El granero del abuelo

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El calor era casi insoportable. Uno de esos días en que no se necesitaba moverse mucho para comenzar a sudar y el mínimo ejercicio ya significaba quedar empapado.
El cielo despejado, cubierto de unas pocas nubes parecía tan tranquilo y apacible, pero Pablo Ezquerra sabia la verdad, una gran tormenta de verano se aproximaba.
Era muy rápido, pensaba Ezquerra mientras corría por entre los arboles que al menos le proporcionaban algo de sombra. Debería apresurarse, o la tormenta podría terminar arruinado todo. Sus perros cazadores, un mastín enorme de nombre "Tito" y un galgo ligero conocido como "Jesús" iban a la cabeza, sorteando los obstáculos del camino con agilidad y velocidad, sin dejar de ladrarle a sus presas.
—Tres y tres —se dijo Pablo, contando a las presas que perseguía y a si mismo con sus perros, saltando por encima de un tronco caído que lo sorprendió y por poco lo derriba.
De inmediato oyó la voz de Carmen, que sin duda lo recriminaría sí a su edad llegaba a darse un golpe de esos y lastimarse.
Tito interrumpió sus pensamientos con un aullido estridente seguido de un gruñido que más bien parecía el grito de una persona y lo producía la criatura a la que el perro había logrado morder sobre el lomo. Pablo se apresuró en llegar hasta el lugar del que había escuchado el grito y en el cual pudo ver el revoltijo entre las dos bestias feroces.
Aquel jabalí se retorcía mientras la sangre comenzaba a cubrir su cuerpo, chillando y girando sobre sí mismo en un intento desesperado de poder derribar al animal que lo tenia bien sujeto y clavarle sus colmillos. Lanzaba pequeñas gotas de sangre a su alrededor, y bufaba de furia enfurecido mientras la mandíbula de Tito más se apretaba en la parte superior de su cuerpo. Jesús gruñía desde lejos y lanzaba mordidas veloces esquivando los cabezazos que le daba el animal, su mandíbula goteaba sangre y saliva con cada una de ellas.
Pablo supo que a pesar de eso Tito no soportaría mucho más los sacudones que le daba la bestia por lo que se acercó hasta estar a punto de tiro y se colocó el rifle en el hombro.
—¡Tito, Jesús, zay! —gritó por sobre la pelea y el perro aflojó la fuerza de inmediato, alejándose de la furiosa y herida criatura junto con su compañero, justo en el momento en que Pablo disparaba.
El sonido estruendoso se alejó por el bosque y se escuchó el graznido de las aves justo después.
Se oyó un quejido y el jabalí se derrumbó sobre sus patas delanteras para caer de finalmente de costado, escupiendo espuma burbujeante y saliva rojiza de sus fauces bien abiertas.
Pablo se quedo unos momentos así, con el arma bien sujeta, esperando. Los dos perros lo rodearon, agitados y sacando sus lenguas en un gesto de visible cansancio y Pablo palmeó la cabeza de Tito cuyo hocico parecía pintado por el liquido vital del jabalí. Se aseguró de que no tuvieran heridas con una rápida mirada y luego centró su atención en la presa que acababa de voltear.
—Esta vez no tuvimos suerte —dijo a sus compañeros de caza, tras darse cuenta de que aquel animal tenía los dos colmillos y por tanto no se trataba de vincha roja.
Tirado sobre la hierba y la tierra agitando su cuerpo se hallaba aquel jabalí.
El animal aún no estaba muerto, pero lo estaría pronto. Pablo miró hacia los lados, intentando vislumbrar a los otros dos jabalíes que habían salido a perseguir pero no vio ni rastro de estos y se dijo que debería contentarse con aquella presa. A fin de cuentas solo a él y a Rodrigo les gustaba la carne de jabalí.
Dando pasos precavidos se acercó al animal agonizante mientras sacaba su cuchillo de caza de la vaina de cuero que sujetaba a su cintura.
—Esta noche vamos a comer bien —comentó sonriendo, como si los perros que lo acompañaban desde hacia años pudieran entenderlo o aquella bestia fuese lo suficientemente inteligente como para hacerlo.
Lo último que vio antes de clavar el cuchillo en el moribundo animal fue un espasmo en sus ojos grises, casi sin vida, como si un miedo primitivo recorriese el cuerpo jabalí.
Quizás si tienen algo de inteligencia, pensó mientras la sangre del mismo comenzaba a cubrir la mano con que sostenía y hundía el cuchillo.

A pesar de que Pablo estaba convencido de que una tormenta de verano, esas que ocurren de repente, podía empezar en cualquier momento, cuando la tarde avanzó y dio paso a la noche sin que cayera ni una gota este comenzó a pensar que se habría equivocado.
Fumaba un tabaco, sentando en su vieja silla de madera gastada por los años. En cierta forma todo lo que se encontraba en la finca tenía casi tantos años como él, lo cual implicaba que ya estaba viejo y con mucho uso.
Aspiró el humo y lo expulsó lentamente, mirando al cielo nocturno. Nada como la tranquilidad del campo, pensaba en esos momentos de reflexión y calma. El sonido de la radio le venía desde la cocina donde Carmen terminaba de preparar la ensalada y el resto de la comida para el día siguiente, en que vendrían sus hijas, Claribel y Paula, trayendo con ellas a sus nietos, Rodrigo, Martín, Natalia y Pedro.
A Pablo le resultaba curioso que ambas hermanas hubieran tenido dos hijos cada una y al mismo tiempo las dos se hubiesen separado. Sin duda que las cosas habían cambiado mucho desde su época a esta, solía decirse, las uniones en matrimonio ya no son lo que eran. Exhalando el humo y reclinándose en la cómoda silla no podía negar que extrañaba mucho a las dos niñas, que ya se habían convertido en todas una mujeres, pero sin duda que extrañaba también a sus nietos.
Los había visto nacer y crecer hasta llegar a la niñez en que ahora se encontraban, y era esa una edad en que le hacían preguntas y le mostraban las cosas que había aprendido, se sentía útil enseñándole a los pequeños el funcionamiento de mucho de lo que desconocían y feliz, cuando experimentaba esa parte de su vinculo que no podía sentir con nadie más.
Esa sensación única que solo los niños podían transmitirle a los ancianos.
De repente algo captó su atención y dejó de reclinarse en la silla. Tito, que descansaba a su lado, levantó la cabeza, mirando hacia la oscuridad de los árboles que rodeaba la casa de campo, gruñendo a la nada. Pablo entrecerró los ojos y se fue levantando poco a poco del asiento sin dejar de mirar ese lugar en que creía haber percibido un destello de movimiento. ¿Podría ser que hubiera algún animal? ¿Alguna persona? Las luces de la casa y del galpón alumbraban unos amplios metros a su alrededor pero no llegaban hasta esos altos árboles, que bordeaban la casa y donde su destello solo producía un juego de sombras un poco inquietantes pues en el momento en que comenzaba a mirarlos con atención parecían moverse como si quisieran ocultar algo.
Ahí estaba otra vez. Muy rápido, casi borroso.
Ahora Pablo escuchó, o creyó escuchar, el lejano sonido de ramas rompiéndose bajo fuertes pisadas y Tito se acercó más a los escalones de la pequeña escalera descendiendo del rellano del patio, erizado su pelaje y gruñendole a la noche. Pablo no lo dudó y se metió en la casa, dirigiéndose hacia la escopeta y la linterna que descansaban al lado de la chimenea. El arma se hallaba siempre cargada, pues Pablo vivía con lo que denominaba "ley del campo" y antes de llamar a la policía se aseguraría de disparar al pobre tipo que se le ocurriera meterse en su propiedad por la noche.
—Ya casi está la cena —dijo Carmen desde la cocina.
—Voy a salir un poco con los perros. Anda algo entre los árboles —fue la respuesta de Pablo y al decir "algo" por algún motivo sintió una desagradable sensación en la boca del estómago. Apretó con seguridad la escopeta al sentir un cosquilleo en las manos.
—¿Salir? Pablo no me asustes, llamá a Roberto —respondió ella, surgiendo de la cocina, secándose las manos con un trapo. Si bien la zona era rural, habían unas cuatro casas relativamente cercanas entre si y solían comunicarse cada vez que algo importante sucedía.
La familia de Roberto era la más cercana, pero aun así se hallaba a más de tres kilómetros.
—No, dejá, debe ser algún gato montés. O un zorro...
—Y entonces no salgas, deja que se vaya.
—Si es un gato, se puede comer a las gallinas y si es un zorro...
—¿Y si es el rojo? —preguntó Carmen, con su costumbre de interrumpirlo antes de que terminara de hablar.
—No creo. Hace tiempo que no viene tan lejos. Y si llega a ser... —Pero esta vez fue Pablo quien se interrumpió, enseñándole la escopeta.
Durante mucho tiempo había querido cazar a ese jabalí.
"El rojo", un magnifico animal, grande y ágil, que se las había arreglado para escapar siempre, en todas las persecuciones. Vivía en la zona y Pablo se la tenía jurada desde que tiempo atrás logró meterse en la casa y al pelearse con uno de los perros cazadores, el que fuese padre de Tito, lo mató.. En la pelea había perdido uno de sus colmillos pero logrado escapar. Desde entonces era fácil reconocerlo cuando se lo veía por ahí, porque además de faltarle el colmillo, una mancha roja de sangre seca le había quedado como impregnada en el cuerpo y se lucía en el pelaje. De ahí venía su apodo de "el rojo" y si bien Pablo nunca lo había visto merodeando por las noches, estaba seguro de que se trataba de un destello rojizo lo que había visto antes. Tito ladró desde afuera y Carmen se sobresaltó, Pablo no dejó que la charla continuara y salió, encendiendo la linterna y abriendo la puerta, empujándola con el cañón de su escopeta. 

Relatos desde las sombras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora