IX
LA GRAN VELADA, LOS JUEGOS
La noche estaba sin viento, sin brisa siquiera, pero hacía frío.
Francisca se embozó en su capa, yo me metí el tongo hasta las orejas, me puse
el antifaz y abrazados nos encaminamos hacia el Yachting.
A las dos cuadras de distancia coincidimos con otras parejas y grupos, y al
acercamos al hotel vimos una creciente cola de veraneantes a la espera de pagar las
entradas. Se formaban tumultos contra la reja y algunos muchachos se empujaban
unos a otros con el evidente propósito de pasar colados, pero un par de carabineros
muy alertos intervenía, conminándoles a integrarse a la fila.
La inmensa mayoría iba con disfraz. Abundaban los piratas, las campesinas a la
tirolesa, Robin Hood, hawaianas, jeques y odaliscas; también se distinguían algunas
muchachas ricamente vestidas de dama belle époque o doncella medieval, y otras de
femme fatale ostentosamente enjoyadas y con larga boquilla entre los labios de
frambuesas. Sin embargo, de las más vistosas y originales indumentarias, y de la
belleza insinuante y ambigua de tanta fruta pintona jugando a mujer, Francisca era la
que más atraía las miradas. Esto se me hizo del todo evidente cuando entramos a paso
rápido, casi a la carrera, a reservar nuestra mesa. Las del interior del salón estaban ya
ocupadas; despreciamos las del patio engravillado porque la malla de Francisca no iba
a protegerla del sereno de la noche y, además, allí en el bar divisé una, a la que
alcanzaramos a llegar junto a otra pareja, con la que tuvimos que compartirla.
La orquesta, al fondo del salón, estaba tocando un rock'n roll y la terraza
empezó a verse invadida. Nuestros compañeros de mesa nos pidieron que les
cuidáramos su sitio mientras iban a bailar. Todavía se corría el riesgo de que los
frescolines que nunca faltan le usurparan a uno la mesa, a menos que sobre ésta
hubiera vasos. Así se lo hice notar a la pareja.
-Tiene razón -asintió el muchacho, quien, como su chiquilla, estaba disfrazado
muy malamente de vaquero-. Llamemos al mozo y pidamos algo.
Tuvimos que esperar un buen rato porque, si bien el Yachting había duplicado el
servicio, los mozos se hacían pocos trotando de un lugar a otro, atendiendo los pedidos
que se les acumulaban en esos momentos iniciales de mayor requerimiento. Por fin
uno se acercó.
-Dos gin con gin -dijo el vaquero.
No, yo quiero cuba libre -corrigió ella.
Le pregunté a Francisca lo que deseaba.
-Algo sin alcohol.
-Las gaseosas y los jugos valen igual que los tragos combinados, señorita -
informó el mozo-. No importa lo que tome, igual está pagando el cubierto, doscientos
por nuquita.
-Algo sin alcohol -repitió ella.
-Tráiganos una primavera y una piscola; ¿está bien, Francisca?
-Sí, sí.
-Podrían sacarse los antifaces -opinó el vaquero-; si no, se van a acalorar
demasiado. No le hicimos caso.
-Su disfraz es maravilloso -dijo la vaquera. Sin ser bonita, tenía una cara de
facciones menudas, graciosas.
-No es disfraz -contestó Francisca.
La pareja optó en adelante por hablarnos el mínimo.
Ahora las mesas estaban todas ocupadas y seguía llegando gente, ubicándose
en los bancos del patio y del jardín. También los semimuros de la terraza se vieron
abarcados, mientras en la barra del bar se apiñó un tumulto tan crecido que había que
hacer allí los pedidos a grito pelado.
De pronto una agitación contagiosa recorrió a la multitud. Un Buick y un
Oldsmobile, coludos y descapotados, se estacionaron frente a la reja. Hacían su
entrada las cinco finalistas, rodeadas de sus padrinos, de entre los cuales saldría el rey
feo. Se dirigieron hacia el salón donde les estaba reservada una larga mesa adornada
con muchos ramos de flores. Entre aplausos y vítores los presentes abrieron paso a las
finalistas. La orquesta cesó y subió al estrado el maestro de ceremonias para dar lugar
de inmediato al cómputo de los votos. Sólo entonces divisé a Jaime y a las hermanas
Cordingley; se hallaban al centro de un grupo que se había acercado a la plataforma
para observar el recuento. Apenas les distinguí las cabezas y pronto se me perdieron
en la masa. Cuando finalmente se dio el nombre de la ganadora, la algarabía se
acrecentó; la elegida reina era una muchacha con ojos de uva negra y cuerpo
ligeramente entradito en carnes. Estaba muy nerviosa, pero trató de hilar algunas
palabras de agradecimiento. El maestro de ceremonias la rescató de la situación
anunciando que se reanudaba el baile y que la nueva reina, a quien la soberana del
verano anterior acababa de encajarle en la cabeza la corona de fantasía, inauguraría la
fiesta con El Danubio azul en brazos de su rey feo. Como la orquesta carecía de piano y de violines, puesto que era un precario conjunto rock, y habría perpetrado un
desastre de Danubio aguitarrado y a la batería, se puso el disco.
-El Danubio Azul -dijo Francisca- lo tocan cuando yo voy por la cuerda.
-¿Cuál cuerda? -quiso saber la vaquera, sin duda muy intrigada por la frase.
-En la cuerda y también sobre el caballo, también hago equilibrio a caballo, y en
dos caballos.
-¿Estará tomando puro jugo esta cabrita? -le preguntó ahora a su compañero la
vaquera, en voz baja. Simplemente, no entendía palabra de lo que esa linda muchacha
decía y resolvió no hacerle más preguntas.
La reina y el rey, que habían iniciado el baile en el salón, salían girando a la
terraza, donde otras parejas les siguieron el ejemplo.
-Alex, quiero bailar, quiero bailar.
Nos levantamos y nos hicimos un espacio en la terraza. No era fácil, el lugar
estaba de bote a bote. Francisca era de una liviandad extraordinaria, se dejaba llevar
verdaderamente, anticipándose al sentido de mis pasos, el desplazamiento de su
cuerpo era un deslizarse suave y alerto.
Terminado el vals la orquesta volvió por sus fueros y, para no contrastar
abruptamente, empezó su actuación con piezas románticas. Francisca y yo, en un
acuerdo tácito, no regresamos a la mesa sino que iniciamos el baile casi inmóviles,
apenas meciéndonos.
-Es Blue moon -le dije.
-Es linda -murmuró ella.
La allegué más a mi cuerpo, sentí la complicidad de su abrazo. Estábamos tan
juntos que los antifaces de cartón piedra se nos convirtieron en un estorbo; me saqué
el mío y lo guardé en un bolsillo mientras ella se subía el suyo dejándolo como un
sombrerito plano sobre la cabeza. Éramos de un mismo alto, casi. Entonces, ahora sí,
su mejilla se apegó a la mía. La tibieza de su piel me colmó de un bienestar intenso. Le
besé la frente, los párpados, las mejillas, y sus labios ahí entreabiertos por su sonrisa
mansa iban a estar un largo, largo rato, sin separarse de los míos. Deseé que ese
bendito Blue moon no acabara jamás. Pero su tiempo, para mí tan perceptible como
gotas de agua, transcurrió. Después de una pausa, la orquesta continuó con Night and
day. Francisca apoyó su cabecita en mi hombro y me miró a los ojos, luego atrajo
hasta su boca la mano mía que enlazaba la suya contra mi pecho y la besó.