6. CASTIGADA

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Todas las artimañas que había urdido para poder visitar al viejo párroco habían sido en balde. Lo que más pesar me causaba, y hacía que de mi frente y manos manara un sudor muy helado, era que había quedado desamparada y sin artilugios de protección contra la bruja negra que había tenido el cuajo de aparecerse en la parte trasera de mi casona aquella madrugada, a dirección de donde quedaba la ventana de mis aposentos.

Además, y no sabía si era bueno o malo, me había topado con un temible demonio en la mismísima parroquia: uno que había sido dotado con las siniestras facultades de estar en dos lugares al mismo tiempo y que había provocado que mi juicio quedara en entredicho: por culpa suya, ante la feligresía que había atestiguado tan bochornoso acto, ahora no solo había quedado como una infeliz suicida, sino que también había dado explícitos indicios de locura. Desde luego, también me preguntaba desde cuándo los demonios podían estar indemnes en el interior de una parroquia, y, peor aún, haciéndose pasar por un noble capellán.

Aunque... ¿Habría posibilidad de que Cristóbal Blaszeski realmente fuese un capellán?

Me estremecí y traté de reprimir el furor de mis emociones.

«No, no, Anabella, no te atarantes, que ese misterioso hombre no puede ser un capellán: no después de que te diere la bienvenida a su "infierno" personal; no después de que estuviese en dos lugares a la vez. No obstante, he aquí de nuevo la misma cuestión, ¿cómo un demonio puede estar dentro de una iglesia rodeada por símbolos religiosos sin recibir daño alguno?».

—¡Es que es el diablo! —grité, golpeándome el mentón con el borde de mi abanico.

—¡Dios nos guarde, niña! —exclamó nana Justiniana tras oírme, su rostro desencajado—. ¿Qué disparate ha dicho? —Sus párpados caídos se contrajeron cuando sus ojos me encararon.

Mi vieja aya estaba a mi costado rezando con su rosario de cuentas y Lupita frente a nosotras. El carruaje se sacudió al pasar por una calle accidentada y mi corazón también trastabilló al comprender que había pensado en voz alta. Y es que tenía el mal hábito de pensar en voz alta en los momentos menos oportunos: inclusive, es hora que me sigo preguntando si sólo a mí me pasa.

—Dispénsame, nana... Estoy un poco...

—Un poco desubicada, Anabella —me reprendió dedicándome un gesto severo.

—¡Nana, te ruego encarecidamente que no digas nada de esto a madre! —le supliqué aferrándome a su reboso grisáceo.

—¿Qué es lo que no desea que le diga? —me preguntó frunciendo el ceño—. ¿Que ha caído desde lo alto del púlpito sobre el nuevo capellán, que se le ha aparecido la virgen María en la parroquia, o que ha inventado que el capellán estuvo dentro de la sacristía con usted cuando la realidad es que el buen hombre estuvo con las fieles devotas?

Las tripas me gruñeron, y juro que no fue precisamente por hambre, sino porque estaba corroborando que, en opinión de mi nana, había perdido completamente mi capacidad de entendimiento.

—No la reprenda, doña Justiniana —abogó Lupita por mí, que por nada del mundo soltaba el frasco con sales—: mire cómo está la pobrecita, retepálida. ¡Parece vaca recién parida!

—¿Qué confianzas son esas para que le hables así a la señorita, diantre de testaruda? —le gritó nana Justiniana, como si Lupita hubiese dicho una barbaridad: lo cierto es que mi aya era sumamente estricta y escandalosa en cuando a la servidumbre y el respeto con que debían de dirigirse a mí y a algún miembro de la familia se refiere—. Si te vuelvo a oír decir palabras mayores como esas, te juro, por nuestra Señora de los Remedios, que te tuerzo el pescuezo con un alambre de púas.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora