VII
EN LA FOGATA
La madre de Francisca nos había dejado muy en claro su prohibición respecto
de las salidas nocturnas. Y en cuanto a las tardes, se nos permitían muy restringidas.
íbamos al roquerío del recodo a contemplar la puesta de sol. Francisca se sentaba con
los brazos sobre las rodillas y la barbilla apoyada en una muñeca. A veces llegábamos
hasta la Puntilla de Sanfuentes, uno de los lugares de Quintero preferidos por los
veraneantes para ir en pareja a ver la puesta de sol. El que pudiéramos topamos allí
con Jaime y las Cordingley, o cualquier otro de mi antiguo grupo, me producía temor.
La sola idea de que le conversaran a Francisca y la hicieran hablar me angustiaba.
Afortunadamente, no coincidimos nunca en la Puntilla, pero sí habríamos de
encontramos en otros sitios.
La semana quinterana se encontraba en su apogeo y las festividades iban a
ablandar el rigor de la madre de Francisca. Entre todas las celebraciones había tres
que le llenaban la carita de alegría a Francisca: la fogata de Vida Sana, la Noche
Veneciana y el Baile de Gala; todas se realizaban en la noche. Y Francisca sabía
exactamente cuándo, porque la camioneta municipal con un gran megáfono recorría a
diario la ciudad, promoviendo esas veladas de diversión hasta en los más lejanos
caseríos de la comuna. Sí, ella se sabía al dedillo la programación.
-Mamá, déjanos ir a la fogata... -Niña, ya les dije que...
-Pero, mamá, no seas mala, di que sí, di que sí.
Sólo un corazón de piedra hubiese podido mantenerse inconmovible. No era el
caso.
-Seguiré confiando en usted, Alex. ¿Entiende?
-Sí, señora, muchas gracias.
-No me dé las gracias. Pórtese nada más bien con ella y regresen antes de la
medianoche, por favor.
-Sí, señora.
-¡Ay, mamá, qué buena eres, qué buena!
-¡Ya, niña! Aléjate, que me sofocas.
La gran fogata se realizaba en el campamento de Vida Sana, situado en un
vasto claro de bosque frente al mar, entre Quintero y Ventanas, y se componía de livianas cabinas de madera. Las personas que veraneaban allí se sometían a ciertas
disciplinas: levantadas temprano, ejercicios, algunas dietas, hábitos comunitarios,
jerarquías, y así.
Al centro de un área lisa se acondicionarían los troncos de la enorme hoguera, y
a una prudente distancia se levantaban las aposentadurías con modestos tablones. Era
ahí, junto a la pira, donde iba a desarrollarse el espectáculo en el que actuaban
veraneantes con aptitudes musicales, interpretativas y teatrales. Era, pues, una
función de aficionados, en su gran mayoría jóvenes.
Esa noche pedí la comida temprano para pasar a buscar a Francisca con la
debida anticipación.
-Me imagino que vas a ir a la Gran Fogata -dijo Jaime, al ver que yo miraba la
hora a cada rato.
-Creo que sí -le contesté.
-No tienes que ponerte tan misterioso conmigo, hombre.
-No se trata de misterios, Jaime.
-¿Sabes?, podríamos ir juntos; Patricia me espera y Marion ya encontró otro
gancho, te cuento esto por si... tú me entiendes.
En ese momento entraron mi madre y mi tía al comedor, y Jaime se quedó
callado al punto; un buen gesto suyo, para no enterarlas aún más de mi desvinculación
del grupo. Ellas se habían dado cuenta ya de mi notoria separación, y no convenía
darles más luz sobre el asunto. En un principio creyeron que nos habíamos disgustado
con mi amigo, y al comprobar que no era así, lógicamente les entró curiosidad por
saber qué me estaba ocurriendo, con quién me juntaba a diario y por qué no se me
veía en parte alguna. Pero iban a mantener la prudencia de no arremeter con
intromisiones obvias. Trataron, sí, de investigar con Jaime; mi amigo me contó que
creían que yo estaba en amoríos con una mujer mayor.
-Nunca faltan señoronas frescolinas en las playas -le dijo mi madre.
Y mi tía:
-A vacas viejas, pasto tierno.
En todo caso, si ésa era la cosa, no las preocupaba; la inquietud venía de no
saber nada. Jaime, a su vez, había llegado a la conclusión de que era mejor no
hacerme preguntas sobre mi chiquilla.
-Ya llegará el momento en que me la presentarás -me dijo una tarde-; será
cuando tú quieras, no te insistiré y callado el loro.
Pero de vez en cuando insinuaba que saliéramos juntos los cuatro, pero ahora
con ella; yo no le había comunicado siquiera su nombre.
El campamento Vida Sana quedaba lejos, en el medio de la cintura de la bahía,
en el sector de Loncura, pero las caminatas de ida y vuelta eran parte del atractivo de
la Gran Fogata. Por las arenas de la playa avanzaban festivos los grupos, abrazadas las
parejas, mirando hacia el mar, al que la luna llena proporcionaba una piel metálica.
Francisca venía muy abrigada con gorro de lana y manta de Castilla, y yo, con
casaca de cuero. Sentíamos también el calor de nuestros cuerpos muy juntos y la
calidez de nuestras manos entrelazadas en puñito bajo la manta.
Cuando entramos al recinto, nos ubicamos en la gradería más baja, muy cerca
de la vía de ingreso; para cumplir con la palabra dada y poder así salir del lugar mucho
antes del término de la función. Algunos jóvenes estaban incitándole con chamizos el
fuego a los troncos, y de la barraquita emergían fugaces chispas como de un arbitrario
surtidor.
El lugar se fue llenando hasta quedar repleto de gente. Como Francisca y yo
estábamos en la primera fila, muy pronto sentimos el calor de la pira que ahora
iluminaba todo el entorno, a la muchedumbre del anfiteatro y, más atrás y hacia
arriba, el follaje del bosque de Loncura. De vez en cuando nos llegaba un envión de
humo de la hoguera, que nos hacía lagrimear. Las lenguas de fuego flameaban con
variable plenitud, encendiendo y graduando el verde de los ojos de Francisca.
El primer número le correspondió a una muchacha que, acompañándose de su
guitarra, interpretó el bolero Nosotros. Su voz, ligeramente ronquita, le infundía una
contagiosa emotividad a la letra que, entonces, empezó a ser cantada también por
todo el público.
Nosotros, que del amor hicimos un sol maravilloso, romance tan divino,
nosotros, que nos queremos tanto,
debemos separarnos, no me preguntes más, no es falta de cariño,
te quiero con el alma...
te juro que te adoro y en nombre de este amor, y por tu bien, te digo adiós...
En el último verso a Francisca se le ahogó la voz.
-Es tan triste -dijo-, me da tanta pena.
Y se me acurrucó.
Luego la muchacha cantó una alegre canción napolitana que, aquí y allá
requería el voceo de los estribillos y las palmas de la concurrencia. Francisca se sacó la
manta y la gorra, su cabellera se derramó hacia un lado y el otro, al compás de esa
música briosa; llevaba un suéter rojo y su figura alta se distinguía entre los que nos encontrábamos en el bajo de las graderías. Entonces yo los vi a ellos y ellos nos
vieron. Allá, arriba, al fondo, estaban Jaime, Patricia, un muchacho y el Colorín. Me
saludaron agitando los brazos.
-¿Quiénes son? -me preguntó Francisca.
-Es Jaime con unas amigas.
-¿Jaime?
-Sí.
-¿Jaime?
-Sí, mi amigo que está en mi casa, del que te he hablado más de alguna vez.
Francisca dejó de mecerse al ritmo de la música.
-Se me olvidó.
Noté la profunda tristeza de su voz. Se sentó. La abracé.
-No importa, Francisca, de veras no tiene importancia.
-Si importa -dijo, y agregó-: quiero irme.