terminar!
Secándose la sangre de nuevo, dejo la foto a un lado y tomó la escopeta descargada. Se movió veloz, mirando con atención el vehículo y frunciendo el entrecejo en busca de los cartuchos, allí, por sobre el pedal del acelerador presintió un destello y logró encontrarla. Se abalanzó sobre ella y extrajo dos cartuchos, guardándose otros dos en los bolsillos de su campera de caza.
Cargò la escopeta con manos torpes pero más seguras que antes y abrió la puerta del copiloto, apuntando hacia el mismo asfalto de la carretera.
—¡Que esperas! —gritó, con furia, lanzando un hilo de sangre y baba. Quizás se había partido el labio en los impactos al vehículo.
Al principio, nada paso. Carlos sentía que los segundos se convertían en eternos minutos pero entonces la carretera comenzó a deformarse ante sus ojos. El asfalto, antes tan sólido y transitable, se convertirá en algo de consistencia gomosa para luego pasar a ser más similar a la arena y el mismo auto comenzaba a ser tragado por aquello. Se hundía, cuando una aleta entre blancuzca y grisácea, salió de aquella, antaño carretera por la que tantas veces había transitado antes. Carlos se contuvo en el deseo de disparar, sabiendo que no le causaría ningún daño a la aleta de la bestia y fue entonces cuando aquello emergió.
Carlos esperaba que hubiera alguna señal previa, algún indicio de algo, pero no fue así. Había visto la película Tiburón muchas veces antes, así como otras, bastante malas, donde los tiburones eran criaturas de un tamaño imposible que devoraban barcos enteros. Ninguno de ellos le produjo sin embargo tanto horror como aquel.
Su mandíbula se abría de par en par y era capaz de tragarse a un hombre adulto de un solo bocado. El abismo, eso era lo que podía verse en la garganta de aquella bestia cuyos dientes, pensó Carlos, a pesar de no creer en ninguna religión, habían sido creados por el Diablo en persona. Dientes adecuados para pasar por la oscuridad de esa boca infernal, sintió.
El sonido del disparo lo sorprendió incluso a él, pues creía que por el miedo no lograría nunca presionar el gatillo. Las navajas que conformaba aquella boca se cerraron de inmediato y Carlos pudo llegar a ver que varios dientes había sido destrozados por los disparos. Vio también la sangre que manó de las heridas abierta inmediatamente y llegó a observar la cola de la bestia, como un ancla abierto de par en par, hundirse en el pavimento mientras la criatura desaparecía en las profundidades, herida y sorprendida.
Carlos no supo si gritó de alegría, de rabia o de miedo, si fue el rugido de la bestia o si fue el sonido del motor, pero se incorporó rápidamente y se colgó del techo de su auto, sintiendo cómo este se hundía en la ruta seis como si de la nada hubiese dejar de estar estacionado sobre el frío asfalto.
La criatura estaba herida, pero no muerta, y si no lograba encontrar un lugar sobre el que disparar, él si que lo estaría pronto.
Movió su cabeza con desesperación, buscando algo hacia lo que pudiera sujetarse pero la niebla repentina se hacía cada ves más espesa y no dejaba ver absolutamente nada. Solo la sensación de que el vehículo descendía poco a poco, hacia abismos imposibles, le daba la pauta de que debía apresurarse si no quería irse con el. Carlos sudaba allí donde no sangraba por los golpes o heridas y todo su cuerpo era una combinación de dolor, miedo y adrenalina.
Un sonido de chapoteo cercano le indico que la criatura se había recuperado, estaba preparada, pero ¿donde? ¿olfateaba su sangre? De repente un destello capturó su atención y Carlos vió, sino su salvación, al menos su única oportunidad.

Los grandes carteles que alguien había colocado para evitar que vehículos circulasen por ese tramo de la ruta seis estaban todavía allí, elevándose unos metros sobre el suelo y aparentemente sin hundirse en este. Eran carteles diseñados para ser visibles en la noche y pequeñas pegatinas cuadradas y circulares daban destellos lumínicos a través de la densa neblina, como si de un faro salvador se tratase.
Un atisbo de esperanza cruzó por el semblante de Carlos en forma de una leve sonrisa cuando sintió que bajo sus pies el auto se hundía aún más y era sacudido. Tuvo que esforzarse en no caer, aferrándose como pudo al techo, al mismo tiempo que sujetaba el arma de fuego, sabiendo que sin ella también estaría perdido.
El auto volvió a sacudirse. La bestia, quizás, había roto las puertas intentando devorar a su ocupante creyendo que este se encontraba aún dentro del vehículo. Como fuese, Carlos podía jurar que la sentía moverse bajo de si, destrozando los asientos con dientes capaces de cortar la carne humana cuál sierra eléctrica.
No lo dudó, la oportunidad era única, el empujón de la criatura había acercado un poco mas el auto hacia los carteles por lo que Carlos se aferró a la escopeta e intento visualizar entre la niebla los destellos de los carteles. Sin pensarlo dos veces y gritando con salvajismo se lanzó hacia adelante dando un salto en el que intentó reunir todas sus fuerzas, a pesar del dolor que sentía en el costado y la herida sangrante de la frente.
De inmediato estos se borraron pues sintió uno aun mayor, al impactar con la mandíbula contra una barra de metal que cruzaba uno de los carteles y tenía precisamente las pegatinas que lo habían guiado hasta allí.
Sintió que, tras quedar un segundo detenido en el aire caía velozmente por lo que se aferró como pudo con la mano libre, las dos piernas y tirando su cuerpo hacia adelante en un intento por sujetarse de donde fuese. Logro pasar la pierna izquierda por un hueco circular formado entre dos barras metálicas y con esfuerzo encontró una base de sensación sólida donde pisar con el pie derecho, al mismo momento en que el sonido del motor desaparecía y un chapoteo se escuchaba justo a sus espaldas.
El auto se había hundido, la bestia iría por el.

Carlos no era creyente, pero en su mente pidió a fuerzas celestiales que le dieran puntería y se giró.
Tardo menos de un segundo en darse cuenta de que la gran sombra negra que rasgaba la niebla, era la forma que poseía la boca abierta de aquella máquina asesina, que se había lanzado hacia su presa y en cuyos dientes superiores pudo ver, como si fuese en cámara lenta, pedazos del tapiz que recubría el asiento de su vehículo alquilado.
Pensó que el dueño se molestaría mucho y disparó.
Un dolor desgarrador, superior a cualquiera que hubiese sufrido antes, a cualquier que padeciera en su vida entera, cruzó por su cuerpo como un rayo compuesto por mil agujas en vez de electricidad. Por un momento creyó que el dolor nacía de su pierna izquierda, sujeta con firmeza en aquella circunferencia metálica y luego pudo ver, entre lo borrosa de su visión, como esa misma pierna seguía fija entre los metales, ahora retorcidos, mientras que el, su cuerpo, se alejaba de ella.
Alcanzó a ver la sangre tiñendo la niebla justo antes de perderla de vista.
El dolor de nuevo.
¿Había perdido la conciencia por un segundo?
Otro destello de dolor lo hizo dejar de pensar en eso y entonces miro hacia su cintura. Parecía como si su cuerpo hubiese sido cosido a la boca del tiburón, quizás por efecto de aquellos dientes bestiales, los mismos con que le había arrancado la pierna y que ahora mordían su cintura y parte de la pierna derecha. A pesar de que Carlos se sabia como un tipo grande, su cuerpo había entrado perfectamente en la mandíbula de aquella criatura, se preguntó, con un dejo de inconsciencia, ¿porque no lo devoraba y terminaba con eso? Y entonces lo vio, entre el miedo y el pánico, entre esa extraña calma que lo había asaltado sabiendo que aquello era su muerte.
El disparo había dado en el blanco y en la cabeza de la criatura pudo ver dos agujeros humeantes, de los cuales salia un liquido rojizo como derramándose de una pequeña abertura, al lado de la cual había una de mayor tamaño. Allí donde debería estar el ojo frió de asesino de aquella bestia, por efecto de la calibre doce, había un agujero negruzco y con vetas rojizas.
Tanto él como la criatura estaban heridos de muerte y el saber esto hizo que de de su interior surgieran fuerzas que antes creyó no tener, habiendo cedido al cansancio, las heridas y el dolor. Se dijo que lo había intentado, se dijo que sabía que no podría triunfar, sentía el frió y húmedo asfalto de la ruta seis en su espalda mientras el tiburón moribundo intentaba morder con mayores fuerzas su pierna y su cintura y se dijo que aquello ya era suficiente, había perdido.
Entonces pensó en Matias.
Entonces pensó en Jennifer.
Entonces recordó el cuchillo.
Con un movimiento que le costó gritar escupiendo sangre y saliva de color carmesí alargo la mano hasta su cintura para tomar el cuchillo de cacería que había llevado para cortar la carne y entonces, mirando con furia el ojo sano de aquella terrible monstruosidad que acechaba a los conductores descargo toda la rabia de que era capaz en ese momento con movimientos certeros y el grito de una bestia.
Las puñaladas entraron por el costado derecho de la criatura, que se convulsiono y por ese momento presionó con mayor fuerza su mandíbula, con la que había atrapado a Carlos de cintura para arriba, el dolor que aquello le provocó solo hizo que aumentara más su salvajismo y las puñaladas cubrieron la cabeza del tiburón, su parte superior antes grisácea se cubrió de burbujas carmesí, el ojo sano fue completamente destrozado por tres tajos consecutivos del arma filosa que entro y salio con toda potencia. Las branquias antes grandes y casi perfectamente verticales fueron cortadas por tajos horizontales que las dejaron destrozadas cuando el cuchillo entraba por ella hasta donde el brazo ensangrentado de Carlos podía llevarlo.
El golpe de gracia fue dado sobre aquella cabeza triangular, lo más cerca que pudo de la enorme aleta dorsal. Carlos dejaba de sentir dolor y cayó de espaldas, vivo solo por su fuerza de voluntad. Pudo escuchar una especie de soplido potente y supuso que la criatura había arrojado un potente chorro de sangre por alguno de los tantos orificios que él le había abierto con la escopeta o el cuchillo.
Sintió la tibia sangre bañarle el rostro mojado y sucio y sintió también la vida fluir de su cuerpo, demasiado herido para contenerla. Se sentía feliz, al menos su muerte no había sido en vano.
En un último acto de rebeldía miró hacia abajo apenas levantando el cuello y se sorprendió de ver que el cadáver de la criatura no se encontraba a sus pies. De hecho solo uno de los grandes carteles lo hacia, caído sobre la fría ruta seis. El estado herido si, su pierna izquierda era un muñón sangrante del muslo para abajo, y podía sentir como si tuviese un colmillo clavado un poco sobre la cintura. Al pasar su mando lentamente se dio cuenta de que era su cuchillo.
Entonces pensó, ¿cómo pudo haber confundido un cartel con un tiburón?
¿Como pudo haber confundido un tronco con una ballena?
Pero esas preguntas ya no tenían sentido. Nada lo tenia, pues mientras la niebla lo cubría y el la respiraba con lentitud, las últimas fuerzas lo abandonaron y cerró sus ojos pensando en dormir.

Una gran camioneta se detuvo con frenos chirriantes cerca de unos carteles que detenían el tránsito y advertían sobre las refacciones realizadas más adelante en la ruta seis.
La camioneta no tenia matricula y su color negro contrastaba con el blanco de la niebla que se disipaba poco a poco, sus potentes focos alumbraban un auto con la puerta del conductor abierta de par en par y la del copiloto destrozada.
Más adelante los carteles que cortaban la ruta podían verse movidos y uno de ellos incluso, derribado.
Cuatro hombres descendieron del vehículo. Estaban vestidos con pantalones y camisas color caqui, así como también grandes guantes negros y máscaras de gas.
Dos de ellos llevaban modernas ametralladoras con linternas equipadas que movían hacia todas direcciones, como si buscaran enemigos invisibles.
—Ustedes dos, vigilen y establezcan un perímetro —dijo uno de los hombres, cuya voz a través de la máscara parecía robótica. —Recuerden no quitarse las máscaras aunque el gas haya desaparecido, a menos que quieran vivir lo mismo que el sargento Donaldo —agregó y se encamino junto al tercer hombre hacia aquello que se encontraba más allá de los carteles.
No le interesaba revisar el vehículo, pues el equipo de forenses encargados de aquello llegaría en pocos minutos.
—Pobre tipo —menciono el que lo acompañaba cuando llegaron hasta el cuerpo de la carretera. Estaba destrozado, sus ropas rasgadas eran jirones pintados de rojo y su pierna izquierda no estaba allí donde debería. En su estomago podían verse enormes tajos producidos por algún tipo de arma blanca y en la pierna derecha se hallaba un cuchillo de cazador, clavado con tanta fuerza que el manga apenas era visible.
—Capitán, hemos encontrado un arma de fuego a pocos metros del vehículo —dijo una voz a través de una radio.
—Coloquenla en las bolsas de prueba. El doctor querrá examinar todo lo que encontremos. Cualquier cosa que nos pueda explicar como es que el gas aun sigue escapando del laboratorio —respondió aquel que se identificaba como Capitán al tiempo que movía con su bota el cuerpo inerte de la calle. Era claro que estaba muerto, pero debía cerciorarse.
—Afirmativo, corto —dijo la voz al otro lado.
—¿Que hacemos con este? —preguntó el subordinado.
—Lo mismo que con el otro. Lo llevamos de vuelta al laboratorio, montamos la escena del accidente y nos aseguramos de que nadie más se acerque al lugar hasta que sepamos como mierda se mezcló el gas con la niebla —contestó sin más.
—Es en verdad un arma terrible... capaz de volver locas a las personas. ¿No le preocupa que puedan haber más fugas?
—No me preocupa cuando pienso en que el día de mañana pueda ser usada contra el enemigo.—Pero, Capitán...
—Su trabajo no es hacer preguntas, cabo. Busque a Gonzales y lleven el cuerpo hasta la camioneta —Cortó el Capitán, mirando a través de la máscara de gas al otro hombre. Este asintió y rápidamente se marchó a cumplir su tarea. Antes de alejarse, comento como para si.
—Quien sabe lo que habrá visto el pobre tipo.
—Solo el doctor sabe lo que el gas puede causarle a la mente de las personas —respondió el Capitán, aunque el cabo ya se había alejado —Quizás vio lo mismo que el otro tipo —dijo entonces, recordando el accidente que había ocurrido casi una semana antes, donde otro pobre imprudente había respirado en la niebla y para cuando ellos detectaron en lugar de la fuga, se había hecho un gran corte en el pecho y el estómago, con el vidrio roto del parabrisas, gritando "Tiburón...Carlos, Tiburón..."   



Relatos desde las sombras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora