17. LUNAS DE PLATA

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No me habría percatado de que éramos la única pareja que quedaba en el centro del gran salón de no ser por el estallido de aplausos y vítores que nos anunció que habíamos ganado el desafío de baile. La perenne mirada enfebrecida que Ananziel me dedicaba imposibilitó que me emocionara por el triunfo más de lo que estaba aterrada.

Mi acompañante debió notar mi incesante mortificación, porque cuando hubimos interrumpido el vals, y uno de los chambelanes recogiera el candelabro que aún conservaba las tres velas encendidas, no hizo más que frotar mis manos por arriba de mis guantes como si las estuviese esmerilando, insinuándome con el gesto una señal que yo tomé como una promesa de protección, e hincar en mis ojos sus ardientes luceros azules.

—En diez minutos encuéntrese conmigo en el salón contiguo —murmuró en mi oído con una voz suave y febril que me estremeció, antes de que los invitados nos comenzaran a circundar para felicitarnos.

—¿Por qué allí? —musité confundida—¿A caso ha pretendido dejarme sola ahora?

De repente, no solamente perdí de vista a Ananziel, quien desapareció de mi vista como si una negrura la hubiese desintegrado, sino que también perdí a Cristóbal, siendo consciente de ello cuando tuve la fría sensación de que mis manos se quedaban desnudas.

—¡Cristóbal! —traté de gritar desesperada cuando lo perdí, pero mi voz quedó sepultada entre los vestidos, máscaras y trajes que surgieron inmediatamente por doquier.

Traté de escabullirme entre el gentío, mas mis desesperados deseos por hallar a mi León extraviado me entorpecieron más de lo que intentaba desenvolverme con temeridad.

—¡Señor Blaszeski! —insistí sintiendo que mi pecho se inflamaba por la angustia.

Cuán desprotegida me sentía sin su presencia, ¿por qué se había desprendido de mis manos cuando había sido él quien, apenas cinco minutos atrás, me suplicara que no me liberara de ellas? «Encuéntreme en el salón contiguo», recordé.

Quise dirigirme a ese lugar lo más pronto posible, mas en mi intento la condesa de Lisboa se plantó intempestivamente frente a mí para hacerme entrega de una lustrosa máscara de oro que recibí con fingida emoción.

—¡Es usted más guapa y graciosa de como mi querido hijo la describió endenantes! —exclamó la rechoncha mujer, cuya redonda cabeza era tan blanca como su extravagante peluca—. Posee la belleza y frescura arborescente que tuve yo a su edad. —Si se le ponía cuidado se conseguía apreciar que sus ojos albergaban la misma tosquedad que los de Luis César—. ¡Su madre, doña Catalina, ha hecho de mi conocimiento lo dichosa que usted se encuentra por nuestro futuro parentesco! Pero dígame, encantadora niña, ¿quién era y dónde está su acompañante de baile? —Al preguntarme esto último sus facciones se endurecieron, como si una máscara de simulada bondad tratara de ocultar su verdadero gesto de cólera—. Por un momento temí que los celos de mi hijo fuesen tan incontrolables para irrumpir en medio del baile y arrebatarla de los brazos de ese insensato caballero.

—Don Luis César también estaba acompañado -le recordé, refiriéndome a María Victoria, esforzándome porque mi sonrisa artificial siguiera tan fresca como antes—. Y respecto a su pregunta, señora condesa, me ha de dispensar, pero no conozco nombre ni apellido de caballero alguno que no sea el de su adorado hijo. —Entrecerré mis ojos como pretendiendo esbozar un gesto de loca enamorada y proseguí —: El caballero que bailó conmigo esta noche apareció a mi lado tan repentinamente como desapareció, y si acepté bailar con él fue para que don Luis César pudiera mirarme desde la distancia y viese en el caballero su propia imagen, como una representación de lo que será nuestro matrimonio en el futuro y los vals que bailaremos juntos.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora