VIII
LA NOCHE VENECIANA
Las celebraciones quinteranas llegaban a su término.
Ese fin de semana tenían lugar las dos últimas festividades que eran, también,
las más esperadas por los veraneantes. El viernes, la Noche Veneciana en la Playa del
Durazno; y el sábado, la gran velada en el Yachting Hotel, que incluía la coronación de
la reina. Francisca quería asistir a ambas y su madre no iba a oponerse.
La Noche Veneciana fue amorosamente plácida para nosotros. Llevamos un
grueso chalón y nos sentamos en la explanada que hace de contrafuerte de la playa.
Por los parlantes se emitía música de moda, de la romántica, puesto que las piezas
agitadas habrían roto el hechizo del festejo. Las embarcaciones adornadas con
guirnaldas encendieron, de pronto y muy concertadamente, sus farolitos; algunas los
llevaban en hilera desde el mástil hasta proa y popa, dibujando así un velamen
luminoso que se recortaba en la oscuridad, proyectando sobre las aguas inquietas,
reverberaciones.
Cuando la cadena de múltiples fuegos artificiales centelleó allá en el muelle y
salieron disparados al cielo los cometas y estrellas fulgurantes y fugaces, miré a
Francisca. Al ver el asombro de sus ojos maravillados y el invariable candor de su
sonrisa, sentí que me inundaba de ternura; apreté mi cuerpo al suyo y nos dimos un
beso largo, largo: fue el más duradero que nos dimos nunca.
Nos interrumpió una voz que desde los parlantes invitaba a presenciar el arribo
de los españoles a la costa americana.
-¡Mira, mira! -exclamó Francisca. El simulacro que se estaba representando la
llenó de júbilo y desasosiego; parecía creer en él como algo verdadero.
De la más garbosa de todas las embarcaciones transbordaron a un bote a tres
conquistadores con sus armaduras de papel plateado, grandes espadas que
resplandecían y una cruz, mientras desde la playa los acechaba, tiritando de frío, una
docena de jóvenes con las caras pintadas y el torso desnudo.
Terminada la función, algunos muchachos encendieron fogatas en la playa y los
espectadores se acercaban a una u otra para sentarse en círculo, convocados por el
calor y la luz del fuego, y por el deseo de continuar juntos, de quedarse ahí las parejas
cantando y acaramelándose. Divisé a Jaime y Patricia en el gentío.
-Tenemos que irnos -me dijo Francisca.
Asentí; nos convenía no demoramos y así asegurar el permiso para la noche
siguiente.
-¿Sabes, Alex...?
-Dime, Francisca.
-Yo conozco el cuento de Cenicienta; me gusta mucho, ¿y a ti?
-A mí también.
-Yo, yo tengo que llegar siempre a casa antes de medianoche, como Cenicienta,
¿te acuerdas?
-Sí, Francisca.
La abracé por la cintura y nos encaminamos hacia la salida de la Playa del
Durazno. Mañana iríamos a la gran velada; con ella se cerraba la semana quinterana.
Después de esa celebración se abría para mí, para nosotros, un tiempo distinto,
impreciso; aunque no tan insospechado en realidad. Yo no quería ver lo que se
pronunciaba para el inmediato porvenir, pero lo principal lo sabía: Francisca iba a
partir de un momento a otro, su padre la vendría a buscar cualquiera de los próximos
días. Pero yo trataba de echarme tierra a los ojos, de asirme a la cotidianeidad, de
manera de no pensar, de no afrontar reflexivamente lo que se venía encima, porque
¿qué sentido tendría desesperarse ante lo inevitable? Pero la inquietud minaba igual.
No dependía de mi voluntad, eso era lo peor. Pronto nada obedecería a mis deseos,
salvo que... Sí, salvo que yo la siguiera, salvo que me fuera tras de ella. Pero, ¿sería
eso posible? Estaba a la vista que los padres de Francisca habían permitido la
existencia de nuestra relación; que en el fondo la toleraron controladamente también,
porque ellos sabían el exacto advenimiento del plazo. El plazo. ¿Cuántos días nos
quedaban? Tres, cuatro... A lo más una semana. ¿Y después? Ése era el vacío, ése era
el vidrio empañado que me dejaba frente a mi propia soledad; sentía ese porvenir
como un encierro y me sofocaba íntimamente la sola idea de despertar una mañana y
saber que ella ya no estaría esperándome en la playa de la caleta.
¿Y si la seguía? ¿En qué iba a convertirme...? ¿Estaba dispuesto a ir de pueblo
en pueblo, de villorrio en villorrio, tras la caravana de un circo pobre, como un obseso?
-Es de disfraces.
Volví a la realidad al oír su voz.
-¿Qué dices, Francisca?
-Que el baile de mañana, el de la gran velada, es de disfraces.
-Ah, sí, claro. Pero no es obligatoria la cosa, uno puede ir como quiera.
-Yo tengo vestidos muy bonitos.
-¿Sí?
Sí, Alex, del circo, cuando yo hago mi entrada en la función soy igual a una
reina, por eso tengo trajes muy lindos. ¡Ay, Alex, te gustarían tanto mis trajes!
Mañana me pondré uno.
-Yo iré únicamente con antifaz.
-Yo también llevaré antifaz.
El Hotel Yachting disponía de varias condiciones que lo convertían en el más
apropiado para efectuar la gran velada: un vasto salón techado, con puertas ventanas
que lo unían a la vez que lo separaban de la famosa terraza donde por las tardes se
juntaba la juventud a bailar, un bar de barra larga y disposición de mesas, un patio de
gravilla y un jardín, ambos amurallados. La construcción de piedra del Yachting,
montada a pique cortado sobre el cerro costanero bajo el cual se extendía la Playa del
Papagayo, era un recinto convenientemente aislado, lo que resultaba del todo
necesario en circunstancias como aquella, en que el valor de las entradas infundía en
muchos jóvenes el irrefrenable ánimo de colarse. Tanto en el salón como en el bar,
patio y jardín, se ubicaban las mesas; sólo la terraza quedaría despejada y en reserva
para el baile. Sabiendo por experiencia de años anteriores que el número de mesas no
iba a alcanzar para todos, y tomando en cuenta que Francisca debería llegar temprano
a su casa, la pasé a buscar con anticipación.
Cuando me aprestaba a salir, me detuve al ver a Jaime, muy concentrado
frente al espejo del comedor, tiñéndose la cara con un corcho quemado. Ya tenía la
barba espesamente negra y las emprendía con las patillas; sobre la mesa esperaban el
pañuelo y el parche de ojo.
-¿Ya te vas, Alex?
-Quiero agarrar mesa, hombre.
-Sale harto más caro -opinó sin despegar la vista de su faena.
-Me queda plata y es la última fiesta -le contesté.
-Eso es cierto. Oye, recibí carta de mis viejos, nos esperan en el campo el
primero de febrero, como todos los años. No te has olvidado, ¿verdad?
-Claro que no.
-Es que como te veo tan embalado con tu chiquilla, te digo no más.
En ese momento entró al comedor mi madre, trayéndome un sombrero de
tongo.
-Toma -me dijo-, te viene bien con la pinta formal que llevas, hasta parecerás
disfrazado de dandy si vas con antifaz, ¿s? Mejor todavía, pues, hijo.
Se lo agradecí y al punto me lo encajé; me quedab un poco grande. Mi madre
sonrió y subió al segundo piso.
-Pareces un profesor Corales de circo pobre –estimó Jaime.
-Por ahí anda la cosa -no me aguanté.
-¿Qué?
-Nada, hombre, nada.
-Oye, Alex, nos juntaremos en el Yachting, aunque sea por un rato, ¿no es
cierto?
-Está bien.
-¡Cómo que está bien!
-Bueno, qué quieres que te diga.
-No espero que saltes de contento, pero te pasas de esquivo, hombre. No se te
ve en todo el día y cuando apareces por ahí, de pronto ya no estás. ¿Qué diablos pasa
con tu chiquilla?, ¿es un ectoplasma?
-Puede ser.
-Y puede ser harto contagiosa.
-Entonces no te acerques esta noche a nosotros, mira que podemos
evanescemos toditos de un viaje.
-Ya, déjate de tonterías, Alex, ándate no más.
Mientras me dirigía a la casa de Francisca, recordé las palabras de Jaime al
inicio del diálogo y tomé conciencia de que en una semana más, de acuerdo a nuestra
costumbre, debería irme con él a Monte Patria. Lo hacíamos así todos los años tan
pronto llegaba febrero, pero en esa ocasión me había olvidado de ello; simplemente,
no pensé en el asunto. Ahora un sentimiento de rebeldía empezó a crecer dentro de
mí. La incorporación de Francisca al circo de su padre la arrebataría de mi lado; su
partida era inevitable, no estaba en mi arbitrio hacer algo contra eso. Pero muy otra
cosa era acompañar a Jaime al campo nortino. No iría. Nadie iba a obligarme. Los de
mi casa se extrañarían harto más que bastante, dejando de manifiesto su
discrepancia; pero, fuera de eso, qué. A Jaime mi deserción de seguro no le
asombraría. Estimaría que estaba en absoluta concordancia con mi conducta durante la
mayor parte del mes de enero, es decir, desde el paseo a la Cueva del Pirata en que
encontré a Francisca en la playa de la caleta, y le hablé por primera vez y la conocí.
Pero, ¿qué ganaba yo con quedarme en Quintero? Un Quintero para mí
desolado si Francisca se iba antes de fines de mes. Yo lo intuía, ya casi lo sabía:
ganaba un tiempo, un espacio para que la idea larvaria que me estaba bullendo adentro tomara cuerpo, se desarrollara hasta convertirse en la única decisión
consecuente con mis deseos.
-¡Qué elegante! -exclamó la madre de Francisca, haciéndome pasar a la salita.
-Toma asiento -agregó-, la niña ya estará lista. Vienes bien adelantado,
¿verdad?
Le expliqué que era por la escasez de mesas.
-Ah, ya, la gran velada. Me lo imagino, un lleno total, y a todos se les acaba la
semana quinterana, ¿no es así?
-Bueno, sí.
-¿Eligen a la reina esta noche?
-Sí, señora.
-¿Y cuál es tu candidata?
-Ninguna, no las conozco a todas.
-Pero entre las que sí conoces habrá más de alguna nadita de fea.
-No me gusta ninguna.
La señora se había sentado en un sillón frente a mí y me miraba con un dejo de
simpatía. Reparé en ello por que su actitud hacia mí había sido invariablemente neu
tra, como si nunca dejara de controlar sus expresiones, de evitar que afloraran con
libertad.
-Esta es la última noche que saldrás con mi hija, Alex.
-Así es, señora.
-Y sabrás que a mediados de la próxima semana vendrá su padre a buscarla,
¿verdad?
-Sí, pero no lo sabía tan exactamente.
-Hay algo que me gustaría decirte, Alex, y lo haré ahora porque no sé si
tendremos otra oportunidad de estar un rato a solas.
Se inclinó hacia adelante.
-Te estoy muy agradecida, has sido muy bueno con ella y...
La interrumpí:
-No tiene usted nada que agradecer, señora, por favor.
Se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. Después de un
lapso volvió a hablar:
-Una última cosa, Alex. -Me miró nuevamente con afecto-. Se me acaba de
ocurrir que a lo mejor te gustaría tener una de mis piezas de artesanía.
-Sí, claro que sí.
Y ¿qué prefieres? ¿Una figura de cacho de buey, de colmillo de lobo, de hueso
o una espada de albacora?
-La espada, señora.
-Bien, pues. Puedes venir a buscarla cuando quieras, una vez que se haya ido la
niña.
-Muchas gracias señora, es un regalo muy bonito.
Entonces hizo su aparición Francisca.
Fue de veras una aparición. Tenía puesta una capa corta, apenas algo más que
una esclavina de terciopelo azul marino con forro celeste; se veía este reverso porque
por un lado se apegaba la capa, plegándose como al desgaire sobre un hombro. Al
cuerpo y desde el cuello lo ceñía una malla brillante de lentejuelas amarillas, una
apretada, elástica, virtual funda de escamas doradas que a la altura de los tobillos
insinuaba con un falso la forma de aleta de una sirena, de tal modo que sus zapatillas
se escondían en el embozo de ese artificio. Una horquilla de hueso, grande y curva, le
prendía al paso el torrente de la cabellera, enviándoselo por un solo lado hacia
adelante para derramarlo sobre el pecho y hasta la cintura. Recordé su imagen sobre
la lancha. Tragué saliva. Descontando la capa, había allí un ser prodigiosamente
desnudo, una creatura de ensueño. Por las ojaladuras de su antifaz de oro, que cubría
su rostro hasta la barbilla, vi que me estaba mirando fijamente, atenta a mi reacción.
Me puse de pie y la tomé de las manos:
-¡Dios mío, que estás linda, Francisca!
-¿Verdad que no habrá ninguna más bonita que ella esta noche? -dijo la señora.
-Si te sacas el antifaz vas a matar de envidia a la reina -opiné.
-¿Cuál reina? -preguntó ella.
-Eligen una reina, tú sabes, niña -le informó su madre.
-Y a nosotros qué nos importa. Vamos, Alex, vamos. Se acercó a su madre y le
estampó un par de sonoros besos en la cara. Yo me despedí con una inclinación de
cabeza.