No hizo falta más ingenio del que albergaba mi cerebro para dilucidar que ambas cartas correspondían al mismo remitente según la caligrafía con la que habían sido escritas: me refiero a la nueva advertencia de que mi padre moriría a las tres de la madrugada y la antigua nota que me había dejado doña Eduviges.
La firma de don Cristóbal Blaszeski al pie del mensaje sólo significaba que mi teoría era cierta: él había hecho levantar a doña Eduviges de entre los muertos (sólo Dios sabía bajo qué clase de poder) para llevarme la primera nota de advertencia, descubrimiento que no pudo sino horripilarme y dejarme aterida momentáneamente.
Lo cierto es que lo anterior no era lo que más me aterrorizaba de la situación, sino la siguiente cuestión: ¿cómo un simple mortal podría saber con anticipación el día y la hora de la muerte de otra persona?
En mis manos estaban dos advertencias de muerte, y delante de mí, sobre la cómoda, una cajita dorada asilando una gargantilla de perlas y tres dedos de Juancito Ordoñez, seguido de dos cartas, una que debía quemar (donde el conde me amenazaba) y la otra donde me dedicaba un falso cortejo que debía de mostrar a mis familiares, los que crearían sin dudar que el perverso conde era un caballero de cabo a rabo y no el despiadado ser que yo sabía que era.
¡Y es que el conde era un sádico! ¡Un hombre perverso y cruel! ¡Tenía que hacer algo para librar a mi amigo Juancito de sus garras cuanto antes! Pero estaba segura que si hacía algo contra él no sólo terminaría torturando a mi amigo (porque sí, él prefería la tortura antes que la muerte: el conde parecía disfrutar ver sufrir a las personas) sino que acabaría con mi propia familia si a caso osaba desafiarlo: el conde tenía el poder y los medios necesarios para hacerlo, oh sí.
Con el corazón en vilo guardé los pedazos de lienzo del capellán entre mis faldas y como pude saqué una vela del candelabro de tres brazos que estaba situado cerca de la cajita doraba y quemé la nota de amenaza tal y como me lo había ordenado el autor.
Tan pronto como escondí los dedos de Juancito dentro de mi cofre, situado debajo de mi cama, corrí como si me persiguiese el diablo rumbo a la habitación de padre: bajé las escaleras de piedra a tropezones y giré hacia la derecha, al fondo del pasillo.
-¿A dónde crees que vas? -exclamó madre cuando salió de la habitación.
Con una mirada desdeñosa me tomó por el brazo y me alejó a empujones de la alcoba.
-¡Quiero ver a padre! -mi voz denotaba desesperación. Saber que podría ser la última vez que lo veía con vida me tenía desquiciada.
-¡Parece que fuiste parida por la señora impertinencia! -me reclamó- ¿No puedes dejarlo en paz ni un segundo?
-¡No lo vi durante todo el día!
-¡Descarada! ¿Confiesas que tuviste tiempo para todo, menos para visitarlo?
-¡Por eso le digo que quiero verlo ahora!
-¡No me andes de respondona o te torteo las mejillas!
-¡Consiéntame verlo, por favor!
-¡A callar!
Tras detenernos en un pilar enarcó las cejas y me dijo:
-Lo que deberías de hacer es decirme qué te obsequió el conde de Lisboa; aunque, pensándolo bien, prefiero que eso nos lo digas a todos al término de la cena. Anda, ve al comedor. Quiera Dios que en lugar de chocolate y empanadas pudieras comer un poco de prudencia y sentido común. Espérenme ahí, iré a las cocinas para ordenar que nos dispongan la cena. Y pobre de ti si te veo en la habitación de don Humberto.
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LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©
Romantizm"Yo era Tormenta y él un Ángel que amaba las tempestades..." A sus 17 años de edad, Anabella solo espera una cosa; que durante la fiesta de máscaras llegue el diablo y se la lleve, a fin de evitar que la codiciosa de su madrastra la entregue en co...