Mientras tanto, en Madrid (II)

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El calor madrileño sin duda se hacía sentir en cada tramo de la autovía del este y los conductores de los vehículos que circulaban con precaución cuidándose los unos a los otros sabían que aquel verano prometía ser aún peor. Todas las calefacciones estaban encendidas casi al máximo pues solo de esa forma podían soportar las horas de lento avance en aquellos autos que con solo unos minutos bajo aquel sol podían convertirse en verdaderos hornos.
A su alrededor el paisaje era de pasto seco y árboles achicharrados que daban la impresión, como en cada verano, que aquella sería su última estación. Las pocas casas y edificios de los alrededores no mostraban mucho movimiento y dado lo angosto de aquel carril por el que circulaban los conductores no podían darse el lujo de perder la vista en el paisaje que los rodeaba. De haberlo hecho sin embargo la sensación amarga del calor inclemente sobre la tierra no se habría hecho esperar.
De repente, dos vehículos que venía delante se detuvieron con brusquedad, dejando las líneas oscuras de sus frenos sobre el asfalto. Poco a poco los que venían detrás fueron frenando, algunos con mejor suerte que otros, y en cuestión de minutos y un par de pequeños choques después, toda aquella columna de vehículos que antes avanzaba por el tramo que se conocía como autopista número doce, se hallaba detenida. 
Ninguno había visto el motivo de aquella repentina detención, y rápidamente comenzaron a especular desde sus asientos e intentando ver más adelante, que podía tratarse de un accidente o quizá algo peor. Ninguno pudo responder con total certeza aquella duda, pero todos estaban seguros de lo mismo.
Algo había sucedido.

—¡Eh, cuidado!—
El muchacho abrió los ojos justo a tiempo para esquivar el vehículo que se dirigía a toda velocidad hacia él. Tropezando logró lanzarse hacia un costado y caer de rodillas contra el asfalto caliente. Tuvo la suerte de que el conductor de un segundo vehículo, una camioneta de doble cabina, estaba atento y frenó de improviso produciendo un sonido chirriante. Marcel Durant, así se llamaba. Aquel día había olvidado llevar a sus hijos a la escuela y antes de salir se planteó subirlos a la camioneta y salir a toda velocidad. Afortunadamente con abrazos y caras de inocentes lograron convencerlo de que por ese día los dejara quedarse en casa. De haber ido solo un poco más rápido, la muerte del peatón que de repente había apareció frente a sus ojos hubiera sido segura.
Había sido sin embargo rápido en pisar el freno, y el parachoques de aquella camioneta se detuvo a poco más de diez centímetros del rostro del joven. Este se incorporó con esfuerzo, tambaleándose y apoyándose en la camioneta. Por un segundo se imaginó sentir el golpe demoledor fruto del impacto contra alguno de aquellos veloces autos y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, como si surgiera del interior de sus huesos. 
Giró la cabeza hacia todas partes, seguido por la atónita mirada del conductor de la camioneta que estaba pálido y sujetaba el volante con ambas manos.
La luz del sol le indicó que era de día, quizá media tarde pero toda otra información se le escapaba fruto de la confusión que sentía.
No hubieron un tercer o un cuarto vehículo que esquivar puesto que con el movimiento inmediato de los dos primeros, todos los autos, camiones y camionetas que transitaban por la autopista se detuvieron, algunos derrapando y otros con un poco más de tiempo para frenar.
No todos supieron lo que sucedía y esto ayudó a que fueran más precavidos, en lo que a ellos concernía, podía tratarse de un accidente de tránsito o hasta un ataque terrorista, en la Madrid de esos años cualquier cosa podría suceder. Por si acaso no se bajaron de sus vehículos.
Los insultos, gritos y preguntas no tardaron en surgir de aquellos conductores que no entendían lo que pasaba, sin embargo el sonido de las bocinas se imponía por sobre el murmullo general y el hombre no se detuvo a esperar que alguien más reaccionara. Comenzó a moverse, primero caminando inseguro, y luego ya con mayor firmeza, entre los vehículos detenidos. Veía el cielo celeste sobre su cabeza al mismo tiempo que sentía el frió del ambiente sobre su cuerpo desnudo. Sus sentidos parecían estar funcionando de una forma anormal, prestando atención a todos los elementos del paisaje sin centrarse en ninguno en específico.
La desorientación era total. No sabía hacia dónde se dirigía ni dónde estaba exactamente, pero estaba seguro de que quedarse allí sería un grave error. Tenía que salir de la calle antes de que los vehículos se pusieran en marcha. "Algo ha pasado, algo ha pasado" pensaba sin parar.
—Mierda —musitó, sin saber porqué. No podía recordar nada del día anterior y sentía un tremendo dolor en la sien. Sus recuerdos le parecían como los cristales de un espejo destrozado devolviéndole imágenes incomprensibles. Veía agua, una playa, algo que creía era un árbol y...
—Artuá —llamó una voz femenina. Le pareció cercana y conocida por lo que no pudo evitar girarse hacia ella.
—Oh mi pobre Artuá, por fin te encuentro —dijo una mujer sonriente. Se hallaba parada al lado de una gran camioneta negra parecida a las que utilizaban los periodistas, separada del hombre solo por un vehículo gris pequeño. De alguna manera su voz se imponía al constante sonido de las bocinas. La mujer extendió sus brazos hacia él en cuanto la miró, sin dejar de sonreír. Su cabello rubio ondeante y su vestido rojizo se le hicieron una combinación extraña en ese lugar, era una imagen que no se adecuaba a ese paisaje. <<Pero que hermosa>> pensó al verla.
—¿Quien...? —empezó a decir el hombre, pero se detuvo al ver a las dos figuras que descendían de la camioneta negra. Sus cuerpos enormes debían de medir unos dos metros y medio y estaban cubiertos por unas gabardinas azuladas que les llegaba hasta las suelas de los zapatos. Sobre sus cabezas llevaban sombreros oscuros de ala ancha, de esos que normalmente ya no se veían y las prendas que utilizaban cubrían sus brazos hasta taparles incluso las manos. A pesar de esto el joven pudo ver que tenían guantes de un color negro cuando el primero en descender sujetó a la mujer por el brazo y la subió hasta la camioneta. Aquellos hombres le hicieron retroceder un paso sin que se diera cuenta y al notarlo decidió dar otro, movido por la creciente repulsión que sentía hacia esas figuras. No, no era repulsión, le susurro una voz en su mente, era miedo.
—No huyas más Artua, tu camino solo te llevará donde no puedes estar. Olvida Artua, no mires más lejos— oyó que alcanzó a gritarle la mujer antes de que la metieran en la camioneta. Por algún motivo su voz le transmitió una sensación de pena muy grande, como si le acabasen de dar la noticia más trágica.
Aquellos hombres.... o mastodontes, ya se dirigía hacia él, cruzando con esfuerzo su enorme cuerpo por sobre el hueco entre los autos y el muchacho no se arriesgó a quedarse en el lugar para comprobar que buscaban. Sus piernas, pisando ahora con mayor seguridad, lo llevaron corriendo por la dirección contraria.

Relatos desde las sombras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora