28. PERSEGUIDOS

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Entre mi duermevela, sentí que sus dedos se cerraban alrededor de una de mis piernas y, poco después, advertí la cálida caricia de sus insolentes labios recorriéndome los muslos como quien acaricia una rosa con delicadeza, tras lo cual abrí los ojos otra vez, embelesada. Ya estaba amaneciendo, según pude intuir, y apenas si había dormitado un par de veces.

Estábamos desnudos en un lecho improvisado matrimonial. Las llamas sobre los viejos candelabros casi se habían consumido en su totalidad y la tormenta ya se había escampado. El aroma de la parafina contrarrestaba el irritante olor a polvo y a humedad. Cristóbal era un pez que se rehusaba a dejar de nadar en nuestro océano. Y yo era su océano. Y él era mi pez.

Mi hombre notó que me removía, cumpliendo así sus deseos de despertarme a base de caricias, y cuando tuvo la seguridad de que, en efecto, ya no era presa de los brazos de Morfeo, sin demorarse más de lo que dura un suspiro subió su pesado cuerpo sobre el mío e inclinándose sobre mis labios me besó. Al rodearlo con mis brazos advertí que estaba frío de nuevo, mas éste no supuso motivo alguno que valiera mi retirada; al contrario, deslicé mis temblorosos dedos con fuerza y de forma ansiosa por toda su musculatura hasta tocar su dura cintura a fin de atraerlo hacia mí.

—Discúlpame por despertarte por cuarta vez —susurró esbozando una sonrisa traviesa que le vi entre las penumbras para luego volverse a mis labios y morderme suavemente el inferior, tras lo cual lo relamió—. Creo que nunca será suficiente —gruñó sobre mi boca, donde chocaba su exquisito aliento.

Amaba que no hubiese más luz de la que nos proveían las velas, de lo contrario Cristóbal habría visto el rubor de mis mejillas por enésima vez. No me acostumbraba a saberme en cueros junto a él, no obstante, mentiría si dijera que me sentía incómoda.

—No me solicites disculpas cuando, sabes bien, tu pecado es mi complacencia.

Sin separarse de mi piel caliente, su húmeda y fría lengua peregrinó de mis labios hasta mi cuello, y ahí se detuvo, saboreándome pacientemente hasta que dejé escapar un gemido.

—Estás muy frío, Cristóbal —le dije sin que pareciese queja, por lo que me apropié de su cabeza para evitar que la separase de mí. Enredé mis dedos entre sus cabellos y volví a jadear.

—Entonces caliéntame más —murmuró entre graves risitas.

Por un momento el calor de mis mejillas se incrementó y contrastó con su frialdad, pero el gozo que sentía al sentirlo sobre mí me hizo olvidar cualquier clase de sonrojo.

—Es que tú eres mi sol, y yo un trozo de hielo clamando ser agua de nuevo —dijo.

Y nos volvimos a fundir como el oro en el crisol, revolviéndonos entre las sábanas como si nadásemos, con una sinfonía de sus suspiros y jadeos a nuestro derredor que chocaban entre sí, mientras el tiempo se detenía y nosotros ardíamos. Ahí aprendí que la oscuridad es perfecta para transformar los miedos en placeres.

Cuando los primeros rayos de sol surcaron nuestra atmósfera, entre dormida atisbé que mi esposo estaba sentado junto a mí, jugando como niño con mis largo pelo distribuido en mi cara en tanto me observaba con adoración.

—Quiera Dios que mis ojos, mis manos y mis labios no te ofendan mientras te miro, mientras te acaricio y mientras te beso —me dijo en susurros—. Tu rostro es como el pétalo de una virgen magnolia blanca, resplandeciente bajo el haz de una argentada luna llena.

—No sigas, Cristóbal, que no hallaré palabras que hagan justicia a la dicha que me hacen sentir tus elogios.

Cuando intenté incorporarme para besar sus labios sentí que una rigidez en el cuerpo y un dolor en los muslos me paralizaban.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora