4. CAPELLÁN O DEMONIO

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Aunque no fuese mi deseo, tuve que vestirme con una amplia basquiña negra que besaba escasos centímetros el suelo porque era la indumentaria más apropiada para entrar a una iglesia. Me disgustaba sobremanera dicho vestido por la sobriedad de su tela y el diseño, empero, muy a mi pesar, no tenía otras alternativas.

Encajé sobre mi moño una peineta de marfil y sobre ella eché mi mantilla negra favorita de seda, la cual me acomodé a fin de que me cubriese la cabeza y cayese sobre lo largo de mi espalda y mejillas. Guardé mi rosario de cuentas de perlas en mi bolsita de tela de lino y abandoné mis aposentos, persignándome con devoción, esperando que el padre Bernardino tuviese una actitud dispuesta para escuchar mi denuncia sobre la discípula del diablo que había aparecido en la parte trasera de nuestra casa durante aquella madrugada.

Fui hasta la habitación de padre para besarle, pero él aún dormía; aun así, en silencio le dije que más tarde le llevaría las flores que había cortado para él. Quiero creer que en su juventud había sido un hombre gallardo y apuesto, aunque en aquellos días, lo único que quedaba de él era un pelo encanecido, una mirada absorbida por sus sufrimientos y una piel amarillenta debido a que casi nunca se exponía al sol.

—Le amo, señor mío —le dije, dándole un beso en la frente.

Una de las desventajas de bajar las escaleras mientras te colocas los guantes, es que no puedes alzarte las faldas para impedir que se te enreden con tus pies. ¡En mala hora se me ocurrió tal obra! Lo único que recuerdo es que, al faltar diez gradas, me enredé entre mi basquiña y rodé escaleras abajo, chocando contra uno de los pilares de piedra de cantera que soportaban la segunda planta.

—¡Misericordia! —exclamó nana Justiniana cuando oyó mis jadeos—. ¡Enrique, Enrique! —llamó a su hijo que pasaba por el pasillo—. ¡La niña ha rodado por la escalera!

—¡Señorita! —gritó el joven cochero apresurándose a alcanzar mi cuerpo.

—No la levanten, ¡no la levanten, que ya la besó el diablo! —estalló Marieta en carcajadas cuando se reunió con nosotros tras oír la barahúnda. Dichas tales palabras, mi prima corrió escaleras arriba cantando algo como: «Cuán bruta, cuán bruta, es la atarantada de Anabella, ha rodado, ha rodado, cual vulgar niña tontuela»

Las anchas manos de Enrique me cogieron por los hombros y me levantaron.

—¿Pero qué escándalo es ese? —exclamó madre, que venía de la cocina con su abanico en vuelo, su mantilla blanca rozando sus labios y sus ojos saltados por la incertidumbre.

—Me he tropezado por la escalera, madre —reconocí, con las manos ardiéndome, al tiempo de que Enrique me acercaba uno de los guantes que había quedado junto al pilar.

—¡Tú siempre empeñada en darnos mortificaciones! —me desdeñó madre, enfadada, con un gesto descompuesto—. ¡Déjate de frivolidades y actúa con más garbo!

—Dispénseme, madre: ha sido un accidente muy infortunado —dije, sacudiéndome mi falda para luego enguantarme la mano restante.

—¿Está herida, niña? —se escandalizó nana Justiniana, evaluándome de arriba abajo, mortificada, sobándome las rodillas por arriba del vestido—. ¿Quiere que traiga al doctor Bermuda? ¡También le traeré unos fomentos de alcohol y albahaca para untarle...!

—Aguarda nana —sonreí con mi mejor cara angelical, simulando que no me dolía nada—, lo cierto es que el vuelo de mi vestido ha atemperado el golpe. Ahora, si no le molesta a madre, me retiro.

—¿A dónde vas? —me detuvo mi madrastra con una horrible seña en la mirada.

—Le recuerdo que iré a la parroquia, como le hice saber hace rato —le recordé—. Puesto que sus menesteres le imposibilitan la ocasión de un encuentro con el nuevo capellán, me he ofrecido para ir a la parroquia y presentarle nuestros respetos yo misma —mentí. No iba a decirle que pretendía ir con el párroco para solicitarle el favor de matar a una bruja.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora