EPÍLOGO
Pero volví a verla una vez más.
Habían transcurrido años.
Una tarde mis hijos Luz y Pablo me pidieron que los llevara a un circo que
apareció como sólo lo hacen los circos, de la noche a la mañana. Estaba ahí en un sitio
vasto, abierto y plano del área precordillerana recién urbanizada donde vivíamos. Ellos
lo vieron al regresar del colegio y yo lo divisé desde mi automóvil, al volver del
consultorio.
Yo no había querido nunca más acercarme a circo alguno, aunque debo admitir
que en un sentido esto no es cierto. Fueron muchísimas las ocasiones en que quise -¡y
cómo lo quise!- entrar a un circo. Pero, a la vez no. Acaso la mejor manera de decirlo
es que pude evitarlo, que fui capaz de vencer el poderoso impulso. Sí, ésa es la
verdad.
Debo también confesar ahora que el sentimiento que Francisca fecundó en mí
ese verano subsistió por un largo, largo tiempo con la misma tenacidad de su singular
naturaleza. Iba a costarme mucho reintegrarme a la normalidad. Todo aquel año lo viví
a medias; yo no estaba entero en nada ni con nadie. Saqué adelante ése mi último año
de colegio, quizá tan sólo porque el estudio, aumentado por la preparación del
bachillerato, me proporcionó un alto grado de enajenación.
Cuando llegó otra vez el verano me negué a ir a Quintero. No habría podido
soportarlo. Nos fuimos con Jaime durante enero y febrero a su tierra nortina de Monte
Patria. Al regresar entré a la universidad.
A fines de marzo llegó a mi casa y a mi nombre una encomienda; era una
espada de albacora con empuñadura de cacho de buey, bellamente labrada. Habían
transcurrido doce meses desde que yo dejara a Francisca dormida en su tienda del
circo aquella noche... y me temblaron las manos cuando coloqué la espada en un alto
anaquel de mi estante.
Después las exigencias tan severas del primer año de universidad lograron
concentrarme en el estudio que, nuevamente, me ayudó. Pero ahí seguía estando yo,
al borde de los veinte, aún tan profundamente alterado. Ya no era yo un adolescente, sin embargo... Pero volvamos al reencuentro. Nos sentamos con mis hijos en platea,
casi al borde mismo de la pista. Ese circo, a diferencia del Metrogoldin, era de los
grandes, de manera que tenía su propia orquesta, la que de pronto irrumpió con los
sones de la marcha Bandera estriada.
Era ella. Entró encabezando la fila de artistas. No puedo describir lo que sentí al
verla, me resultaría del todo imposible, así pueden ser de portentosamente pobres las
palabras ante los sentimientos, así de estériles para reproducir, a veces, algunas veces