Mientras tanto en Madrid (I)

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Hay un árbol.
Inconmensurable es su tamaño.
Sus grandes raíces se unen profundo en la realidad.
Su tronco es imperecedero
Sus frutos, verdaderos guardianes del Todo.
Creciendo en la existencia y junto a ella
Hay un árbol.
¿Quieres verlo?

Raro, pensaba Artua, él no solía retrasarse tanto. Desvió la mirada de su reloj de muñeca y suspiró, antes de observar por la ventana hacia la calle, se estiró la manga del saco para cubrirlo, era un tic que había adquirido con el tiempo sin recordar ya como.
Le dió un sorbo a su café y reflexionó de nuevo sobre la idea de marcharse. Llamar al mozo, pagar y alejarse de aquel bar demasiado gris para su gusto. A fin de cuentas, era lo que hubiera hecho Abel si él mismo se hubiera retrasado tanto, Artua estaba seguro de que incluso lo había hecho en alguna de las tantas reuniones que habían tenido antes y a las cuales no estaba seguro de haber asistido. Al menos no a todas.
Sus ojos fueron de la enorme ventana que daba al exterior hasta el reloj sobre la pared, justo encima de los cuadros. Se percató de lo que estaba haciendo y desvió la vista antes de fijarse la hora. Ya era la cuarta vez que lo miraba y no pudo evitar morderse el labio inferior mientras agitaba la cabeza, sintiéndose molesto por la situación.
Abel llevaba casi veinte minutos de retraso, lo cual Artua creía recordar era la primera vez que ocurría.
—Paciencia Artua... —musitó, sabiendo que si se marchaba, aquella oportunidad unica lo haria con él. Notó que la señora de la mesa frente a la suya lo miraba de reojo y fijo su mirada en la suya. La anciana la desvió inmediatamente y la centró en su plato de tortilla que atacó mientras aún humeaba.
Artua se pregunto que seria, si su ropa oscura y desaliñada, o la cicatriz que le cruzaba desde la ceja derecha hasta casi la nuca, abriendo un surco de piel clara por sobre su cráneo cubierto de pelo corto. Sin poder contenerse se pasó la mano por ahí, cuidándose de tocar la cicatriz.
—Metida —murmuró deseando que la vieja esta vez si lo escuchara y volvió a centrar la atención en la ventana que le permitía ver a las afueras del bar. Lo hacía porque deseaba ver el rostro de Abel en alguno de los tantos que pasaban caminando por la vereda o los pocos que de tanto en tanto se detenían y entraban al bar. Su mirada iba a de una cara a otra, entrecerrando los ojos para ver a quienes se hallaban más lejos y sintiendo que las ganas de levantarse e irse crecían.
Fue entonces cuando la vió.
Surgió desde la derecha y el efecto fue el mismo que si hubiera aparecido alguien volando por sobre la acera, algo que sin duda hubiera llamado su atención. El cabello rubio se agitaba suelto a su lado y un vestido rojo cubría y se ajustaba de manera ideal a su cuerpo. El mismo estaba abierto a los costados por lo que podía ver sus piernas firmes que le daban la sensación de ser esbelta y alta. No llegaba a ver su calzado pero se imagino de inmediato unos tacos de aguja azulados o quizas rojizos como el vestido, fue inevitable, la imagen completa de esa mujer se formo en su mente, incontrolable. Artau pensó incluso desde esa distancia que sería más alta que él. De repente se sintió embotado, cubierto, por aquella aparición. Era como si de su piel pálida se desprendiera un brillo, un aura de luz que hiciera mirarla toda sin detenerse en ningún lugar concreto. Como admirar una pintura que de verdad pudiera ser consideraba una obra de arte. Se daba cuenta, pero solo de forma semi consciente que todos sus sentidos se habían centrado en aquella mujer espectacular y no podía ya desviar la vista de sus pasos seguros y firmes. Le costó incluso percatarse del momento exacto en que ella se detenía, de repente y giraba su cuerpo con delicadeza hasta ponerse justo frente a la enorme ventana. Entonces levantó la mano derecha y posó sus delgados dedos uno a uno en la ventana. Artua experimentó una especie de taquicardia antes de sentir una extraña mezcla de nerviosismo recorrerle el cuerpo. Como el observador descubierto sintió que se ruborizaba. ¿Lo estaba mirando? ¿Podía ver a través de ese vidrio oscurecido? Artua estaba convencido de que aquellos ventanales enormes evitaban que pudiera verse desde afuera. La situación le pareció extraña, ¿que hacía aquella mujer? De repente una palabra se formó en su mente. Fugaz e incomprensible, era un amasijo de letras sin sentido e impronunciables, tan veloz como apareció, el pensamiento se fue.
—¿Le gustó algo?— preguntó una voz a su lado.
—Si... ¿Qué?— la pregunta lo había sacado de su ensimismamiento. Girando la cabeza de forma instintiva perdió de vista aquella mujer para encontrarse con la sonrisa de un mozo de edad avanzada que lo miraba algo confundido esperando una respuesta.
—La carta, digo que si quiere algo —aclaró el hombre vestido con un delantal negro manchado, mirando hacia el pedazo de papel plastificado que Artua sostenía en sus manos. <<¿Cuando había llegado eso allí?>> se preguntó el joven.
—Eh, no, no. Estoy bien así, espero a un amigo —respondió Artua dejando la carta sobre la mesa sin ojearla.
—Ah, como acaba de llamarme —le comentó el mozo arqueando las cejas grises. Lo miraba y sonreia, pero por algun motivo esa risa no se transmitía en su mirada.
—¿Llamarlo? ¿Cuándo? —le pregunto el muchacho, extrañado.
—Ahora, me llamó. Hará unos segundos —le respondió el hombre y Artua notó su acento ¿Portugues? ¿Había hablado siempre asi? se preguntó entonces.
—No, yo no lo llamé, creo que se confundió —
—No, yo no me confundo.
—Bueno pero hay bastante gente, si lo llamo alguien de...
—No, yo no me confundo, señor.—lo cortó, tajante aquel mozo de cabellos grisaceos y Artua se sorprendió al escuchar en su tono de voz, además de una fuerza y seguridad que antes no tenia, un acento muy distinto al Portugués que había creido antes escuchar. Ahora le sonaba ruso, o algo parecido. "Señorr" había dicho.
—Disculpe, pero no quiero nada. Ya le dije, espero a un amigo. —dijo Artua, que de repente quería deshacerse de la presencia de aquel mozo insistente.
—Todos quieren algo —respondió el hombre, mientras una sonrisa se formaba en sus labios demasiado finos. —Quizas aun no sabe lo que desea — prosiguió. Se ajustó el delantal y Artua se percató de que las manchas del mismo le resultaban desagradables a la vista, parecían una especie de jugo de tomate seco, o alguna especie de jarabe rojizo y pegajoso.
—¿Perdone? Le digo que no deseo nada—respondió mirándolo fijamente Artua, a quien la presencia del hombre y sus insistentes preguntas le molestaba por alguna razón que se le escapaba. Ese tono meloso en su voz y la imposibilidad de discernir de qué país era aquella persona le resultaban caracteristicas intolerables. Como si escuchara música de la que menos le gustaba.
—Oh, no, no. Yo no perdono. No es ese mi... campo. No creo en tales mentiras —respondió el mozo, sosteniendole la mirada y acercándose a su mesa. De repente su altura, su mirada, algo en él le pareció al muchacho demasiado amplio, grande, como si en ves de un mozo se encontrase frente a un hombre demasiado poderoso como para temerle a las opiniones de los demás. Un rey antiguo, un principe.
—Ah, veo que me conoce —dijo el hombre, de repente y Araud retrocedió en su asiento sin poder evitarlo. —Pero veo también que en verdad usted tenía razón. No me ha llamado. O no lo hace ahora, al menos. Verá, para llamarme necesita saber mi nombre, pero solo pudo pensarlo por unos breves instantes. Buena suerte la suya, o quizás no —sentenció. Artua pensó en que responder, aquella figura fuerte, sin sombra, se elevaba por delante de su mesa y le parecia que decia locuras, pero al mismo tiempo una voz en su mente le susurraba que escuchara, que no dijera nada. Como si estuviera frente a un juez contra el que cualquier palabra podía ser usada en su contra.
Abrió la boca para responder y balbuceo algunas palabras, pero entonces la silla frente a él fue ocupada y su atención se centro en quien acababa de llegar. Levantando las cejas contemplo a la mujer, la rubia de la acera, que ahora lo miraba fijamente sentada en la mesa junto a él. Artua pudo comprobar la tristeza, la pena que inundaba aquella mirada y de algun modo pensó que parecia estar llorando sin lágrimas.
—Oh, creí que esperaba a un invitado, no a... esta persona —dijo el mozo, que por algun motivo se había alejado de la mesa, apartandose de la mujer y acercandose más hacia Artua.
—Silencio, lengua negra, traidor de los traidores, vuelve a tu nido, a tu fabula, no se te necesita aqui, no se te ha convocado —respondió la mujer, sin mirarlo a los ojos. Su rostro, antes bello y algo triste se había transformado, con los pómulos enrojecidos y la frente arrugada por la rabia, sus labios parecían apretados con cada nueva palabra y la furia que transmitía hizo que incluso el sorprendido Artua se viera atravesado por ella, como si fuese un niño contemplando una discusión de mayores.
—Si, él me ha llamado— respondió el mozo, su acento de nuevo transformado, señalando con una mano huesuda cubierta de anillos al muchacho. Artua comprobó que tenía las facciones tensas, el puño apretado en su otra mano y ahora habia retrocedido aún más.
—Solo ha pensado, no ha pronunciado el nombre imposible que te dieron, ser maldito—
—Oh, pero si eres descarada... además, ¿No lo sabias? No es necesario pronunciar mi nombre, veras, no se puede ser muy exigente cuando tienes uno que pocos pueden pronunciar. Si logra pensarlo, está a un paso de la realidad—
—Siempre un tramposo, pero esta vez no. Lo que sucede, lo que sucederá, escapa a tus planes, lengua de todos los países. Hay cosas en juego más grandes de las que podrías soñar en tus peores pesadillas —. Al escuchar esto el mozo retrocedió emitiendo una especie de quejido en el que Artua pudo sentir, por un segundo, verdadero temor. La gente a su alrededor, ocupando las distintas mesas del bar, no parecía percatarse de ellos, como si de repente fueran invisibles.
—Sí, lo sé. Tus miedos nocturnos, tus terrores. Tú, el más terrible de todos. Tú también los tienes, ¡tú, el más humano de todos! —frente a esto el mozo intentó retroceder y tropezó, cayendo de espaldas. La voz de aquella mujer no parecia en nada a lo que Artua se imaginaba mirando su delgado cuerpo, esa potencia, esa seguridad, se dio cuenta de que si él miraba sin decir palabra era precisamente por la fuerza que aquella voz le transmitía. Como si un eco estallara después de cada afirmación, como si estuvieran gritando en las montañas. Sabia que debería simplemente pararse e irse pero a pesar de que las cosas estaban resultando demasiado raras, sentia, estaba convencido, de que si lo hacia todo podria empeorar. A pesar de que ella no lo miraba a los ojos al hablar, estaba claro que el mozo sentía lo mismo que el muchacho.
—Escapa, cobarde, vete de aqui, porque yo he visto a la cara de los que temes, de los únicos que pueblan tus pesadillas, y les he dicho ¡sí! —. Frente a esto el mozo intentó levantarse y, medio tropezando, se encamino hacia la puerta que conducía al baño. Entrando a toda carrera, sin mirar atras. Artua lo siguió con la vista, sorprendido y sin saber que hacer realmente y luego se dijo que su mente le había jugado una mala pasada cuando al ver la puerta cerrarse tras ese hombre le pareció que aquello no era para nada un baño de hombres. Parecían oxidadas y sucias las paredes interiores, manchado el piso cubierto de mugre y cosas que no supo definir bien. Hasta un olor se le instaló en la nariz viendo al mozo desaparecer, un olor putrefacto como a quemado.
—¿Que coño? —Fue lo primero que se le escapó, mientras las preguntas seguían amontonándose en su mente.
—Ya se, es una de esas camaras ocultas —dijo, mirando hacia los costados, intentando ver a los camarógrafos, sin éxito. 
La mujer frente a él no respondió, parecía cansada y Artua comprobó que sudaba. Seguía siendo bella, pero ahora le transmitía una sensación distinta, muy cercana desde siempre a la belleza. Pena y algo de tristeza. Sus ojos cansados, su cuerpo delgado, demasiado, y un par de labios que no parecían reír en mucho tiempo.
—Oh, mi pobre, pobre Artua. No culpes al destino ni a tus dioses. Nada tienen que ver en esto, si es que están ahí. Fue el azar, fue... oh, pobre de ti —dijo y esta vez derramó lágrimas que surcaron sus mejillas sonrosadas y se detuvieron unos segundos en las comisuras de su cara, antes de caer sobre el vestido rojo.
—No entiendo que... No se que pasa, yo no te conozco, no...—Artua sopesaba las posibilidades, ¿preguntar y averiguar que pasaba? ¿pararse e irse? ¿llamar a la policía?
—Es lo que es, y punto. Siempre es la parte más terrible de aceptar. Como hoy eliges venir aqui, asi eligen otros, que deciden sobre los destinos. Soñaras Artua, soñaras con paisajes imposibles y cabañas. No se lo que veras, no quiero saberlo pues es terrible. Pero si al final bajas la cabeza, si solo olvidas, si solo te permites olvidar, te esperaré —Y dicho eso se levantó y comenzó a caminar rumbo a la salida. Artua se paró tras ella e intentó sujetarla para evitar que se marchara.
—Eh, Artua —dijo una voz conocida a su espalda y el muchacho no pudo evitar girar la cabeza cuando el sonido conocido apareció.
—Artua, te estuve buscando, ¿como pasé por ahí y no te vi? Pensé que te habías marchado. Tuve mil problemas con el auto. —dijo Abel, mientras extendía los brazos en un gesto que era mitad disculpas por llegar tarde y mitad reclamo por no haberlo visto antes.
Artua le restó importancia, girando rápidamente para detener a la mujer pero al hacerlo se encontró con lo que, en cierta forma, ya sabía que vería. Absolutamente nada. La mujer rubia del vestido rojo había desaparecido, dejando en su cabeza un montón de preguntas y una sensación en su pecho que no le gustaba en lo más mínimo.

Relatos desde las sombras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora