LA SEGUNDA VISIÓN: EN EL CASINO
Esa noche cenamos más temprano que de costumbre en casa. Mi madre había
preparado una paella a la chilena que estaba de desollarse los dedos. Bendito guiso
que tiene en común con todas las paellas el no esperar: hay que comerlo a punto y el
punto lo pone él.
Jaime y yo estábamos gareteados para esa noche porque el papá de las
Cordingley había llegado de Santiago ese mismo día en la tarde, lo cual suscitó en
nosotros la generosidad de cederle la compañía de sus hijas.
-Han estado ustedes muy flojones este año para la pesca y el marisqueo -hizo
notar la tía Olga-. Hemos tenido que comprar todos los ingredientes de la paella; no
nos han traído siquiera un par de locos o machas.
-Es que estamos dedicados a pescas mayores -saltó Jaime.
-No me cabe duda -opinó mi madre-, y parece que es en familia la cosa.
-Ah, claro, ya me lo había imaginado yo -intercaló la tía-; pero digan quién es
de quién.
-Las intercambiamos para no aburrimos -saltó Jaime con una carcajada
contagiosa.
Después del postre, Jaime me llamó a un lado y me dijo en voz baja:
-Tenemos que conversar, y como estas señoras están un poco intrusas y uno
tiene que ser respetuoso, más vale que nos vayamos a otra parte.
Estuve de acuerdo.
-Vamos a un lugar diferente, donde no nos topemos con gente conocida; pienso
en el casino del Papagayo.Una buena ocurrencia. Ese casino era un establecimiento que tenía su especie
de doble vida. Durante el día funcionaba como restaurante, vendiendo al mesón
bebidas, helados y empanadas de mariscos para la muchachada mientras los mayores
se sentaban a jugar a los dados o a las cartas, tomando pisco sour o vainas
ajerezadas.
Alrededor de las diez de la noche el lugar experimentaba una transfiguración:
adquiría aires de ordinaria quinta de recreo. Se reunían allí a beber, comer y bailar
grupos diversos integrados por pescadores, empleadas domésticas, reclutas de la Base
Aérea y de la Gobernación del puerto, mozas de comercio, trabajadores, hombres que
llegaban sin pareja y muchachas con las que era posible poner fin a esa situación. Y
también gente de trigos no muy limpios; sí, era un sitio donde concurrían tanto
sencillas familias en plan de alegre celebración como torvos contrabandistas y una que
otra prostituta.
Cerca de la medianoche el casino del Papagayo despedía olores de fritanga y
vinos ácidos. Su interior, conformado por una sola gran galería vidriada, tenía por
fondo un tramo del cerro rocoso, contrafuerte de la playa, y al frente, las arenas y el
mar. Era una construcción de traza frágil y ligera que, allegándose a las aguas,
extendía una superficie de tablones asentados en pilares de concreto, de modo que
durante las mareas altas se estaba ahí como sobre una balsa estática.
Jaime y yo escuchamos la música rítmica y estridente del casino tan pronto
empezamos a bajar por las gradas de la Playa del Papagayo.
-De lo que quiero hablarte es de Patricia, como supondrás -me decía Jaime.
-No tenía la menor sospecha -le contesté-, se ven ustedes de lo más bien, sin
asomo de problemas.
-Por lo mismo, hombre, tú sabes que yo en Santiago tengo mi...
-Pero, Jaime -lo interrumpí-, no me vas a decir que tú sufres de monogamia
aguda.
-El problema es que...
-No hay problema alguno -me envalentoné-. Las Cordingley viven en
Valparaíso, así que puedes escribirte con Patricia y nadie va a soltar el soplo, y si de
vez en cuando te pegas el viaje al puerto, nadie te sapeará. Qué te pasa, hombre,
acuérdate de tu parecido a Tyrone Power.
Jaime movía la cabeza de un lado al otro.
-Mira -continué-, el año pasado yo le escribí a Marion desde Santiago, y si bien
yo no tenía polola fija, me di cuenta de que sería posible -dado el caso, claro- tener de
a dos.No te diste cuenta de nada, Alex, porque ésa era una pura especulación. La
conciencia, sabes, es una voz muy requete jodida y, además, Marion ni siquiera te
contestó... Según me acuerdo, hasta te declaraste por carta -¡el muy quedado!- y
ahora te las quieres dar de sietemachos.
Guardé silencio.
-En fin -continuó él-, ya me explicaré ante un par de cervezas.
Entramos por la terraza hacia el interior del casino; como aún no era muy
tarde, quedaban varias mesas libres. Nos ubicamos en la más alejada de los parlantes,
que atronaban un mambo. Jaime reanudó la conversación, adoptando un tono
reflexivo, grave.
-Lo que ocurre, Alex, es que cuando uno siente de veras, siente en serio, no se
puede estar con dos a la vez, no se puede jugar. Es simplemente así, lo cual significa
que en el fondo somos monógamos. Somos cautivados por una fuerza que nos lleva en
una sola dirección y hacia una sola persona, y todo lo demás, todas las demás pierden
su sentido...
Se acercó un mozo y ordenamos un par de potrillos.
Cuando regresó el mozo con los vasos rebasando espuma, Jaime todavía seguía
con su discurso. Y yo, que al principio lo escuché con atención, empecé a distraerme
observando a mi alrededor sin que él advirtiera mi desinterés. Mi amigo tenía a veces
la mala costumbre de ponerse a dictar cátedra como el viejo más experimentado.
Entonces, de pronto, la vi.
Tres mesas más allá, hacia la salida, estaba ella. Podía contemplarla
claramente; los parroquianos situados entre ella y nosotros no se interponían y los
cilindros de neón apegados al cielo del casino alumbraban todo el ámbito. Era ella otra
vez, con sus largos cabellos castaño miel y sus grandes ojos esmeralda, y esa sonrisa
fija y sólidamente ingenua que le imprimía a la boca una tenue pero notoria curvatura
hacia arriba, quedándose prendida en las comisuras.
-¡Hey, Alex! -Jaime me desconectó bruscamente de mi estado de absoluta
contemplación-. Oye, ¿qué te pasa? ¿Comprendes ahora lo que te digo?
-Ella está aquí -musité.
-¿Qué dices? Habla como hombre, ¿qué te pasa?
-Es ella, está aquí -le respondí ahora con claridad.
-Pues, fantástico. ¡Salud! Es tu oportunidad, ya le hablaremos o la sacas a
bailar, eso es.
Tuve que apretar con firmeza la oreja de mi jarra para que el temblor de mis
manos no se hiciera ostensible. -No, Jaime, ahora no, no quiero hacer nada.
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