Adolescencia, hormonas revolucionarias, un reencuentro, una bandera roja, una bestia, una rosa, dos parejas sin rumbo fijo y un beso robado. Astrid está a punto de conocer a un Hipo totalmente diferente ante unos nuevos ojos azules como el océano ¿E...
Francamente, desde que había aprendido el hecho de que los vikingos debíamos ser fuertes y valientes, los guerreros más poderosos del mundo, blindé mi corazón. Aunque se removiera bajo su coraza, intranquilo y agitado, siempre lo contenía en ese lugar olvidado. No podía permitirme, con todas las responsabilidades que cargaba sobre mis hombros, perder la cabeza en esas estupideces. Tenía que ser práctica e inteligente. No merecía la pena perderse en sentimientos inútiles. Por ello el matrimonio nunca había sido una meta urgente en mi mente. Me casaría cuando llegara el momento, con el propósito de otorgarle más poder a mi familia y traer al mundo unos descendientes más fuertes. Como no había ningún vikingo varón que me igualara o superara, esa idea había quedado relegada a un rincón.
Sin embargo, Hipo había hecho lo imposible por fundir el escudo de hierro que escudaba a mi corazón. Había sido siempre algo desconcertante. Hipo era débil y extraño. No era el perfecto vikingo con el que traería valiosos descendientes al mundo. Era... Hipo. No obstante, desde pequeños, era el único que había logrado colarse por mi perfecto escudo con una sencilla sonrisa en los labios. Eso me ponía furiosa. Que estuviera aprendiendo el oficio de la herrería no quería decir que pudiera ir desestabilizando y moldeando mis aceradas barreras a su antojo. Detestaba esos pensamientos inútiles en mi mente y esos latidos extraños en mi pecho.
Había tardado mucho tiempo en aprender el porqué de mi alteración y mi desconcierto. Mucho más en aceptarlo y admitirme a mí misma que Hipo era lo que necesitaba. El valiente herrero que se colaba en mis barreras era el que me ayudaría a quitármelas todas de encima y permitirme ver el mundo siendo yo misma.
Era desconcertante, pero enamorarme de Hipo había supuesto quererme a mí misma tal cual era. Había sido un apoyo para aquella sofocante presión. Se había convertido en una compañía cálida. Estar a su lado hacía los recuerdos menos tenebrosos, los días más claros y el futuro más brillante. Lograba que mi corazón infantil, inmaduro por estar por primera vez a la vista del mundo, aleteara frenético.
Por eso, por primera vez en mi vida, se me rompió el corazón. Ese corazón inocente e infantil, demasiado puro y débil para la hostilidad del mundo, se destrozó en mi pecho como una espada rota, desgarrando mis pulmones a su paso. Me ardía respirar y los ojos escocían. La mirada comenzó a nublárseme, a causa de las lágrimas, pero me negué a verter siquiera una. No podía permitirme algo como eso. No podía hacerme eso a mí misma. Tampoco a Hipo. Mi pequeño corazón debía aprender la lección, aceptar las cicatrices y seguir adelante.
Crucé una mirada con él. A diferencia de mí, él sí lloraba. Sus ojos y sus mejillas estaban llenos de lágrimas. Me observaba en silencio. Sus ojos brillaban por el dolor y la angustia. Su corazón estaba roto, como el mío. Sin embargo, no había duda en ellos. Estaba totalmente seguro de su decisión. Le apoyaba. Sabía que estaba haciendo lo correcto.
Sentí una repentina presión en mis hombros. La sensación era diferente, por lo que me desconcertó. Alcé el rostro, encontrándome con Chusca, que sonreía muy débilmente, no porque le divirtiera, sino porque intentaba insuflarme ánimos; y con Mocoso, que observaba la escena con una gravedad extraña en él. Sospechaba que, para él, también era el primer corazón rozo que sufría y que esa mueca seria y fantasmal le acompañaría durante un tiempo. Aun así, al igual que Chusca, se había acercado a apoyarme en silencio. Agradecida, apreté el agarre de sus manos en un gesto afectuoso.
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