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Seung Hyun apretaba con fuerza las correas de su mochila sobre sus hombros, incluso apretando el paso y deseando con todo su corazón que no notaran su presencia.

Por el amor de dios, —pensaba— por favor que no me vean. Que no me vean.

Pero claro, nada de lo que el deseaba podía cumplirse.

Obviamente no podía pasar desapercibido, no con esa enorme barriga que llevaba cargando desde su infancia.

Bajó la vista al entrar al salón para evitar las miradas penetrantes  y morbosas de todos sus compañeritos, arrastrando los pies con pesar hasta el último asiento de la última fila.

El asiento era muy incómodo para él, angosto y pequeño, le apretaba parte de su estómago. Él no podía hacer nada, sin embargo, pues todos los asientos estaban hechos de dicha manera.

Choi Seung Hyun era un chico de quince años, tímido, serio, alto y obeso. Esta última característica era la que más sobresaltaba para el resto del mundo.

Cursaba el noveno grado y todavía no tenía amigos. Ya se había acostumbrado a pasarla siempre solo en aquella escuela.

El timbre de la campana sonó, anunciando que la aburrida clase de química había terminado, y el receso por fin comenzaba.

Seung Hyun, como de costumbre, esperó a que todos sus compañeros salieran del salón para poder salir él.

El profesor le miró con lástima mientras recogía su portafolio, y Seung Hyun intentó sonreírle educadamente.

Silenciosamente caminó por los pasillos, intentando esquivar por completo a todos los estudiantes que pasaban caminando presurosos, haciendo casi una estampida para poder llegar a la cafetería.

A excepción de Seung Hyun, quien desayunaba siempre sándwiches de atún en algún lugar escondido de la escuela. Ya fuese el almacén del conserje, las canchas deportivas traseras, los arbustos secos o incluso el salón abandonado en lo más recóndito de la escuela. Aunque este último lugar le daba algo de miedo por lo que casi no recurría a él. 

Esta vez se había ido a desayunar a un lugar nuevo: el estacionamiento para profesores.

Posó su trasero en una roca plana a lado de un auto de color verdoso gastado, al parecer perteneciente a la profesora Margot, quien daba física a los de octavo grado.

Cuando hubo encontrado el lado más cómodo de la roca, sacó los tres sándwiches de atún que su madre siempre le preparaba y su bebida favorita, un jugo de uva.

Se relamió los labios, impaciente por comerlos. Ese día su mamá le había puesto verduras al atún.

—Pero qué tenemos aquí, un nuevo escondite, ¿eh, geniecillo?

En cuanto oyó esa voz, Seung Hyun tembló.

Perdóname, Seung.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora