HACIA FRANCISCA EN EL CIRCO
Al otro día, después de almuerzo, partimos con Jaime en el bus. Yo me bajaría
en Concón mientras él continuaba a Santiago para pasar allí la noche y viajar al día
siguiente al norte. Mi amigo me aseguró que en Santiago actuaría con la mayor
cautela. En el hecho, el riesgo se presentaba en aquella única noche; mi padre, al ver
que yo no llegaba a mi casa, podría querer, cuanto menos, hablar conmigo por
teléfono para tener noticias de mi madre y también para entregarme, de paso, algún
dinero. Decidimos con Jaime que lo más apropiado era que él desconectara su teléfono
tan pronto llegase a su casa. Aun así existía la posibilidad de que mi padre resolviera
hacerse presente, pero esto no era muy probable, porque él ignoraba la fecha exacta
en que yo pasaría por Santiago. Lo que sí tenía yo por seguro era que, antes de un par
de semanas, como máximo, mi padre se pondría en contacto para tener noticias y ahí
mi ausencia iba a quedar al descubierto.
-Se va a desesperar -me dijo Jaime- y yo voy a recibir el bolo de nieve en
Monte Patria.
-No sé -le contesté, sabiendo que sí, que las cosas serían tal cual él las
presumía.
Intercambiamos algunas ideas para dar con una solución, pero no encontramos
ninguna.
-No te preocupes -le dije-, para entonces algo se me tiene que ocurrir.
-¡Ah, ya! Con eso me quedo muy tranquilo. ¿Qué te parece si le digo que su
hijo anda por los pueblos trabajando de tony? Qué cómico lo hallaría, ¿no?
-Mi padre es muy comprensivo y...
-¡Vaya, cómo va a necesitar serlo ahora! ¡Ya te quiero ver!
A medida que nos aproximábamos al balneario de Concón empecé a sentir un
desasosiego creciente. Jaime se dio cuenta y me prestó ánimo con su sentido del
humor.
Cuando el bus entró en la balsa que nos trasladaba al otro lado del río
Aconcagua, divisamos el circo. Lo habían levantado muy cerca de la ribera, en un
sector popular que venía a continuación de las residencias del balneario.
-Te llegó la hora, cabrito.
Asentí.
Todavía te puedes arrepentir, Alex.
-No, me quedo aquí.
Jaime me miró sonriendo:
-Como diría mi abuelita: no lo veo muy alentadito, mijito.
-¿Sabes una cosa, Jaime?
-Di no más.
-Me siento como la primera vez que fui a clases, como el primer día de colegio,
guardando las diferencias.
-Sí, más vale que guardemos esas diferencias; mira que no me imagino
respondiéndole a tu padre: ¿Sabe, don Pablo? Fíjese que Alex se quedó por ahí, en un
kinder.
Jaime soltó la carcajada y me contagió, sacudiéndome un tanto el nerviosismo.
La balsa atracó y, una vez que el bus estuvo en tierra firme, los pasajeros, que
para disfrutar del paisaje se habían bajado, volvieron a abordarlo.
Antes de subir, Jaime me dijo:
-Te voy a decir qué es lo que más me gusta de tu aventura.
-Sí, dime.
-Que tu chiquilla te haya puesto el mundo tan pero tan patas p'arriba. Buena
suerte, hombre.
Y ahí iba yo, a paso lento con mi pesada maleta.
Cercanas a la carpa había dos tiendas y, algo más allá, un par de camiones; a
uno lo reconocí como aquel en que su padre fue a buscar a Francisca a Quintero; el
otro se le asemejaba por lo viejo e igualmente pintarrajeado. En sus bandejones de
carga habían acondicionado lonas a modo de techo, de manera que los utilizaban
también como habitaciones. Entre las tiendas y en tomo a una mesa rectangular muy
larga se notaba el ajetreo de varias personas, en particular mujeres. Vi un par de
niños; el más chico, un rubio pajizo, fue el primero en advertir mi presencia. Se vino
corriendo hacia mí y se detuvo a un paso de distancia.
-¡Hola! -dijo-. Tú eres el amigo de la Chisca, ¿no?
Esa espontaneidad del niño me puso al tanto de que para nadie allí sería una
sorpresa mi aparición. En efecto, al poco rato era saludado con cordial naturalidad por
hombres y mujeres, con la sola excepción del primo, que se limitó a alzar una ceja.
El padre de Francisca salió de una de las tiendas y se allegó a la mesa con esa
parsimonia que no parecía abandonarlo nunca.
Qué tal, muchacho. A ver, lo primero es lo primero, te voy a presentar a la
familia.
Los fue nombrando uno por uno y cada cual me dedicaba una inclinación de
cabeza. Por la reiteración de los apellidos me di cuenta de que ésa era realmente una
familia; mejor dicho, un grupo familiar con dos entronques: uno integrado por
parientes de la madre de Francisca y otro al que pertenecían personas ligadas
consanguineamente a su padre. Las edades oscilaban de los veinte a los cuarenta y
algo más. El padre de Francisca, a quien todos trataban con respeto de "don Juan", era
el mayor. Como habría de constatarlo en los días por venir, esa gente estaba unida por
un vínculo en que se combinaban el afecto y el oficio de una manera sólidamente
armoniosa. Las diferencias que emergían entre ellos eran resueltas por un imperio de
jerarquía implícito, que impedía la consolidación de desavenencias serias o duraderas.
No obstante el preciosismo de sus disciplinas, había algo de primitivo en su forma de
trabajar, divertirse y amar. Esa gente convivía. Supieron siempre que yo no iba a ser
uno de ellos, pero aparentaron el ensamble y me hicieron más llevadera mi extraña
circunstancia. Muy probablemente, algunos de ellos, los menos, no estaban de acuerdo
con la forma en que los padres de Francisca habían encarado la entera situación, pero
no me lo enrostraron ni con un matiz, salvo, por cierto, el primo.
-Aquí todos tienen que pagar su porotada, muchacho; así es la cosa porque en
el circo la olla la paramos entre todos.
-Sí, sí, señor.
-Sí, sí, dices, a ver cómo te las arreglas en el quiosco. Eso es, ahí estará tu
tarea, para empezar.
-¿El quiosco?
-Sí, muchacho, tenemos uno adentro de la carpa y a ti te va a tocar atenderlo,
vender durante la función y los intermedios bebidas, helados, café, barquillos. ¿Qué te
va pareciendo?
-Está bien.
-Y por la noche vas a dormir en el mismo quiosco, es abrigado, harto aserrín en
el piso.
-¡Alex, Alex!
Era ella. Francisca bajaba de la tienda armada en uno de los camiones y venía
hacia mí, radiante con su sonrisa que me calmó, me inundó y me dispuso.