EN EL CIRCO
Yo no había ni siquiera sospechado la importancia de Francisca en el Circo
Metrogoldin. Su número oficial, del que me había hablado al paso en más de una
oportunidad, era el de equilibrista o alambrista, como decían allí. Sin embargo, ese
papel estaba muy lejos de agotar su importancia. A partir del inicio, el público no podía
menos que fijarse en ella. Así era tan pronto se escuchaban los compases de la marcha
Doble águila.
En aquellos años los circos se conectaban, con o sin permiso municipal, a los
cables eléctricos urbanos, de tal manera que disponían de buena iluminación, y la
mayoría de los más modestos ya había reemplazado la costosa orquesta por el
tocadiscos. Los artistas entraban en una fila, encabezados por Francisca; por una
Francisca de guaripola, malla esplendorosa, escamada o no, falda, capa y chaquetilla
cortas, y botas de media caña. Con su cabellera recogida sobre la nuca, su rostro
quedaba generosamente expuesto al público, que admiraba su belleza ahora
majestuosa.
La fila se bifurcaba al llegar a la pista y los circenses seguían marchando
alternativamente, unos por la derecha y otros por la izquierda. Los únicos que
permanecían parados, marcando el paso al borde de la pista y sin acceder a ella, eran
Francisca y su padre; éste, a veces de librea con alamares y chistera de altísima copa,
otras de estricta etiqueta con absoluto predominio del negro o, por el contrario, de
iridiscente casaca de terciopelo, camisa de seda y pantalón de fantasía. Cuando los
artistas se topaban al otro extremo de la pista, la música enmudecía y el padre de
Francisca saludaba al público dándole la bienvenida y nombrando a los payasos,
quienes al escuchar sus motes brincaban haciendo piruetas. Al término de sus palabras
se ponía otra vez la música y Francisca, pasito a paso, cruzaba airosa la pista hasta
enfrentar a los artistas en el otro extremo; ahí se daba la media vuelta y encabezaba
la marcha de salida. Se sucedían después los varios números, los aéreos de trapecio
sencillo y doble, los payasos, el mago, los acróbatas, los de fuerza capilar y dental, los
dandies acrobáticos, y así. Fuera de su garbosa aparición inaugural, Francisca actuaba
en dos ocasiones. Primeramente, subía por una estrecha escalerilla hasta una de las
dos más altas plataformas que también ocupaban en sus números los trapecistas y que ahora se hallarían unidas por el delgado puente de alambre; sobre su cabeza se
mecían la tela y sus relingas, de hecho al alcance de su brazo estirado, de manera que
su actuación se realizaba en el espacio cónico de la carpa más arriba del ruedo.
Francisca hacía desde allí el tradicional saludo de artista circense, con un brazo y luego
el otro, en ese gesto de ofrenda y llamando la atención con las palmas abiertas al
cielo. Tomaba enseguida la vara metálica que le servía de balancín y sólo entonces se
oía El Danubio azul. Un paso, y ya estaba con un pie sobre el alambre y, a
continuación, junto con situar el balancín horizontal respecto de su cuerpo, acometía el
paso que la dejaría del todo sobre la cuerda. Acogiendo la cadencia del vals, Francisca
avanzaba. Las miradas del público, cabeza alzada, no se le despegaban, asombradas
del aplomo que ella iba adquiriendo hasta que, ya, de un saltito estaba ahora sobre la
otra plataforma. Ahí volvía a saludar y se disponía al regreso, y entonces, justo en la
mitad de su precaria senda, Francisca se detenía y empezaba a columpiarse. Su figura
se veía arriba, abajo, arriba, abajo... hasta el punto en que el alambre parecía adquirir
una elástica consistencia que hacía posible esa oscilación. Y, de pronto, dejando a
medio mundo con el corazón en la boca, Francisca simulaba perder pie y, en efecto,
¡qué resbalón! ¡Oh, caía, caía! Pero ¡ah!, ahí el balancín daba en cruz contra la cuerda
y de ese encuentro nacía un impulso que propulsaba a Francisca aladamente hacia
arriba, hasta que sus pies, ¡ah!, de nuevo posados sobre el alambre, nos devolvían el
alma al cuerpo. El público rompía en aplausos y ella, ligerita, de un santiamén se
allegaba a la plataforma desde la que volvía a saludar. En ese momento se soltaría el
moño, y así vendría escalerilla abajo con la cabellera derramada y su carita llena de
júbilo hasta el centro de la pista donde, ahora sí, de veras, se despedía enfrentando en
giro a todo el público. Pero ése no era su número culminante; éste venía mucho
después, al final, y con él se cerraba el espectáculo. Era breve y muy riesgoso. El
trepe. Francisca aparecía con su malla y su capa, dejaba esta última abajo y ascendía
nuevamente por la escalerilla. Pero ahora la cuerda, que antes cruzaba de plataforma
a plataforma, discurría desde una de éstas en tenso trazo diagonal hasta anudarse en
un gancho enterrado a un metro del borde de la pista. Por ese alambre en tan
pronunciado ángulo iba a deslizarse Francisca desde la altura. Cuando estaba a punto
de iniciar el descenso, se oía el redoble de un tambor, único instrumento que quedaba
de la orquesta de otrora, y que también servía en los momentos cruciales de los saltos
mortales de los trapecistas. No dejaría de oírse hasta que ella aterrizara sobre el
apisonado de aserrín. Después de abandonar en el preciso segundo el riel por donde
venía a gran velocidad y en creciente aceleración, Francisca, ante un público de pie que celebraba a gritos su proeza, recogía su capa y se retiraba haciendo venias hasta
desaparecer tras el cortinaje de la entrada.
En cuanto a mis tareas en el circo, no se limitaron a la atención de quioscos. La
naturaleza de la vida circense, me refiero al trabajo y a la convivencia solidaria,
obligaba a que todos se prodigaran, estando siempre dispuestos a colaborar en las
múltiples cosas que había que hacer y que nunca dejaban de aparecer de la mañana a
la noche. Sería tedioso que diera cuenta detallada de esta materia y claro está que no
lo haré, pero no puedo dejar de mencionar el rudo trabajo que significaba levantar la
carpa y los traslados del circo. Tuve que estar, como todos, también un tanto en todo.
Recosiendo las relingas y retenidas a la tela, parchando, ya que esos remiendos no
eran cosa sólo de mujeres, enterrando los parales para el dintomo de los ruedos,
anudando cuerdas a lo marino, asentando las graderías en las escuadras... Y eso que
el Metrogoldin era un circo pequeño, de un par de mástiles, alrededor de veinte
artistas y para un público no mayor de ochocientas personas. En menos de un día
levantábamos la carpa y antes de tres ya la estábamos desarmando, y cargando los
camiones para el traslado a otro pueblo, a otro balneario. Íbamos hacia el sur.
-Porque al norte -me decía don Juan- las ciudades se distancian más y hay
menos habitantes.
-Pero en invierno... -comenzaba a objetarle yo, conociendo el rigor de las
lluvias australes.
-Ah, no, muchacho, nosotros somos perros de aguas, no hay temporal que
asuste a un circo, ya verás.
Pero yo no iba a llegar muy al sur, ni siquiera a su portal del río Biobío.
En esos días Francisca y yo estábamos juntos mucho, muchísimo menos de lo
que hubiéramos deseado. Esa existencia circense en la que me había metido me
suministraba un cansancio tal que, terminada la función de la noche, apenas me podía
los párpados y mi mente era presa de una fatiga que no perdonaba espacio. Nuestra
posibilidad de compartir algún tiempo a solas se presentaba a altas horas de la noche
y también al amanecer, principalmente al amanecer. Debo admitir, sí, que en el
transcurso del día teníamos ciertos momentos en que nos arrinconábamos por ahí y
por allá para hacernos cariño y, a veces, hasta tiempo suficiente para dar una vuelta
por el pueblo próximo al circo. Y también es verdad que durante las funciones
estábamos pendientes uno del otro, dedicándo Pero era en la madrugada cuando yo tenía a Francisca, cuando yo la esperaba.
Entonces podíamos pertenecernos uno al otro. Dije que la esperaba, pero no es
propiamente así, porque yo dormía y salía del sueño por el contacto de la mano de
Francisca, por el roce de sus labios. Escuchaba luego su voz murmurosa hablándome
en chiquitito, y esas susurrantes frases suyas eran el amor. Ese era el bendito
despertar mío.
En las sonrisas que nos intercambiábamos durante el día y a la distancia, y en
todos los otros gestos de complicidad, persistía, habitándolos, el recuerdo del
amanecer de cada uno de esos días.
De aquellos pocos días que, de pronto, llegaron a su fin.
XIII
CAE EL TELÓN
El tercer sábado de ese mes de febrero acabábamos de levantar la carpa en un
sitio aledaño al balneario de Iloca. Llegamos allí cerca de las dos de la tarde, con un
cansancio enorme porque habíamos desmantelado el circo esa misma madrugada
antes de que aclarara. A esto se sumó un viaje que, aunque breve, nos agobió
sobremanera, pues una onda de calor se desató abarcando la zona como un manto
sofocante.
Ahora estábamos a la mesa en campo abierto, recibiendo una tenue brisa
crepuscular. Oscurecía ya. Nadie hablaba mucho, terminábamos una merienda para
luego irnos a dormir. Entonces ocurrió.
Francisca estaba sentada a mi lado. De pronto sentí que me tomaba
fuertemente de un brazo; crispado el puño, sus uñas se hincaron en mi carne. Me volví
a ella y la vi inclinarse sobre la mesa y a la vez noté que se había puesto a temblar
entera; su cuerpo era sacudido por convulsiones violentas. Alcanzó a pronunciar mi
nombre dos veces, claramente; luego su voz se convirtió en un sonido ronco que se
extinguió. Su frente había dado contra la mesa; la abracé por la cintura tratando de
alzarla y volverla a su postura original, pero su padre me lo impidió.
-¡Déjala tal cual, Alex, no la toques! ¡Sólo evita que se caiga al suelo!
Don Juan venía hacia nosotros desde la cabecera y ya estaba junto a su hija.
-¡Traigan un chal, rápido! Alex, ayúdame a recostarla sobre la mesa.
Entre los dos la levantamos. No cesaba de temblar, su cuerpo se mantenía
encogido y le castañeteaban los dientes; su padre le introdujo un pañuelo en la boca.
Los ojos de Francisca miraban sin ver y se pronunciaban desde su órbita,
desmesuradamente. Transpiraba de modo copioso, tan copioso que se le veía
empapada hasta la blusa y húmeda la piel de los brazos y el rostro.
-Preparen un par de bolsas de agua caliente -pidió don Juan mientras recibía
una manta y cubría con ella a Francisca-; le va a bajar un frío intenso -me informó.
Yo le ayudé a abrigarla y, al tomarle una mano para guiársela bajo la manta, la
noté tan helada que me recorrió un escalofrío. De súbito dejó de tiritar y se apoderó de
ella una laxitud total; su rostro, que sólo durante esos minutos había perdido su
sonrisa, la recuperó ahora. Con mi pañuelo le limpié una salivación de los labios. Miré
al padre de Francisca y él percibió mi interrogante.
Es el ataque que le ha venido -dijo-, ya te explicaré; ahora ayúdame a llevarla
a la tienda.
Otros dos circenses se nos unieron para trasladarla hasta su cama. Una
parienta de su madre, que era artista en malabares y que se demostraba siempre
particularmente cariñosa con ella, se sentó en la única silleta, dispuesta a quedarse ahí
para cuidarla.
-Yo también me quedaré -dije, ubicándome a los pies de la cama.
-No -dijo el padre.
-Sí -le repliqué-, quiero pasar la noche aquí.
-No, muchacho, ven conmigo, tú y yo tenemos que conversar.
-No hay apuro, señor -objeté.
-Sí lo hay, Alex, haz el favor de seguirme.
La parienta aquella movió la cabeza en gesto de afirmación, mirándome
significativamente, reforzando así la resolución del padre de Francisca. Salí detrás
suyo. Caminó hacia la carpa y entró enella. Me esperaba sentado en la gradería; al
paso había encendido un foco del mástil, que nos dio directo a la cara. Me paré frente
a él. Entonces dijo:
-Ahora, muchacho, debes irte.
Me miraba con una seriedad llena.
-¿Cómo dice...?
-Que debes irte, Alex.
-No, por supuesto que no, menos que nunca me iría ahora.
-Tienes que irte, escucha: ella no te reconocerá cuando vuelva en sí.
¿Entiendes?
-No entiendo, no le creo...
-Mira, escúchame y no me interrumpas: todos sabemos aquí que después de un
ataque pierde la memoria, todos pueden confirmártelo. Debes entender que no
permitiré que la veas cuando despierte. Esto se acabó, es simplemente así y no hay
nada que podamos hacer. Sí...¡no me interrumpas! Si te dejé venir con nosotros fue
porque sabía que esto no tardaría en ocurrirle...
-¿Por qué no me lo dijo en Quintero, si era cierto...?
-Porque no me lo habrías creído. Mira, ella olvida, después del ataque, a las
personas y los hechos recientes,quiero decir de los últimos meses. Si te encontrara al
despertar, no te reconocería. Sólo a veces, y esto es impredecible, algunos nombres
pueden removerle vagamente la memoria, y la dañan. Pero ella no escuchará más tu
nombre, porque tú no estarás aquí cuando despierte.
A mí no me olvidará...
-Te olvidará. Será como si no hubieses existido, como si nunca te hubiera
conocido.
-Pero, señor, si se equivocara usted, si por una sola vez no fuera así...
-Entonces, muchacho, puedes contar con mi promesa de que te lo haré saber.
Pero pierde esa esperanza, es absolutamente vana.
Me ofreció su mano abierta. Se la estreché.
-Tienes que apurarte, muchacho, ¿eh...? Mucho me gustaría escuchar que has
comprendido.
-Haré mi maleta -le dije, y agregué-: ¿Puedo verla antes de partir?
Asintió con un gesto triste que, sin embargo, se parecía a una sonrisa.
Cuando entré a la tienda, Francisca seguía durmiendo apaciblemente. Me
acerqué a ella y me hinqué para no alterar la inmovilidad de su cama. Quise tomarle
una mano, pero me arrepentí antes de tocarla.
Aproximé mi cara a la suya hasta percibir el calor de su respiración. Eso fue
todo.
No iba a verla nunca más.