Capitulo 28

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Necesitaba mudarme: el clima familiar no era hostil, era peor. Siempre mi cabeza fue más rápida que mis impulsos aunque muchos me cataloguen de impulsivo. La anorexia me había convertido en un chico calculador y frío. Necesitaba mudarme y mis padres en consecuencia pedían de mí una imagen muy lejana a la real. Decidí que les iba a dar aquello que me imponían como condición única para mudarme: un Rubén alimentado. También me pedían que estudiase, que fuera buen alumno, que tuviera algo de relación con ellos y que no viera a Miguel. Estaba dispuesto a empezar a comer de nuevo, de eso estaba seguro. Una vez mudado iba a hacer lo que me placiese.
Aquella noche de enero salimos a cenar en familia. Tenía que comer, quería que se sintieran bien (la historia de mi vida, intentar anónimamente complacer a otros) y necesitaba creer que no estaba enfermo, que podía contra un plato de comida. Intenté hacerlo, juro que lo intenté dignamente.
Me senté a la mesa y bromeé con mis padres. La mesera trajo el menú y lo inspeccioné más porque todos hacían lo mismo que por otra cosa. Hacía semanas que no probaba bocado y ya sabía lo que iba a comer siquiera antes de decidir si iba a hacerlo: canelones con salsa, mi comida preferida. "¿Ya elegiste Rubius?"- preguntó papá inocentemente. Le contesté y a continuación hicieron sus pedidos. Tenía hambre, pero no el suficiente espacio como para que cupiera un plato de canelones en mi estómago. Finalmente llegó la comida. Miré el plato: blanco, de porcelana, lleno de salsa, harina y acelga. No veía canelones, veía consistencias de color rojo y blanco con cosas verdes que sobresalían. Tomé los cubiertos sin esfuerzo y corté el primer canelón. A continuación sentí sobre mí las miradas de todos los comensales: ¿estaban jugando a algún juego del que yo era partícipe ignotamente? Sí: juguemos a cuántos canelones come Rubén esta noche.
Comí un cuarto del plato que me habían servido y no impedí que mi padre me sacara algunos cuantos. "No está tan mal" pensé y no sabía lo equivocado que estaba. Dejé el resto de la comida aburriéndose en mi plato y me dediqué a hacer chistes mientras los demás comían.
Una vez terminada la cena, mis hermanos quisieron ir a por un helado. No iba a negarme: me pierde el helado. Fresa y chocolate, eso pedí. Lo comí todo, incluyendo el cono que nuca supo tan bien como aquella noche pero pocos minutos después, en el coche camino a casa, empezó la tempestad.
En mi estómago estaban invitados los alimentos a un carnaval del que yo era partícipe sin quererlo. Los canelones y el helado bailaban sonora y dolorosamente dentro de mí. Había una fiesta en mi estómago y en mi cerebro resonaba un eco repetitivamente: "necesito vomitar", "necesito vomitar". No QUIERO vomitar; NECESITO vomitar. Luces de colores, eso veía ahora alrededor mío, luces y ecos tan sonoros que parecían reales. Era Ana hablándome desde un rincón olvidado aquella noche, recordándome que la había traicionado, que tendría que purgar mis culpas. Iba a vomitarlo, pero faltaba aún una hora para llegar a la casa. No podía contener la comida, que viajaba desde mi estómago hasta mi garganta una y mil veces provocándome arcadas fácilmente reconocibles. Cerré los ojos, me mareé aún más, como aquella noche en Getafe. Esta vez no era alcohol, era un veneno aún más nocivo: era comida en mi cuerpo por primera vez en miles de horas.
Cuando llegamos a casa estaba dormido, demasiado como para acordarme de las luces, los ecos pero no tanto como para aguantar el dolor en mi estómago. Le pedí a mi madre un digestivo y a continuación tomé un laxante. Pedí perdón una y mil veces, no a Ana sino a mí mismo. ¿Cómo había podido hacerme aquello? No sabía cómo pero sí porqué: necesitaba vivir solo.
Los días siguientes fueron peores que la muerte misma. Las discusiones con mi madre habían aumentado en intensidad y cantidad conforme pasaban los días. Una tarde ya no aguanté: mi madre me gritaba cosas de las que no puedo acordarme pero que sonaban así como "¡en esta casa no se puede vivir!". No puedo olvidarme de lo que sentí: no vivía en esa casa, era un huésped no querido. Pronto empecé a sentirme de más: me peleaba con mis padres y con mis hermanos, no tenía un segundo de paz. Sobraba en esa casa, quería irme. En respuesta a los gritos reiterados de mi madre, me encerré en mi habitación a llorar histéricamente: era vómito de llanto, no podía parar, era compulsivo. Tiré almohadas y cualquier cosa que estuviera encima de mi cama o al alcance de mi mano. Tenía que descargarme de alguna manera. Mi mamá golpeaba la puerta de mi habitación y gritaba a voz viva que saliera en ese preciso instante. Los golpes de la puerta desequilibraban mi delicadísima salud mental; con cada golpe ensordecedor se abría una grieta en mi cuerpo por donde escapaban los últimos vestigios de sanidad. ¡Abre la puerta o te interno!- gritaba mi madre desaforada.
Yo sentía miedo, mucho. No quería que me internasen pero mucho menos apetecible era la idea de abrir la puerta: ¿Qué me iban a hacer? No abrí, me quedé llorando histéricamente contra mi almohada y a tiempos me levantaba y golpeaba con fuerza las paredes lastimándome los puños. Un último grito desaforado me obligó a abrir la puerta "¡Llama a la ambulancia! ¡Que vengan ya mismo! ¡Hay que internarlo... que le den algo para que se calme!". Y pronto la voz de mi padre, en un volumen hasta ese momento desconocido por mí: ¡Rubén, o abres la puerta ya o te reviento! ¡Te reviento!
No, no quería que mi padre me reventase. Abrí la puerta y un tigre, quiero decir mi madre, se abalanzó sobre mí y me golpeó fuera de sí. Me pegaba fuerte pero me dolía más su tristeza, su impotencia, su rabia contenida. Entonces grité yo: ¡BASTA! ¡No me golpees más porque si te golpeo yo te hago mal, mamá! Siguió golpeándome, casi sin control de sí misma. mi padre la sacó de encima mío mientras ella repetía gritando: "¡LLAMA A OSDE AHORA MISMO! ¡LLAMA O LLAMO YO!".
No quería que me internasen. Salí corriendo sin destino. Me escapé de las manos de mis padres y corrí raudamente con las pocas energías que todavía me quedaban. Fueron los peores días de mi vida: mis padres querían deshacerse de mí. ¿Por qué lo hacían? ¿En qué clase de monstruo me había convertido? Salí de casa desprovisto y corrí por los menos un kilómetro hasta que me caí en la acera. No podía contener el llanto, me faltaba el aire. Nadie me perseguía, pero no iban a tardar en salir a buscarme. Entonces vi la casa fantasma: la llamamos así porque aunque está acabada nadie vive allí. Corrí hacia ella e intenté abrir la puerta; estaba cerrada. Las lágrimas corrían infinitas sobre mis mejillas mojando mi cara y mi ropa.
Me caí en el césped, semi-escondido en la casa fantasma. Intenté calmarme y respirar pausadamente. Recordé a Miguel una vez más: "intenta respirar: 1- 2- 3. Relaja". No me servía su método, estaba en un estado de psicosis que no iba a ser fácilmente solucionable. Quizás sí debieran internarme, pensé. Me miré: estaba descalzo y me sangraba el pie izquierdo. Con seguridad había pisado algún vidrio en la calle mientras corría sin rumbo. Ahora estaba a salvo, pero empezaba a anochecer y hacía frío. Todo lo que tenía era un chándal (ahora impregnado de barro y mocos) y una camiseta blanca que era gris.
Me tumbé en el césped mientras las nubes hacían fila en el cielo: iba a llover y yo estaba descalzo y desabrigado en una casa fantasma. Apoyé mi cara en la tierra y un batallón de hormigas se acercaron a mí: estoy muerto. No, no estaba muerto pero tampoco estaba vivo. Las hormigas me evitaron, no era más que un cuerpo sin vida en la tierra a húmeda por mi llanto.
Me quedé dormido y un hilo plateado de frío me recorrió desde la cabeza hasta los pies. Estaba helado, tenía mucho hambre y miedo de volver a casa. No tenía dónde ir descalzo y sin dinero. ¿Por qué me había escapado tan desprovisto? Entonces recordé: "me escapé porque sino me mataban a golpes". Me miré los brazos violetas de tanto que los había estrujado mi madre. ¿Cómo pudieron hacerme esto? "Salí sin móvil... ¿qué voy a hacer?". No tenía salida ni medios de comunicación ni zapatillas.
Después de una hora, cuando ya estaba más calmado y era de noche, caminé sin rumbo por las calles hasta que vi la luz del coche de mis padres venir hacia donde yo estaba. Corrí en dirección opuesta aunque era inevitable. Era mi papá que cruzó su camioneta prohibiéndome el paso. Bajó y me dijo: "sube YA". Entiendo que pudieran estar preocupados por mi desaparición pero yo tenía los brazos morados y estaba completamente desprovisto ¿a dónde podría haber ido?
Subí en la camioneta y no hablamos una palabra. Llegamos a casa y le supliqué a mi padre; casi de rodillas le grité "¡quiero irme a casa de Lana!". Casi no podía hablar, ni gritar, ni modular, ni abrir los ojos. Era un trapo. Otra vez en mi habitación seguí gritando que quería irme de esa casa, que quería ir a casa de Lana. Entonces escuché que mi padre hablaba con alguien en el teléfono: "Hola Lanita, ¿puede ir Rubén a tu casa? No se siente bien, está en un estado de crisis y no sabemos qué hacer. A la única persona que quiere ver es a ti".
Minutos después (y habiéndome armado una valija bastante contundente) mi padre me llevó a Getafe. Le dije que me podía ir en autobús pero insistió en llevarme. Pobre, él no tenía la culpa de nada. La hora de viaje me la pasé llorando. "Rubén, no estés mal, por favor. Dinos cómo podemos ayudarte". No había manera de ayudarme, ya estaba muerto y a aquella casa no iba a volver nunca más.

Incomprendido. {Rubelangel}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora