II
LA PRIMERA VISIÓN: EN LA LANCHA
Han transcurrido años desde entonces y las imágenes no son todas tan claras
como desearía. Pero mi memoria registra muchos momentos con precisión y claridad
diáfanas. El tiempo se torna, para esas evocaciones, transparente, y el pasado en esos
tramos se ilumina como si una luz poderosa lo enfocara desde cerca. No me refiero
sólo a los rostros, las situaciones, los lugares y las palabras de la boca, sino también a
aquellos otros lenguajes que el alma descifra en los gestos, las inflexiones de la voz,
los talantes, las miradas y, por cierto, en los silencios...
La primera vez que la vi, ella iba en una lancha de pescadores. Yo nadaba muy
lentamente, de espaldas, desde la Playa del Durazno hacia la Roca de las Gaviotas,
donde me esperaban Marion, su hermana Patricia y Jaime.
Sobre la incisiva proa de la embarcación se destacó, de súbito ante mi vista y
como una aparición entre el mar y el cielo, la estampa de esa muchacha que me
sonreía. Sostenía inmutable la sonrisa en sus labios y me miraba. Estaba viéndola
nítidamente. Yo iba más bien flotando que nadando, apenas impulsándome con el
aleteo de los pies mientras el escaso movimiento de las manos lo destinaba a
mantener mi cabeza y torso sin sumergirse. Esa mañana tenía un sol jubiloso, el cielo
le pertenecía enteramente. La embarcación surcaba las aguas con parsimonia, acunada
por las ondulaciones leves de la bahía; el viento había emigrado la noche anterior y, en
consecuencia, era calma la respiración del mar. No sé cuánto duró el paso de la lancha
al directo alcance de mi vista. Probablemente fue un minuto o un poco más. Cuando
desapareció, me quedé flotando sin hacer esfuerzo alguno por avanzar,
experimentando una sensación inaugural. Y por un lapso también fue como si la
siguiera viendo. Ella tenía el cabello castaño miel, abundante, un haz que continuaba
hasta la cintura por un solo lado; no lo prendía con horquillas ni lo sujetaba ninguna
cinta, caía nada más, apegándose entre el cuello y el hombro con la más natural
sinuosidad. Sus ojos eran grandes, verde esmeralda. Su mirada y su sonrisa tenían un
vínculo de belleza inocente, un candor delicado y complaciente que no había visto yo
jamás antes y un imán, un extraño imán. No me formulé estas reflexiones durante el paso de la desconocida en la barca, no. Viví esos momentos en una especie de umbral
de encantamiento que no dejaba lugar a la razón. Fue más tarde, cuando la vi por
segunda vez, que mi mente especuló sobre esos ojos y esa sonrisa. También procuré,
más adelante, conversar con Jaime sobre el asunto, aunque ya estaba presintiendo la
aspereza de comunicación que iba a suministrarme casi todo lo que se relacionara con
ella.
El caso es que esa mañana la lancha se alejó tan lentamente como había
aparecido. Lo último que me llamó la atención de la muchacha fueron su vestimenta y
su cuerpo. Llevaba una camiseta de algodón, sin mangas, gruesa y ordinaria, de tono
anaranjado, vieja y notoriamente desteñida; una prenda similar a las que yo había
visto en muchos pescadores de la zona. Sus brazos eran largos, fuertes y bronceados,
apoyaba uno sobre el borde de la embarcación y el otro sobre sus rodillas. Como iba
en esa suerte de banquillo alto y triangular que remata en la proa, pude también
distinguir el corto pantalón de mezclilla del que nacían sus muslos firmes y torneados.
En el cuerpo de la muchacha había una consistencia vigorosa, que advertí no sólo en
sus brazos y piernas sino, a la vez, en todo su talante, en su postura, en el
asentamiento de la cabeza, en sus pechos que insinuaban en la camiseta dos anchas
combas levantiscas.
A los remos, y no parecía muy ducho con ellos, iba un hombre mayor, de pelo
corto, parejo y gris. La lancha se distanciaba. Sentí frío. Me puse a nadar de pecho
hacía la Roca de las Gaviotas y gané los treinta metros que me separaban de ella con
apuro; quería entrar en calor y, acaso inconscientemente, regresar a ese aquí y ahora
del que me había enajenado la desconocida.
Un oleaje peligroso embestía la roca con ímpetu irregular, haciendo difícil
abordarla, ya que tenía además una escollera con salientes filudos. Era necesario
allegarse con cautela, a la espera de alguna marea alta y suave que lo condujese a uno
sin violencia. Cuando tal oleaje se produjo, quedé a salvo con medio cuerpo arriba,
sobre la roca; Marion me ofreció su mano y al punto estuve sentado junto a mis
amigos.
-Tienes los labios morados -me dijo Marion.
-Oh, sí, pero ya entraré en calor -le contesté; tiritaba y quería tomar sol un rato
antes de volver al agua.
-No se te quita lo friolento, y es porque eres flaco. Estás más flaco que el año
pasado -me miró con cariño y agregó-: y más crecido, sí, mucho más crecido.
-Pero sigue igualito de ganso -acotó Jaime, enlazando a Patricia por los
hombros.Y tú, igual de fresco -intervino ella-. Ya, suéltame.
-No seas tontita, ¿no vez que es un gesto protector?
Ella se liberó del abrazo con un rápido y esquivo ademán.
-¡Ay, ay, ay! -exclamó Jaime, no sin cierta exasperación-. ¡La intocable!
-Cuando estabas flotando por ahí a medio camino casi me pareció que te habías
quedado dormido -me dijo Marion.
-No, estaba nada más soñando.
-¿Qué dices?
-Nada, Marion, nada.
Esa noche, cuando Jaime estaba a punto de quedarse dormido, decidí contarle
sobre mi visión.
-¿Sabes? -le dije-, en la mañana vi a una chiquilla en la Playa del Durazno.
-¡Una! Había cientos...
-Es que ésta, mira, quiero hablarte de ésta que te digo. ¡Era tan bonita!
-Siempre hay muchas requete buenas en el Durazno, hombre, y nosotros, par
de tarados, perdiendo el tiempo con las hermanitas Cordingley.
-Escúchame, Jaime.
-Sí, dale, pero antes dime: ¿qué se cree Patricia? ¿Que tengo lepra? No le voy a
dar muchas más oportunidades, por algo me parezco a Tirone Power y...
-Jaime.
-Sí, hombre.
-No puedes imaginarte cómo es la niña que vi en la mañana, no podrías tener la
menor idea.
-Ya, ya. ¿Le hablaste?
-No, sólo la vi.
-Pajarón, no tienes remedio.
-Pero es que es muy difícil de explicar; porque...
Hasta ahí no más llegué con la frase; no sería posible comunicarle a Jaime lo
que me había sucedido si ni yo mismo era capaz de comprenderlo. Parece que algo en
el tono de mi voz hizo reaccionar a mi amigo: se incorporó en la cama, encendió la
lámpara del velador y me miró atentamente.
-Vaya, vaya, te tocó de veras, ¿ah? -hablaba en voz baja y con repentina
seriedad, cosa que agradecí para mis adentros.
Podríamos estar ante un caso flagrante de amor a primera vista -continuó-.
Mañana la verás otra vez y le hablaremos.
-Supónte que no la encontremos.
-Nadie se hace humo aquí, hombre, todo el mundo anda por las mismas partes,
todos se encuentran y reencuentran.
Jaime tenía razón. Pero no en este caso. No vi al día siguiente a mi
desconocida. Ni al subsiguiente. Y su imagen arraigada en mi mente no abandonaba su
lugar; por el contrario, crecía allí, nutriendo mis deseos de volver a verla.
Mi amigo empezó a fatigarse con lo que llamaba mi obsesión.
-Eso es lo que es, hombre, una obsesión paranoica, una fijación muy enfermiza.
-Dijiste que podría ser amor a primera vista, según recuerdo -me defendí.
-¡Ah, no! Ya no pienso eso, he cambiado el diagnóstico. ¿Sabes por qué?
Escucha, el amor a primera vista es recíproco, siempre agarra a la pareja, a los dos
por igual, y esta chiquilla, si es que existe y no es una alucinación tuya, no hace nada
por dejarse ver otra vez, no le pone ni pizca de empeño, lo cual indica que tú le
importas un reverendo cuete.
Asentí en silencio. Yo había conseguido con mi amigo que anduviéramos esos
días de un lado para otro, con cualquier pretexto, procurando así que se produjese mi
ansiado reencuentro. Patiperreamos por todas las playas desde la costanera que nace
en el Durazno. Desde el Papagayo hasta más allá de la Puntilla de Sanfuentes, por las
rocas y los cerros, fuimos a las dunas y a los bosques de Loncura, y caminamos entero
el arco que va desde la Base Aérea hasta el balneario de Ventanas, al otro extremo de
la bahía. Al atardecer estuvimos los primeros en la terraza del Yachting, cuando no en
la nueva boite El Caleuche, y también recorrimos los juegos frente a la estación. Y
nada. Mi desconocida parecía haberse esfumado de Quintero.
A casi todos los paseos íbamos con las hermanas Cordingley. Ellas no se
explicaban esta desatada compulsión turística nuestra, pero no ponían objeciones;
eran atléticas las Cordingley, de otro modo nos habrían parado el carro qué rato.
Patricia estaba algo más permisiva con Jaime, lo cual jugó en mi contra porque mi
amigo quiso ya jornadas más quietas.
-Las tenemos a punto a estas hermanitas, hombre, cortémosla con tu pesquisa
andariega, pongámonos sedentarios. Mira que nadie puede atracar el bote con tanto
movimiento.
-Sólo nos queda un sitio donde no hemos ido -argumenté.
-¡Córtala!
-Uno solo, Jaime.Bueno, bueno...
-Pero está un pocón lejos.
-Ya, dale.
-Horcones.
-¡Horcones! Estás loco, Alex, ahí hay puros pescadores. Es una caleta, tú sabes,
y tendríamos que arrendar caballos para llegar allí.
-A las Cordingley les encantaría el paseo.
-Basta -me miró fijamente-. A ver, a ver, hombre. ¿No será tu chiquilla hija de
pescadores?- Como no le respondiera, insistió: -Sí o no.
-Podría ser -le dije-, podría ser.
Entre resignado y comprensivo, Jaime asintió.
-Está bien -dijo-, iremos. Pero no iba a ser necesario..-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-