13- epilogo

37 1 0
                                    

EPÍLOGO


Pero volví a verla una vez más.


Habían transcurrido años.


Una tarde mis hijos Luz y Pablo me pidieron que los llevara a un circo que


apareció como sólo lo hacen los circos, de la noche a la mañana. Estaba ahí en un sitio


vasto, abierto y plano del área precordillerana recién urbanizada donde vivíamos. Ellos


lo vieron al regresar del colegio y yo lo divisé desde mi automóvil, al volver del


consultorio.


Yo no había querido nunca más acercarme a circo alguno, aunque debo admitir


que en un sentido esto no es cierto. Fueron muchísimas las ocasiones en que quise -¡y


cómo lo quise!- entrar a un circo. Pero, a la vez no. Acaso la mejor manera de decirlo


es que pude evitarlo, que fui capaz de vencer el poderoso impulso. Sí, ésa es la


verdad.


Debo también confesar ahora que el sentimiento que Francisca fecundó en mí


ese verano subsistió por un largo, largo tiempo con la misma tenacidad de su singular


naturaleza. Iba a costarme mucho reintegrarme a la normalidad. Todo aquel año lo viví


a medias; yo no estaba entero en nada ni con nadie. Saqué adelante ése mi último año


de colegio, quizá tan sólo porque el estudio, aumentado por la preparación del


bachillerato, me proporcionó un alto grado de enajenación.


Cuando llegó otra vez el verano me negué a ir a Quintero. No habría podido


soportarlo. Nos fuimos con Jaime durante enero y febrero a su tierra nortina de Monte


Patria. Al regresar entré a la universidad.


A fines de marzo llegó a mi casa y a mi nombre una encomienda; era una


espada de albacora con empuñadura de cacho de buey, bellamente labrada. Habían


transcurrido doce meses desde que yo dejara a Francisca dormida en su tienda del


circo aquella noche... y me temblaron las manos cuando coloqué la espada en un alto


anaquel de mi estante.


Después las exigencias tan severas del primer año de universidad lograron


concentrarme en el estudio que, nuevamente, me ayudó. Pero ahí seguía estando yo,


al borde de los veinte, aún tan profundamente alterado. Ya no era yo un adolescente, sin embargo... Pero volvamos al reencuentro. Nos sentamos con mis hijos en platea,


casi al borde mismo de la pista. Ese circo, a diferencia del Metrogoldin, era de los


grandes, de manera que tenía su propia orquesta, la que de pronto irrumpió con los


sones de la marcha Bandera estriada.


Era ella. Entró encabezando la fila de artistas. No puedo describir lo que sentí al


verla, me resultaría del todo imposible, así pueden ser de portentosamente pobres las


palabras ante los sentimientos, así de estériles para reproducir, a veces, algunas veces

Francisca Yo te AmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora