El patio de los desperdicios

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"En la concepción original del mundo que tenía el hombre, tal como la encontramos en los pueblos primitivos, el espacio y el tiempo tienen una existencia precaria. Se convinieron en conceptos fijos solamente en el transcurso de su evolución mental, gracias en gran parte a la introducción del sistema de medidas. 

El espacio y el tiempo, en sí mismos, no son nada".Carl Gustav Jung, 1952.

León caminaba apurando el paso, con el cabello largo sacudiéndose por efecto de sus pisadas en la vereda de baldosas desparejas. Su apuro se debía a que buscaba llegar antes que el encargado. Sabía que había tiempo suficiente, con la mañana apenas despuntando, pero aun así le era difícil refrenar la ansiedad que sentía. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no correr.
Cada pocos pasos se detenía y lanzaba una furtiva mirada hacia atrás, examinando las solitarias calles y veredas, como si supiera que allí había algo que en cualquier momento podría ver. Claro que había muchas cosas, tales como las casas y los edificios extendiéndose a ambos lados de la calle o unos cuantos árboles plantados en la vereda que desentonaban con la esencia de aquella urbe en la que vivían. Las farolas apagadas, dos contenedores de basura grafiteados y aquel cielo celeste pintarrajeado por nubes grises que anunciaban un posible mal tiempo.
Por el lugar silencioso apenas pasaba un autobús realizando su recorrido programado. Solo el viento le acariciaba el rostro mal afeitado y se alegró de llevar aquel gorro de tela gastada en su mochila. Se lo colocó.
Seguro de que no lo seguían se sorbió la nariz en un acostumbrado y sonoro movimiento de aspirar con fuerza y continuó con su camino.
León pensaba aun antes de mirar que no vería nada al girarse, pero a pesar de eso no lograba deshacerse de la sensación que se apoderaba de él cada vez que salía a la calle, sin importar la hora del día que fuese. Esa opresión en el pecho, como si en cualquier momento, al doblar una esquina o desde algún punto ciego, fuese a surgir un peligro que se encontraba antes allí y que él no había visto.
Acechado, era así cómo se sentía.
Un cosquilleo le recorrió la piel, desde la espalda hasta sus extremidades. Se rascó distraídamente la parte superior de la mano izquierda y se detuvo al percatarse de lo que estaba haciendo. Aquel cosquilleo era nada más que su cuerpo preparándose para correr o atacar a la amenaza que pudiera aparecer de repente.
León tuvo que hacer un esfuerzo consciente para reprimir sus pensamientos fatalistas.
<<¿Cuantas personas son atacadas en pleno día?>>, se dijo para intentar calmarse pero sin mucho éxito. ¿Sería así como se sentían los millonarios? Se preguntó, pero no le dio muchas vueltas al asunto pues sabía que aquellos se trasladaban en grandes vehículos y no caminando por las veredas.
La deuda atrasada con Roco, claro, era culpable de ponerlo en ese estado de alerta constante. Sabía que no tendría que haber recurrido a esos prestamistas pero, ¿qué otra opción le quedaba? "Solo existen dos tipos de personas que contraen deudas sin estar seguro de poder pagarlas. Los que se creen con suerte en las apuestas, y los que van a morir pronto. Y los primero suelen transformarse en los segundos al giro de una ruleta. Te lo digo chico, con la plata no se jode." Las palabras del tío Jonás le surgieron de improviso.
La sabiduría del viejo no le había servido de mucho para evitar el infarto pero se había asegurado de mortificar tanto a León que al final este solía recordar sus frases o dichos aún sin proponérselo. Pensar en tío Jonás, le llevó directamente a su padre; "Sos de cagarla poco, pero cuando lo haces, es con muchas ganas".
León agitó la cabeza suspirando con ganas.
Allí estaba otra vez la fatalidad. Yo les tengo una frase pensó, <<Lo hecho, hecho está>>.
A pesar de que sabía muy bien qué clase de "negocios" eran los que Roco y su gente manejaban, y qué le sucedía a todos aquellos que no pagaban en tiempo y forma, apenas y dudó cuando la necesidad lo empujó a recurrir a su "agencia de préstamos".
El trabajo escaseaba y la comida era parte de un pasado que recordaba con su estómago y no con su mente. Iban a correrlo de la pensión y entonces el hundimiento sería definitivo, nadie le daría trabajo a un tipo que ni siquiera tenía casa.
Para cuando tuvo el dinero en su mano, idiotizado por su cantidad y la facilidad al conseguirlo, ya era demasiado tarde.
Metió su mano dentro de la camisa de trabajo y sus dedos inconscientemente buscaron el bolsillo interno de la misma. Sus preocupaciones desaparecieron cuando acarició suavemente el pedazo de papel doblado que se encontraba allí, seguro, oculto.
Él mismo había cosido ese bolsillo con la intención de guardar tan preciado objeto.
Que se jodiera Roco y su gente, pensó, ninguno de ellos tenía idea de nada.
A pesar de que se había jurado a sí mismo no hacerlo, tras asegurarse que estaba solo en la vereda, se detuvo y sacó el papel del escondite junto a su pecho y lo desdobló con sumo cuidado. Cada movimiento lento y preciso, como si estuviese quitando la ropa a la mujer más bella.
El papel, un poco amarillento por el paso del tiempo, era un recorte de periódico del tamaño de una hoja de cuaderno. Estaba arrugado y manchado allí donde él no había logrado limpiarlo. De una textura resistente y gruesa, aún podía leerse en su mayoría.
León lo miró con un brillo en los ojos y reprimió una sonrisa.
<<No>>, se dijo, no tenía que hacerlo allí, era peligroso, estúpido, rápidamente lo dobló como estaba y se lo guardó en el bolsillo interior.
Volvió a mirar hacia atrás, pero comprobó que la calle seguía vacía.
Continuó con su camino dando pasos aún más ligeros con sus cortas piernas, intentando recordar cuándo había comenzado a sentir ese miedo que le provocaba la posibilidad de perder aquel valioso papel.
Dejarlo en su casa ya ni siquiera se le cruzaba por la cabeza y en verdad estaba seguro de que hacía mucho tiempo no lograba, no quería, separarse de él.
Una sonrisa se formó en su rostro enjuto, de rasgos afilados y poco agraciados, al pensar en la casualidad que representaba haberlo encontrado. En la suerte. Cuando sonreía de aquella manera, sus labios delgados parecían llegar casi a la altura de sus ojos pequeños, y la nariz puntiaguda y larga se combinaba con ellos para darle un aspecto de roedor que le había valido una infancia dura, repleta de burlas.
Aun así, "El rata" como solían llamarlo los mismos cinco graciosos de siempre, siguió sonriendo, pues sabía que en sus manos tenía el secreto que cualquiera de esos imbéciles fracasados hubiera querido conseguir. El secreto del futuro.

Relatos desde las sombras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora