Los humanos se cansaron de ser débiles y ordinarios.
¿Qué fue lo mejor que pudieron hacer?
Cambiar.
¿Pero qué es imposible alterar?
Un error.
Por eso existe Ginebra, por eso es una de otras tantas personas que siguen naciendo sin un don y por eso, t...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La noche me pertenece. Por primera vez en semanas, tengo la oportunidad de moverme sin que nadie me observe, sin las interminables cámaras ni las miradas inquisitivas de Kristen o Even. Este momento es mío, y no puedo desperdiciarlo. No después de tantas dudas y cabos sueltos rondándome. Sería una falta de respeto enorme.
Cuando termina la prueba y todos vuelven a sus habitaciones a descansar, yo decido escabullirme fuera del Regimiento.
Estoy en el Ala D. De nuevo.
El edificio abandonado, olvidado por casi todos en la OCD, se alza frente a mí como un recuerdo del pasado, un lugar tan fuera de lugar que parece resistirse a desaparecer del todo. A simple vista, es un vestigio. Paredes desmoronadas que alguna vez fueron testigos de reuniones importantes, techos altos que ahora son apenas sombras de lo que fueron. La estructura parece sostenida más por obstinación que por integridad arquitectónica.
A decir verdad, se siente como si la más leve brisa podría tumbarlo, empero, algo consigue mantenerlo en pie. La entrada principal está obstruida por tablones podridos, colocados de forma irregular como una barrera improvisada contra curiosos. Algunos están astillados, otros colgando de clavos oxidados, tambaleantes bajo el peso de los años. Las enredaderas se han enroscado en los marcos de las puertas y ventanas, formando un tejido intrincado que parece devorar la estructura desde afuera, como si la naturaleza reclamara lo que la humanidad abandonó.
Me acerco lentamente, deteniéndome a unos pasos de la entrada. El viento nocturno sopla a través de las grietas, llevándose consigo pequeños fragmentos de hojas secas que crujen bajo mis pies. Las sombras de las enredaderas danzan bajo la pálida luz de la luna, proyectando formas que casi parecen moverse. Es entonces cuando siento un esperable escalofrío recorrer mi espalda.
Intento evaluar la situación. Empujar la puerta no es una opción; los tablones están demasiado firmes para eso. Camino alrededor del edificio, evitando hacer eco de mis pasos resonando suavemente sobre el suelo mojado. No me toma muy por sorpresa cuando encuentro una grieta en la pared lateral, apenas lo suficientemente ancha como para que pase mi cuerpo. Me detengo frente a ella, evaluando el espacio. Las paredes están húmedas, cubiertas de musgo y un rastro oscuro que podría ser óxido o algo más inquietante. Un asco a todas luces, pero tampoco tengo más opción que inclinarme hacia la abertura, notando cómo el olor del interior parece intensificarse al acercarme. Es un aroma penetrante, una mezcla de humedad, tierra mojada y algo metálico, y el rastro de un viejo incendio. El aire que emana es denso y frío, golpeándome el rostro. Una advertencia más que decido ignorar.
Con cuidado, me agacho y comienzo a deslizarme hacia adentro. Los bordes de la grieta raspan la tela de mi chaqueta, y por un momento temo que puedan desgarrarla. Aún así, avanzo, moviéndome lentamente para no hacer ruido. Mi corazón late con fuerza, no solo por el esfuerzo, sino por la sensación de estar cruzando un umbral hacia lo desconocido.
Dentro, la oscuridad es casi total. Solo un débil resplandor de la luz de la luna se cuela por la grieta detrás de mí, suficiente para delinear formas vagas en el espacio que se extiende por delante. Me quedo inmóvil un momento, dejando que mis ojos se adapten a la penumbra. El hilo dorado está oculto bajo la manga de mi chaqueta porque temía que su brillo me delate, pero ahora es muy tarde, sigo sin atreverme a liberarlo.