Capítulo 4

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Hipo Pov

Pese a que aún estaba un tanto aturdido, el descansar había aliviado el malestar de mi cabeza. Aún me dolía la garganta y sentía los músculos adoloridos y entumecidos, pero si lo comparaba con mi estado de esa mañana, estaba mejorando a pasos agigantados.

Observé la expresión de desconcierto de Astrid con diversión. Cuando salió de su estupor, se volvió en mi dirección.

— ¿Es siempre así de...? —se detuvo, dubitativa, tratando de hallar la palabra correcta.

— ¿Escandalosa, loca, alborotadora, atrevida?

Astrid enarcó una ceja, asombrada por mi elección de adjetivos.

—Iba a decir activa.

—La acabas de conocer, es natural que pienses así. Ya veremos cuánto te dura la fantasía...

Antes de que Astrid pudiera decir nada, la puerta se abrió de sopetón. En el umbral estaba Dana, la cual cargaba con una cesta de apariencia ligera en sus manos.

—No estarás aprovechando mi ausencia para hablar mal de mí a mis espaldas, ¿verdad? —inquirió, suspicaz.

De repente, la cesta que llevaba en sus manos no me pareció tan liviana.

—Por supuesto que no, solo le comentaba a Astrid lo sofisticada y encantadora que eres —repuse con sarcasmo, tentando a la suerte.

—Y yo que te traigo algo realmente bueno para que te recuperes pronto —comentó con voz melosa mientras introducía la mano en la cesta.

Su tono me dio escalofríos y no pude evitar empezar a imaginar lo que había ahí dentro.

— ¿De dónde has sacado eso? —pregunté.

No pude evitar que se me quebrara la voz en mitad de la frase. Al parecer, tampoco a ninguna de las vikingas se les pasó ese detalle por alto.

— ¡Oh! ¿Esto? Es algo que traje de Kahr. Lo han traído unos trabajadores del puerto mientras comenzaba a preparar el almuerzo. Ya sabes, me dejé todas mis pertenencias en el barco.

Y con esas palabras, sacó la mano, mostrando consigo un tarro de cerámica hosco y lleno de confusos grabados. Pese a que era pequeño, tenía una apariencia pesada.

— ¡Oh, no! Ni en broma —exclamé al reconocer el recipiente—. Prefiero quedarme en cama a tomarme esa cosa.

— ¿Y mientras nos tendrás a nosotras de criadas? ¿O a tu padre, con lo ocupado que está como jefe de la aldea?

Me estaba arrinconando, lo sabía muy bien, y también que me estaba quedando sin salidas. Crucé miradas con Astrid. Me observaba confundida y ceñuda. Era evidente que no entendía muy bien lo que estaba ocurriendo, pero, por el profundo surco entre sus cejas, había comprendido con suficiente claridad que el contenido del tarro era una medicina para mi enfermedad. Una que yo me negaba a tomar.

—Sabes que no permitiremos que te quedes solo en este estado, ¿verdad? —añadió Astrid, cuyas palabras y mirada preocupada fueron como una daga en mi pecho.

Era evidente que había decidido ponerse de parte de Dana. Si ella tenía una cura, lo lógico era tomarla. Solté un suspiro en señal de rendición y me acomodé lo mejor que pude contra el respaldo de la cama.

—Está bien, está bien. Me la tomaré, ¡pero que la prepare Astrid! —exclamé, mirando fijamente a Dana, que sonreía de oreja a oreja.

— ¿Y por qué esa falta de confianza? —preguntó ella, tratando de parecer molesta, pero sin lograrlo porque seguía manteniendo la sonrisa.

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