23. A TRAVÉS DE SUS OJOS

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En mi pesadilla, me hallaba erguida con los pies descalzos sobre un frío cementerio bordeado por espinos secos que se sacudían a merced de vientos agrios, piedras sueltas, caminos sinuosos, y una caprichosa atmósfera infectada de malignidad. Cantaban las lechuzas himnos fúnebres revoloteando a escasos metros de mi cabeza, y se hacía cada vez más espesa la ondeante neblina que cubría las altas ramas de los árboles mientras se extendía a lo largo del camposanto.

Había tumbas por doquier con las lozas corridas sobre las que pendían altas figuras negras y siniestras hurgando dentro de ellas. Eran seis, según constaté al escudriñarlas, y todas vestían largos atavíos negros que lamían el suelo y que concordaban cabalmente con el vestido de la noche. Gruñían, reían y seguían hurgando con más afán.

Recuerdo no haber tenido miedo mientras contemplaba escena tan macabra, más bien me regía la curiosidad por conocer lo que estaban haciendo con tal apetencia. Poco tardé en darme cuenta que las sombras exhumaban las osamentas de las tumbas al cabo de que otras criaturas más extraían y devoraban los restos de los difuntos más frescos, aquellos que seguro no debían de superar más de una semana desde que habían sido sepultados. Aun si estaba a una distancia considerable, pude observar, aunque intrincadamente, cómo les quitaban las mortajas amarillentas a los cadáveres frescos para después clavarles sus filosos colmillos, devorándolos.

—¡Alimentaos, hijos míos! —clamó una voz cavernosa que arrancó el silencio de raíz, cuya procedencia me costó trabajo encontrar en un inicio—. ¡Alimentaos todo lo que queráis porque nuestros enemigos son cuantiosos y nosotros somos escasos! ¡Que la carne de estos viles cadáveres frescos os llenen de vitalidad y las osamentas de los más antiguos os sirvan de amuletos de defensa! ¡Saciaos, hijos míos, profanad los cuerpos de quienes en vida fueron bautizados; que Balám se regodee en nuestra tiranía y después nos premie! ¡Comed cuanto podáis, hijos de Balám, pues mañana hemos de retornar a las piedras del Sochule donde nuestro padre se presentará y nos dará nuevas instrucciones sobre el forjamiento de aquél libro siniestro que nos hará inmortales cuando escribamos nuestros nombres sobre sus hojas de madera con la tinta de nuestra propia sangre!

Poco tardé en percatarme que la voz de Ananziel procedía de mi boca, y al cabo de un poco más, comprendí que, puesto que el día que la bruja me mordió (impregnándome de su sangre y llevándose consigo un tanto de la mía), había quedado atada a ella (como Cristóbal me lo había anticipado ya), y que quizá aquella no era realmente una pesadilla, sino que, sin que Ananziel se diese cuenta, yo estaba mirando a través de sus ojos, y escuchando a través de sus oídos.

—Mi señora Ananziel —dijo Salomé postrándose frente a mí, su cabellera rubia se asomaba por entre los surcos de su capucha negra—. ¿Cuándo estará listo el libro sagrado?

—No seáis insolente e inoportuna, Salomé —le recriminó Arihs, la bruja menuda de pelo negro, soltando en el suelo la cabeza de un cadáver que había llevado en su regazo y de inmediato se postró ante mí—. El libro sagrado estará cuando tenga que estar, no antes, no después.

—Callad y dejad que nuestra señora hable —explotó Alfaíth, el joven gallardo de cabello cobrizo que sin demora se situó delante de Salomé y Arihs, contemplando a Ananziel con extremada adoración.

Cuatro brujas más se acercaron y se postraron no muy lejos de donde Ananziel se hallaba, y entonces ésta caminó despaciosamente pasando por entre los seis, imponiendo sus manos sobre sus cabezas para luego frotarlas con cariño, como una madre a sus hijos.

—¿En verdad deseáis ser inmortales, hijos míos? —les preguntó.

—Son deseos desmesurados, mi señora —se aprontó Salomé a responder, levantando su cabeza de modo que pude ver con precisión su gesto hambriento de poder.

—Ya no falta mucho para que nuestros deseos acorten distancia —confesó Ananziel fríamente, continuando su lento recorrido. Sostenía en su mano izquierda una copa rebosante de un líquido espeso color escarlata que se me figuró era sangre fresca. Incluso pude intuir que aún estaba caliente—. Pronto no habrá secta ni aquelarre que iguale nuestro portento, y entonces nos temerán, y nos descubriremos ante los mundos bajos. Nuestra grandeza será reconocida en el resto de las naciones por las cortes subterráneas de ángeles y demonios, por las órdenes de brujas y hechiceros, y por el resto de las congregaciones ocultas, quienes nos admirarán con embeleso.

De repente Ananziel calló y miró hacia los confines de la bóveda celeste, como si de una ventana se tratase.

—¡Elizabeth! —pronunció mi nombre antiguo con siniestra entonación—... ¡Sé que estáis viendo a través de mis ojos, y oyendo a través de mis oíos! ¡También sé que Cristóbal ha quebrantado su promesa y ahora está contigo! ¡Disfrutad, pues, del corto tiempo que os queda de dicha, miserables cenutrios, que a mi retorno, antes de dadles muerte, padecerán de una forma tan tormentosa, que ustedes mismos me rogarán sus propias muertes! ¡¡Los maldigo, infelices, los odio y los maldigo, como los maldije antes, como los maldigo ahora y como los maldeciré por siempre y para siempre hasta la posteridad!!

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LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora