27. UNIDOS PARA LA PERPETUIDAD

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No había forma de que Enrique pudiera hacer que el caballo fuese más rápido sin que el carruaje, que de por sí trastabillaba violentamente, corriese el riesgo de partirse por mitad o desprenderse de la bestia. Con mi corazón en vilo, eché mi mirada hacia atrás para corroborar que el mezquino conde de Lisboa no viniese en su caballo detrás de nosotros en un intento de alcanzarme, o más bien intentando alcanzar la honorabilidad que yo le suponía a su figura como aristócrata. Lo último que Luis César consentiría sería ser el hazmerreír del virreinato entero si se hacía pública mi huida, razón de más para creer que el bribón haría todo cuanto estuviera en sus manos para retenerme. Por ello, cada vez que confirmaba que nadie nos perseguía le daba gracias a Dios por socorrerme en momentos tan mortificantes como ese. A medida que nos alejábamos de mi casa, sentía que mi alma se hinchaba de dicha y de miedo a la vez. Dicha por saberme lejos y miedo por las consecuencias que mi fuga pudiera traer consigo: y es que no era un secreto para nadie que todos mis intentos de escape habían terminado en tragedia.

Pensando en ello continué mi viaje un tanto desazonada e inquieta. El único percance que recuerdo haber tenido durante el trayecto fue cuando un par de militares (de los muchos que cabalgaban por toda la ciudad poderosamente armados y diligentes) interrumpieron nuestra marcha para preguntar a Enrique hacia dónde nos dirigíamos. No pude escuchar lo que mi buen cochero les respondió, mas me figuro que tuvo que ser algo convincente porque, luego de que echaran un vistazo al interior del carruaje y confirmaran que yo era la única ocupante, los militares nos dejaron ir no sin antes aconsejarnos seguir las recomendaciones que la intendencia pudiera emitir a la población, como un posible toque de queda que se instauraría si se llegaba a comprobar que la amenaza que habían lanzado los líderes del ejercito insurgente de tomar la ciudad de Guanajuato para someterla resultaba cierta.

Horrorizada por la fortuna que nos deparaba Dios, cerré los ojos y me abandoné a mis más solemnes oraciones hasta que al mucho rato sentí que el carruaje se detenía. Al abrir de nuevo mis ojos me percaté de que no solo habíamos llegado al poblado de la Valenciana, hacia el norte de la ciudad de Guanajuato, sino que la recientemente erigida iglesia de San Cayetano, que había sido mandada hacer por el difunto conde de la Valenciana don Antonio de Obregón y Alcocer (una iglesia financiada principalmente por las ganancias de la mina de plata) estaba frente a mí.

Delante de la hermosísima portada de cantera rosa de la iglesia de San Cayetano posaba mi querido Cristóbal, que me aguardaba como un soberbio monumento. Quise gritar de alborozo, pero Enrique interrumpió mis deseos cuando abrió la portezuela y me ayudó a apear. Mi buen cochero apretó mis nudillos con cariño y se reverenció. Lo miré con nostalgia y me permití besar una de sus mejillas, tras lo cual aproveché para limpiar las lágrimas que escurrían desde sus ojos negros.

—¡Gracias, mi amado amigo!

El joven asintió con sumisión, se arrodilló ante mí y, después de incorporarse, miró a Cristóbal y con un humilde gesto me entregó a él, haciéndole prometer que me cuidaría para siempre.

—Nos veremos pronto, José Enrique —le prometí cuando él volvió al caballo—. ¡Cuida de tu madre, y no permitas que doña Catalina le haga daño ni a ella, ni a Lupita, ni a Azucena ni a mi querido padre! ¡Espera una carta mía donde te indique el día y la hora en que iré por ustedes, empero, si consideras que corren grave peligro, te rogaré que los saques cuanto antes de aquella casa y que me busques para informármelo!

—¡Que así sea entonces, mi señorita! —sonrió con alegría, todavía secando la humedad de sus mejillas mientras se alejaba. Se me hizo un nudo en la garganta.

Vi el polvo que se levantaba por el galope del caballo y las ruedas del carruaje que giraban muy de prisa mientras se marchaba, tras lo cual aparecieron ante mí unos gruesos labios con matices rojos y un par de ojos azules que fueron el artífice de mi sobrecogimiento.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora