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VI
EL AMOR DE FRANCISCA
De esa tarde en adelante no dejé de ver a Francisca ni un solo día.
Yo no conocía la fecha en que ella tendría que irse, pero estaba ahí, al acecho,
siempre. Francisca aceptaba su partida, sin relacionarla todavía con separación alguna,
como parecía acogerlo todo: con el consentimiento llano de quien percibe la existencia
regida por un determinismo natural; ni siquiera inexorable, pues ello habría implicado
reconocerse vencida por un destino indolente. Para Francisca las cosas eran, estaban
así, se vivía de este modo y no cabía en su ánimo ni en su mente el propósito de
escrutar las cosas, menos aún de proponerse la faena de cambiarlas. Ahora éramos
felices.
-Somos felices, ¿verdad? -me preguntaba, no porque anidara la más mínima
duda, sino sólo para escuchar mi confirmación.
-Sí, Francisca.
-Bésame.
Y ese beso era la entera dicha para ella. Yo no podía librarme, entre otras
inquietudes, de la conciencia del tiempo que transcurría y del vacío más allá del
presente. Francisca usaba algunas palabras sin atender a su sentido, sin reparar en lo
inadecuadas que podían ser respecto de nuestra situación.
-Yo te querré siempre -decía-. ¿Y tú?
Yo asentía en silencio.
-Dímelo, dime que siempre me amarás.
-Siempre te amaré, Francisca.
Para ella el único mañana que valía era el del día siguiente, y el vislumbre de
éste sólo surgía al momento de despedirnos.
-¿Vendrás mañana?
-Sí, Francisca.
-Qué bueno, qué bueno. Me haces tan feliz, Alex.
Era como si le hubiera dicho "vendré siempre".
En la mañana bajábamos a la playa. Jugábamos y nos hacíamos cariño. Ella se
escondía detrás de las rocas y los botes. Reaparecía para que hiciéramos cerros de
arena a los que socavábamos para preparar la chimenea del horno, y hoyos profundos donde Francisca se enterraba hasta la cintura y, a veces, claro, con trampita, hincada,
hasta el cuello. Con palitos de fósforos trazábamos la cruz del juego del gato y
después, aplanando la arena, nos escribíamos breves frases de amor. Entrábamos al
mar y como ella ya estaba al tanto de mi ineptitud para soportar la inmersión total, se
abstenía de hacerme pasar un mal rato y nadaba junto a mí, apegándoseme sin alterar
mi flotación.
Íbamos siempre a la playa de la caleta, lo cual proporcionaba cierta tranquilidad
a la madre de Francisca.
-Estarán por aquí cerca, ¿verdad?
-Sí, señora.
-Ah, qué bueno, Alex; si sienten hambre, suban a buscar una fruta que sea.
-Gracias, señora.
No la descubrí nunca vigilándonos, a pesar de que en varias oportunidades miré
de improviso hacia los ventanales de la casa. Quizá nos observaba con disimulo por los
visillos. Quizá no. Tal vez interrogaría a Francisca por la noche, antes de acostarse, o
cuando estaban por quedarse dormidas. Nunca lo supe. Pero aquello era posible.
Muy de vez en cuando llegaban veraneantes a esa caleta. Cuando ello ocurría,
era sólo de paso. El acceso por la costanera oponía muchos obstáculos y el sendero
escalonado del cerro, por donde Francisca y yo bajábamos cada mañana, era
desconocido, salvo para los pocos habitantes que vivían en los alrededores.
La caleta nos pertenecía...
Ahora estoy con un antebrazo tapándome los ojos, protegiéndome de la rudeza
del sol de mediodía, pero alcanzo a ver que Francisca se incorpora un tanto. Lo
primero que me llega de ella es su cabellera sobre mi cara. Después sus labios, y su
voz:
-Te quiero, Alex, te quiero.
Su sonrisa se acentúa. ¡Cómo amo su sonrisa! Fue lo que me encantó al
principio y es lo que me sigue seduciendo, y como no deja de sonreír jamás, jamás se
corta el hilo del que pende el hechizo.
-Me gustas, Alex, me gustas.
Su voz me viene con una cadencia de murmullo.
Acerco su cabeza a mi pecho, donde la dejo descansar, y aproximo luego la mía
a su cabellera y hundo la cara en ella; ¡ah, si pudiéramos quedarnos así toda la vida!
Me viene a la memoria un poema aprendido en el colegio; le recito una estrofa:
Nadie escoge su amor, nadie el momento, ni el sitio, ni la edad,
ni la persona...
-¿Te gusta, Francisca? -Sí, sí, es muy bonito. -¿Por qué?
-No sé, no sé, no lo entiendo, pero es bonito. Yo te quiero.
Después entramos al mar y nos besamos; mis labios se encuentran con los
suyos en un contacto tibio y frío, y salado a la vez, que también es lo más dulce del
mundo.

Francisca Yo te AmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora