24. REVELACIONES

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Desperté con un grito despavorido, temblando de miedo y bañada en lágrimas. Me incorporé y de inmediato una serie de emociones me embargó al descubrir que Cristóbal Blaszeski había cumplido su promesa y permanecía ahí, a mi lado, con su gesto adormilado clavado en mí (pues recién despertaba). Parecía un tanto desconcertado por mi escándalo.

—¡Mi pequeña! —murmuró asustado reincorporándose con urgencia—. ¿Está llorando? ¿Qué la atormenta, querida?

Estiró sus brazos y alcanzó mis mejillas con sus dedos, enjugándome mis lágrimas.

—¡Nos ha descubierto, Cristóbal, nos ha descubierto! —lloré regida por el terror de mi pesadilla, aferrándome con mis manos a sus anchos dedos.

—¿Quién nos ha descubierto? —quiso saber, pero en sus ojos azules, que brillaban vehementes aún entre la oscuridad, me dijeron que su alma ya conocía la respuesta.

De todos modos le conté atropelladamente todo lo que había acontecido en mi visión, haciendo pausas de cuando en cuando para saciarme de aire y así continuar narrándole todo cuanto recordaba. Como estaba demasiado oscuro, apenas si podía distinguir que Cristóbal estaba más que preocupado por la conexión que yo había tenido con la maligna bruja.

—¡Cuánto miedo tengo! —le confesé con mis labios trepidando—. ¿Ahora qué vamos hacer?

Sin darme una respuesta concreta, Don Cristóbal se puso de pie de forma urgente y, para mi gran sorpresa, bastó con elevar sus manos y recorrerlas por los cuatro puntos cardinales sin mover el tronco de su cuerpo, para que todas las velas habidas y por haber dentro de la habitación se encendieran y chisporrotearan con llamas altas y gruesas, tras proclamar sucesivamente «¡Hámem Ignium, Dominum!» que significa «Dame Fuego, Señor», palabras que, más tarde sabría, procedían de una antigua lengua angélica llamada Ernecqueos semejante al latín, aunque es evidente que su origen se remontaba a muchos siglos atrás.

Pude constatar, con la nueva luminiscencia, que pasaban cinco minutos después de las tres de la madrugada, y que la frialdad que había sentido al despertar poco a poco se iba desvaneciendo gracias al calor que mi caballero había traído con su conjuración. De cualquier modo, me eché las mantas encima y recogí mis piernas, pues temía ser arrastrada al averno por manos invisibles, en tanto él comenzaba a imponer sus palmas sobre las ventanas y puerta diciendo casi en murmullo:

«¡Hámem Protecziluis, Dominum!».

«¡Hámem Protecziluis, Dominum!».

El tiempo solo trajo un poco de calma y calor.

—¿Qué hace? —me atreví a preguntarle no sin temor, mi garganta reseca.

—Sortilegios de protección —respondió con voz grave cuando concluyó de conjurar.

Se había trenzado su larga cabellera rubia y ahora se ajustaba sus largas botas sobre los tobillos, las cuales hacían fuertes sonidos en cada pisada. De nuevo recorrió cada rincón de mis aposentos y posó sus manos sobre los muros como tratando de percibir una fuerza desconocida.

—No tema, se lo suplico —me rogó desde la distancia, su voz llena de valía me reconfortaba y alimentaba mi entereza.

Aún así me dije que era más fácil decirlo que cumplirlo... «No tema...»

—Vuelva a la cama, Cristóbal, por favor —le solicité un tanto nerviosa, mirando en derredor las sombras fantasmagóricas que se formaban en los pálidos muros a merced de las llamas de las velas—. ¡Como me diga que se marcha y que va a dejarme sola le juro que lo mato!

Había descubierto que no había nada sobre el mundo que me reconfortara más que su suave risa.

—No, no lo haré, no me marcharé —me prometió. Ahora estaba mirando a través de la ventana que daba hacia la calle trasera, donde semanas atrás se había aparecido la bruja negra por primera vez—. La noche está tranquila —musitó para sí mismo aunque había un deje de alarma y sospecha en su voz.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora