Capitulo 29

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Entiendo a mis padres ahora que lo veo desde lejos. Estaba completamente loco, desquiciado y pensaba que ellos eran la causa de todos mis males. No podía hacer otra cosa: quería morirme más que nada en el mundo; quería desaparecer y dejar de ser una molestia y un mal recuerdo para todos. Me iba a ir a vivir a casa de Lana hasta que decidiese el día de mi muerte.
Lana me recibió como siempre con los brazos abiertos. No me pidió explicaciones del barro en mis pantalones o de lo morado de mis brazos. Me abrazó y nos fuimos a dormir pronto aquella noche. Por la mañana me despertaron risas femeninas en la habitación contigua: había llegado una amiga estadounidense a casa de Lana que más parecía un hotel donde las comidas no eran obligatorias. Decidí que quería vivir en Getafe. Iba a vivir allí en caso de sobrevivir esta crisis.
Los días siguientes no hablé con mi madre, pero sí con mi padre. A él le preguntaba cómo estaban todos y él siempre respondía que lo importante era que estuviese bien yo. No estaba bien, ni él, ni yo, ni mi familia, ni la situación. Aquella semana el padre de Lana fue internado por un tumor en el colon. Acompañé a mi amiga al hospital y le prometí jamás separarme de ella. ¡Tanto había hecho por mí, tanto! No podía negarme, necesitaba serle útil también. Decidimos estudiar juntos para las materias que nos habían quedado pendientes.
Hablé con Miguel y le dije que iba a vivir intermitentemente en Getafe en la casa de Lana y a veces en casa de mis padres, porque algún día tenía que volver. No me seducía la idea de volver a aquel barrio donde estaba mi castillo de cristal con mis padres y miles de recuerdos que me congelaban la sien.
A medida que pasaban los días el clima con mi mamá se fue descongelando y hasta volvimos a hablar por teléfono. Me decía que me extrañaba mucho y que quería que volviese a casa. Yo, extorsionador como siempre, respondía que solo iba a volver a casa el día en que ellos se decidieran a dejarme vivir solo en Getafe. Solo, no con Lanita.
Mi padre siempre me invitaba a almorzar: muchas veces le decía que ya había almorzado y otras tantas hacía el esfuerzo de comer en el patio de comidas. Después tomábamos café (¡cómo extrañaba los cafés todas las tardes con mis padres!) y helado. Fresa y chocolate, cualquier gusto tenía el mismo destinatario: el inodoro más cercano. Casi siempre terminábamos llorando y abrazados. Los extrañaba, los extrañaba demasiado pero no me olvidaba de cómo me habían tratado cuando estaba en su casa. No podía volver, tendría que hacerme valer y demostrar que me había convertido en un chico independiente que sabía manejarse solo.
Cuando lo despedía quedaba confundido: quería irme con él. Siempre que lo veía alejarse lloraba amargamente pero lo reprimía pensando: "ya va a pasar, Rubén, vas a ser feliz". Decidí ayudarme por primera vez a ser feliz y llamé a mi obra social para consultar con un psicólogo. Me derivaron a un tal Néstor que iba a atenderme. Néstor vivía en el centro de Madrid y no por nada elegí un psicólogo allí: quería estar en casa, quería estar cerca de mi familia... no eran mejores o peores que yo, eran ¡mi familia! Les amaba a pesar de todo.
Una vez por semana iba al consultorio de Néstor y le contaba banalidades. Le contaba sin tapujos que no comía y que no pretendía volverlo a hacer a menos que mis padres me permitiesen vivir solo en un departamento en Getafe. "Solamente así voy a ser feliz, el clima que se vive en esa casa me hace muy mal". El clima en casa no me cerraba el apetito, por el contrario: hacía que yo comiera el doble de lo necesario. Mi angustia oral crecía día a día. Iba a engañar a mi psicólogo como engañaba a todos los demás: usando mis estrategias más severas. Iba a confundirlo a contarle cosas sin sentido y a convencerlo para que les dijera a mis padres que no estaba desquiciado y que podía sin ningún problema vivir solo y valerme por mí mismo.
No me costó demasiado: para finales de enero ya estábamos buscando pisos con mis padres. Vivía ocasionalmente en casa de Lana y en casa de mis padres dependiendo del buen o mal humor de estos últimos. Los días que iba a ver a Néstor usualmente me quedaba en casa. Cuando estaba allí comía como una persona normal (sí, vomitaba, pero al menos comía) y así logré convencer a mis padres de que no estaba tan loco como creían y que mi problema de anorexia se había solucionado por completo. Al menos creían que estaba luchando con fuerzas en contra de mi diosa Ana.
No estaba luchando en contra de nadie más que de mí mismo. Estaba pendiendo entre la vida y la muerte, esperando sin esperanzas que apareciese un signo, una persona, un gesto, un abrazo, una palabra que me salvase de mi muerte inminente. Y la nada misma. Nada.
Miguel se había ido de viaje a Francia y yo me sentía más solo que nunca. Me enviaba emails de vez en cuando diciéndome cuánto lo estaba disfrutando y yo le contaba mis novedades pero en cómodas cuotas, no quería que se asustara... que me dejara porque estaba desequilibrado. A decir verdad, tenía mucho miedo de estar loco.
Trastorno de personalidad fronteriza, ese fue el primer diagnóstico de mi psicólogo (enfermedad más conocida por su nombre en inglés "Borderline"). Según me explicó Néstor, es una finísima línea entre la neurosis y la psicosis. Después me interesé en el tema (siempre quise saber quién soy, por qué y qué me pasa) y averigüé algunos otros datos que me describían detalladamente y sin errores.
Leí que los borderline nacen con una tendencia biológica innata a reaccionar más intensamente a niveles bajos de estrés y a tardar más en recuperarse. Que son criados en ambientes en los cuales sus creencias sobre sí mismos son continuamente devaluadas o invalidadas y que estos factores combinados crean adultos que no saben cuáles son sus propios sentimientos y por eso corren de un extremo a otro.
Se les hace difícil decidir quiénes son. Eso es exactamente lo que me sucede: no sé bien qué me gusta, cuál es mi color o comida preferidos, qué asiento prefiero en el avión, qué cosas me molestan, cuales me dan placer. Me cuesta muchísimo describirme sin estar mintiendo acerca de mi mismo. No puedo describirme porque no sé quién soy.
Tengo problemas de constancia con la gente: cada acción, cada palabra, los tomo como si no tuvieran un contexto, como si no pendieran de algo más. Y el insoportable sentimiento de sentir que está "todo bien" o "todo mal". Conmigo no hay medias tintas, con los border no hay grises. Lo pavoroso es que lo que en este momento está bien en cinco minutos puede terminar siendo lo peor que me sucedió en la vida.
Algunos otros síntomas del trastorno de personalidad fronteriza:

*Dificultad de ver las acciones hechas por una persona durante un periodo de tiempo, porque no ven las cosas en general como una acción completa. Tienden a analizar individualmente las acciones de las personas y a proporcionarles a esas acciones significados individuales. Así, las personas son definidas según cómo actuaron por última vez.

*Pensamientos mágicos: creencias que los pensamientos pueden causar acontecimientos.

*Omnipotencia, proyección de características displacenteras en otros e identificación proyectiva, un proceso donde el border trata de obtener en otros los sentimientos que él mismo está experimentando.

*Relaciones extremas: episodios sicóticos, negación y amnesia emocional. Relaciones inestables e intensas donde el borderline siempre sale herido

*Comportamiento autodestructivo repetitivo, a menudo causado para buscar ayuda.

*Miedo crónico al abandono y pánico cuando es forzado a estar solo. 

*Percepciones/pensamientos distorsionados, particularmente en lo que respecta a las relaciones e interacciones con otros.

Sufro todo aquello y algunas otras delicias: depresión crónica, desesperación, sentimientos de inutilidad, culpa, rabia, ansiedad, soledad, aburrimiento y vacío. Pensamientos extraños (si adelgazo Miguel me va a querer), percepciones inusuales (estoy gordo), gestos de suicidio, desviación sexual, intolerancia a la soledad, abandono, sumergimiento, dependencia (sin ti me muero), relaciones tempestuosas (sí, claro), manipulación, masoquismo, exigencias.
Y lo más grave, si es que se puede hacer este paréntesis, es no saber quién uno es, qué deportes le gustan, qué discos queremos escuchar: tendemos a ser la persona con la que estamos. No por nada compraba cada disco que veía en su habitación, no por nada me sabía todas las letras y me gustaba su equipo de fútbol y leía sus libros. Quería ser él... porque yo no era.
No sé cuáles son las razones que me llevaron a ser esto que soy, que no soy, que intento no ser, que no quiero ser. Confiaba en que mi psicólogo me ayudase a salir de aquel círculo sin retorno... pero después de algunas sesiones me di cuenta de que nadie podía ayudarme. No era negativo, pero mi pronóstico era oscuro, como aquella noche en la casa fantasma.
¿Cómo podía un psicólogo ayudar a un paciente a vivir? No lo sé. No creía que pudiera hacerlo y sin embargo quería vivir. Si moría no iba a ver a Miguel entre mis brazos otra vez; no vería crecer a mis hermanos ni envejecer felizmente a mis padres. Me faltaba mucho por ver y tenía mucho por hacer, pero no podía seguir viviendo de esa manera.
Hay una diferencia abismal entre querer morir y no querer vivir de determinada manera. Yo no quería seguir viviendo como hasta ese momento, pero decididamente no hice buenas elecciones y me encaminé hacia el oscuro pantano que tenía como única salida una muerte escabrosa.

Incomprendido. {Rubelangel}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora