11. TRES CARTAS

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Mi cabeza comenzó a arder cual si una antorcha se hubiese precipitado sobre ella. Cada llama invisible penetró en mi carne y se aposentó sobre los recuerdos que almacenaba mi memoria, donde las llamas se trasformaron en imágenes difusas que contemplé asustada: en la lejanía de mi ensueño había una mirada avivada, con unos fieros ojos diamantinos observándome con destellos furtivos. Era él, un Cristóbal ataviado a la usanza medieval, con una rosa marchita resbalando por sus temblorosas manos. En el suelo yacía una mujer en medio de un charco de sangre, agonizante, como una paloma que implora a Dios la llegada de su destino final.

—¡Si la muerte te aparta de mi lado, amparo de mi vida... Haré que las montañas revienten! —gritó Cristóbal cayendo de rodillas junto a la mujer—. ¡Elizabeth...! ¡Elizabeth!

De repente, una nube muy negra chocó contra mis ojos cerrados, y al cabo de una explosión que se hubo dentro de mi pecho volví a la realidad y comencé a llorar con ganas, cuando aparecí de nuevo sentada junto al capellán: una repentina tristeza me había condenado a su placer.

¿Qué era aquello que había visto? ¡Dios mío!

—¡Anabella, ¿qué os ocurre, hija?! —bramó el padre Bernardino cuando entró a la alcoba con la prisa que sus viejas piernas le pudieron consentir—. ¿Estáis gimiendo y llorando?

—¡Oh, señor Cura! —gimotee, entregándome a su pecho—. ¡Don Cristóbal!

¿Cómo decirle que había caído en un transe en el cuál había visto imágenes rarísimas?

—Anabella —me palmeó el viejo mi espalda, enternecido—. El señor ha obrado en vos, haciéndote piadosa y compasiva con este pobre hombre. Ha sido de mi conocimiento que ayer tuvisteis una visión de la virgen María, y me figuro que fue esta maravillosa gracia la que ha ablandado vuestro corazón.

No pretendí sacar del error al padre Bernardino respecto a su creencia del por qué me hallaba desbordada. Por mi bien no podía contarle mis verdaderas razones, me dije que las guardaría en lo más profundo de mi intimidad para reflexionarlas en el futuro. Respiré muy hondo y me obligue recomponerme. ¡Todo estaba bien! ¡Todo estaba bien!

—Sí... es... que él está tan mal, ¿cómo puede haber gente tan mala, Señor Cura? ¿Denunciarán semejante barbaridad a las autoridades?

—No estamos en condiciones para enfrentar tal escándalo, hija —confesó él, apartándose de mí y recorriendo la habitación, apesadumbrado—. Poner en entredicho la voluntad y religiosidad de un nuevo sacerdote como don Cristóbal ante el Tribunal del Santo Oficio no es lo más apropiado para la ocasión. De cualquier modo todas las devotas de nuestro capellán ya han reprendido con mano dura a los agresores, a quienes amenazaron con tomar medidas un tanto arcaicas si volvían a agredirlo. ¡Esos malvados debieron de haber sido tocados por el demonio! Os aseguro que todo irá mejor. Afortunadamente también el bebé ya está en buenas manos.

—¡Padre! —exclamé tras recordar a la bruja, poniéndome de pie—. ¡Hablando de demonios, no puede imaginarse quién estuvo bajo mi ventana ayer por la madrugada!

—¡Ay, niña, está aquí! —interrumpió mi nana cuando se asomó mortificada por el umbral— ¡Qué ingratitud la suya! ¿Sabe cuán me aterroricé al no verla por ningún lado?

—No te enfadéis con ella, Justiniana —rio el viejo sacerdote, cuando se acercó a mi aya para que ésta le besase la mano—. Nuestra traviesa niña ha estado rezando junto a la cama de vuestro capellán como una buena cristiana.

Cuando nana corroboró con la mirada que ahí estaba tendido don Piedra se sosegó. Muy a mi pesar tuve que interrumpir mi confesión de la bruja al padre Bernardino y no tuve más remedio que marcharme con nana cuando el señorito Renato envió a su cochero a buscarnos para retornar a la carroza. Miré, con un hormigueo que emergió en mi vientre, el perfil del capellán y salí de su habitación. Sentí que al dejarlo un fragmento de mi espíritu se quedaba consigo.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora