1-El umbral

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EL UMBRAL

No podía haberme imaginado jamás que ese verano iba a ser distinto. Tan
distinto.
La casa estaría allí mirando, hacia abajo, la Playa de las Conchitas y, al frente,
la quieta bahía azul. Era hermosa nuestra casa, entre eucaliptos y sicomoros, con su
primer piso de piedra canteada, la aparente fragilidad de los altos de tablas de pino y
su techumbre de tejuelas de alerce oscuras y levantiscas. Pintadas de blanco las
maderas tingladas y las franjas de cemento que unían las piedras con un brochazo
errático, y de azul las ventanas y los postigos. Era muy fría, sobre todo cuando la
neblina desmadejaba sobre Quintero un manto denso y abrazador, y por cierto durante
las noches. La sala de estar y el comedor conformaban un solo gran ámbito presidido
por una chimenea que iba de muro a muro. Sin embargo, de ese fogón no podía
esperarse una temperatura satisfactoria; el tiraje era excesivo, se llevaba consigo
buena parte de la calidez y, además, no siempre era posible estirar el presupuesto
para disponer generosamente de leña. Teníamos que cuidarla, hacerla durar. La tía
Olga, menos friolenta que mi madre, se encargaba de racionar los troncos y enviamos
a la cama si después de comida nos hacíamos los demorosos frente a la chimenea. "Si
quieren calentarse, a acostarse", nos decía. Claro está que no era lo mismo ponerse a
conversar arriba, tapados y a oscuras, que hacerlo ante las llamas que bailaban en sus
juegos de luz y movimiento, donde de vez en cuando hasta podíamos tomarnos el
corcho de alguna botella de pisco reservada a mi padre.
Ese año llegamos a la estación de Quintero al atardecer. Como siempre, hicimos
trasbordo en el ramal de San Pedro, después de tres horas de viaje desde Santiago.
Ahí estaban a la espera la pequeña y negra locomotora a carbón y sus dos o tres
carros azules, antiquísimos, desvencijados, venidos algún día directamente de la belle
époque a traquetear aquí, en la costa de finis terrae, con sus coloridas ventanucas de
vitreaux, sus farolitos acampanados y el cielo de semibóveda ribeteado de una
reiterada flor de lis.

El trasbordo era cosa harto turbulenta. Los pasajeros que iban a Quintero
excedían sobradamente la capacidad del par de carros, y éstos eran abordados por un
gentío que luchaba frenético por conseguir un asiento. Llevábamos varias maletas y,
llenos a reventar, aquellos sacos de lona que durante la víspera habíamos ayudado a
coser con esas agujas largas y gruesas, las ojo de buey. Con mi amigo Jaime Pino
usaríamos ahora esos bultos como corazas y armas abrecamino.
Al rato, íbamos ya por la trocha angosta hacia Quintero, y en la fugitiva
delantera se nos aparecía, en los recodos, la locomotora: briosa, su penacho negro
dibujando volutas en el aire, oscuras estelas en el viento.
-Cierren las ventanas, niños, nos estamos llenando de hollín -es mi madre quien
habla mientras se cubre la cabeza con un pañuelo.
De pronto el tren disminuye la velocidad hasta detenerse. La vía férrea presenta
tramos cubiertos de arena; las dunas posan sobre los rieles el ribete de su falda y es
necesario remover el obstáculo a fuerza de lentas paladas. El cansancio nos invade.
Jaime dormita y yo recuerdo a Marion Cordingley. La veré otra vez este año,
quizá mañana mismo, y entonces sí acaso me atreveré. Si no me encuentro con ella en
la Playa del Papagayo, de seguro estará en la tarde en la terraza del Hotel Yachting,
para el bailoteo. También podría ir hasta su casa, pero ya conversé sobre esto con
Jaime y su consejo me pareció, como de costumbre, muy sabio:
-No conviene demostrar demasiado interés, hombre, las mujeres se empachan
si uno se pone hostigoso.
Claro que si me ando con mucho tiento, como el verano pasado, me puedo ir
otra vez en banda. ¡Bien lucido estaría! Tengo, pues, que aprovechar el mes de enero,
porque en la primera semana de febrero nos vamos con mi amigo al campo de sus
padres en el Norte Chico, a Monte Patria. Ahí la cosa es distinta, no hay mucho ganado
femenino en los alrededores, sólo algunas poquitas champions de los fundos cercanos,
las que siempre están colocadas cuando llegamos. No hay dónde elegir a gusto, salvo
que se pegue uno el viaje hasta Tongoy, pero ése es otro cuento.
-¡Niño, estás durmiendo despierto! Empieza a bajar algunos bultos, que vamos
llegando.
Es la voz de mi tía Olga que nos empuja. El carro es invadido por esa inquietud
alerta que precede a las llegadas. El tren avanza en línea recta, cada vez más lento,
atravesando el sector de las primeras urbanizaciones. A pesar de que el crepúsculo
está encima, se distinguen varios bañistas rezagados regresando a las casas o
residenciales. Se los divisa embozados en sus toallas, traspasados de frío. Corre un
viento que levanta polvaredas del camino y mece los árboles, agitándoles las copas con enviones vigorosos. Es la ventolera quinterana que, según una arraigada
convicción muy contradicha por la realidad, sólo dura tres días. Ojalá hayamos llegado
en su última jornada y no en la primera. La locomotora entra bufando al tramo que
antecede a la estación. Por la derecha las luces de la calle del comercio empiezan a
encenderse; también las bujías multicolores de los juegos irradian su luminosidad. Los
primeros apostadores de lotería se arriman al mesón y en el tiro al blanco ya son
requeridos los rifles a plumilla, indudablemente chuecones de caño; un niño tira las
argollas, una tras otra, sin embocar ni una en el gollete. Desde los parlantes, la voz de
Danny Kaye: C'est si bon...
La máquina libera su final estertor.
El trayecto hasta nuestra casa es largo y, aunque asciende progresivamente, no
deja de ser muy cansador después de más de cinco horas en tren. Una vez que el
mozo de equipaje descarga de su carro la totalidad de los bultos y maletas, mi madre
saca el llaverón. Porfía un tanto con la cerradura. La puerta se abre. Un postigo, que
con la ayuda del viento se la ha ganado a su picaporte, se bate arriba, azotándose
intermitentemente. Una humedad añeja y helada nos recibe en el interior, los muros
de piedra parecen rezumarla.
-Ya, niños: lo primero, hacer sus camas. Nosotras les preparamos un caldo y
una sartén de huevos revueltos; será todo por hoy y dense con una piedra en el
pecho, que por mí me iría de sopetón a las sábanas.
Así nos dice la tía mientras se afana abriendo los sacos de lona, de los que va
extrayendo la ropa de cama con mucho cuidado, porque al centro, muellemente
protegidos, vienen los frascos de mermeladas de mora y damasco.
-Anda, sube, Alex, cierra ese postigo, antes de que nos eche la casa abajo -me
indica mi madre, entrando en la cocina con un par de paquetes.
Alguien golpea la puerta; es el cuidador que vive en un sitio a la media cuadra y
se encarga de vigilar fuera de temporada las casas de las manzanas circundantes.
-¿Cómo lo ha tratado el año, don Pedro? ¿Alguna novedad?
-Todo tranquilo, señora.
-Oye -me dice Jaime-, podríamos darnos una vueltecita.
-¡Están locos! ¡Habráse visto, con todo el verano por delante! -alega mi madre.
Una hora más tarde al silencio de la casa sólo lo interrumpen el viento en los
follajes y el rumor del mar y sus rompientes en la Playa de las Conchitas, aunque esos
murmullos y esas olas son, a su modo, parte del mismo silencio.
Mi amigo Jaime, el muy perla, que quería darse una vueltecita, se duerme de
un zuácate tan pronto apoya la cabeza en su almohada. No alcanzamos a hacer planes para mañana. Sé que a él le gusta su poco la hermana de Marion; ojalá sea más que
un poco y funcione por ahí la cosa: la unión hace la fuerza. Claro que él tiene su polola
firme en Santiago, pero ojos que no ven, corazón que no siente. Enseguida, y hasta
quedarme dormido, me puse a pensar en Marion, en sus ojos de avellana, su pelo
cobrizo, su figura tan llenita y sus pecas. Sí, hay que ver cómo está punteada de pecas
la Marion. Recuerdo que por el escote se le ven avanzar hacia abajo. ¿Será posible que
esté entera jaspeadita? Bueno, este verano será para nosotros dos.
¡Ah, ese verano! Cuán lejos estaba aquella noche de intuir siquiera un asomo de
lo que iba a tocarme vivir...

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Francisca Yo te AmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora