4. Acaso tienes miedo?

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Cuando uno sueña, no puede percibir el tiempo. Unas horas pueden convertirse en semanas en un sueño, y aunque estés un segundo dormido, puedes soñar con algo bastante largo.

Amber soñó con un hospital abandonado.

Todo estaba sombrío, y no había colores. Sintió que volaba. Voló hacia arriba. Levitó por el frente del hospital, subiendo piso por piso. No había nadie, no escuchaba nada salvo el penetrante sonido del viento. Las hojas de otoño se esparcían en la brisa otoñal, y el jardín del hospital daba a una rotonda gigantesca, y luego unas calles. Cuando siguió subiendo, pudo apreciar los árboles y los edificios más lejos, amontonados y poco a poco perdiéndose en una bruma espesa a lo lejos. No quiso seguir más lejos.
Amber siempre contó de sueño lúcido, lo cual era una ventaja muy grande casi todos sus sueños, aunque recordaba algunas pesadillas tan terribles que tenía que imaginar un acantilado en el apuro para saltar de él y escapar de lo que la atormentaba con la muerte.

Aunque también sabía que en los sueños es imposible morir, pues la mente sólo puede imaginar lo experimentado para terminar de asimilarlo. Por eso, al no haber muerto nunca, no podía soñarlo, y los sueños más escabrosos siempre terminaban en ella despertando con un sudor frío al tocar con el pecho el suelo del abismo al que se tiraba.
Por eso mismo, ella no tenía miedo. A nada. Porque simplemente, no creía en la muerte. Porque las primeras veces fue terrible, después fue casi divertido, y ahora no era más que un pasatiempo aburrido.

Amber se aburría en los sueños porque no podía hacerlo en la vida real. Lo había intentado, pero siempre había algo que hacer, alguien de quien escapar. No era estrés, era... Rutina. Aburrimiento. De hecho, esa era la única palabra que podía describir su vida. A pesar que lo que buscaba al final era algo parecido, pero a la vez su contrario más acérrimo.

A veces, cuando un sueño no iba bien, simplemente se imaginaba una puerta. Dentro había una habitación. Cuatro paredes blancas, que podía agrandar o empequeñecer a su gusto. Luego, de repente, aparecía una silla. En el centro perfecto de la habitación.

Ella siempre se sentaba con las piernas juntas y las manos sobre los muslos. Y allí pasaba las horas, sin moverse. Sin mover ni un músculo. Y cuando notaba un peso acumularse en el fondo de su mente, cuando una voz le gritaba diciéndole que se moviera, ella resistía. Con el paso de las horas sus dedos crujían y temblaban ligeramente, y sus piernas daban pequeños espasmos.

Luego le empezaba a doler la espalda.

Aunque no era dolor. Era algo distinto. Era una sensación extraña, que al cabo de los minutos se hacía insoportable. Sus uñas se clavaban en sus muslos al dolerle los ligamentos por la quietud.

Sólo en ese momento se levantaba.
Se estiraba. Y cuando miraba atrás, la silla de caoba había desaparecido. Cuando volvía a mirar al frente, la pared se había esfumado. Luego hacia los lados. Las paredes desaparecían sin que ella lo notase, hasta que miraba por encima suyo y sólo veía el vacío.

Y entonces despertaba.

Sin embargo, este sueño no era del todo igual. Era demasiado real. Y no podía controlar nada. Sólo podía observar a sus anchas, pero estaba atada a lo que le fuese mostrado, como una película.

De repente, supo que algo no iba bien.
De pronto no pudo moverse, sólo podía ver. Ella se movía sola, fuera de su propio control. Cada vez podía hacer menos, hasta que su visón se convirtió en una cámara fija, sin siquiera poder mover la cabeza.

Quiso despertar. Quiso agarrarse del pelo y tirar hasta que el dolor la despertara, pero no podía. No podía. Quiso gritar. Pero en ese momento la interrumpió otro grito a lo lejos, en una de las habitaciones del hospital.

De repente vió desde dentro del cuarto, como si hubieran cambiado de cámara. Veía desde la altura del tomógrafo. De hecho, oía sus pitidos, que se volvían cada vez más fuertes, hasta que no podía soportarlo más. En ese momento vió que en la ventana había una chica sentada en la cornisa.
Era una mujer de unos diecisiete años, con el pelo castaño lacio y bastante estropajoso, con unos trapos blancos, básicamente la ropa de los pacientes en los hospitales. La veía desde detrás, así que no podía reconocerla. Pero por alguna razón, podía deducir que ya la había visto en alguna parte. De pronto, escuchó el mismo grito. El mismo grito de antes.

Ya había soñado con esto. muchas veces. Hacía días que tenía este sueño recurrentemente. Montones y montones de cuervos se amontonaron a su alrededor.

"Cuervos?" pensó ella. "No, no puede ser ella", continuó. "Por favor, Fee, no lo hagas, Fee" pensaba. Sus pensamientos se transformaron en aullidos al ver que movía sus piernas para dejarse caer, con sólo una parte de su zona trasera en la cornisa y el resto en el aire. Sólo sus manos la sujetaban a la vida. La chica miraba hacia abajo, y daba sollozos consternados mientras la bandada de cuervos se volvía más y más espesa, hasta que sus graznidos no la dejaban escuchar sus propios pensamientos.

La joven gritó.

"Fee!! No me dejes, no otra vez!!!! FEE!!! FEE!!!!" Amber pegaba alaridos que se ahogaban bajo los gritos de los cuervos, que anegaban el aire e inundaban la habitación. Los oía graznar, cada vez más y más fuerte, hasta que se podían distinguir sus voces.

Amber no sabía si Fee las podía escuchar también o si era fruto de su imaginación, pero definitivamente empezaban a hablar. Y susurrando con voces siniestras, hablando de muerte y tristeza.

"Salta, Fee! Acaso tienes miedo?!"
"No se atreve a hacerlo, a pesar de toda la gente inocente que a asesinado. De verdad es egoísta"

"Fee, Fee, La bruja quemada. Quieres que te llamemos así?"

"Venga, Fee, sabes que eso no será ni la cuarta parte de lo que debes pagar por tus acciones"

"Dónde está tu hermana, dónde está Amber para protegerte ahora? No, no te vas a salvar mientras ella esté bajo control."

"Fee saltó, Fee murió, a la bruja de Liverpool nadie extrañó. Ni flores ni tumba, sólo una mancha en la acera como pintura" Canturreaban todos al coro, más y más fuerte.

Fee se tapó los oídos con las manos.
Las mismas manos con las que se agarraba a la cornisa.

Amber no pudo hacer nada mientras veía el torso de Fee desaparecer cayendo directamente hacia abajo, y luego su cabeza, y luego su pelo. Y luego nada. Los cuervos exclamaron cantando a coro, y rápidamente volaron tras ella, desapareciendo de la habitación. Sus graznidos desaparecieron en medio de un trueno.

Todo quedó en silencio. Lo único que sonaba era el viento que anunciaba tormenta y la lluvia repicando en el cristal de una ventana cerrada.

Todo estaba en orden de repente. La cama hecha, la ventana cerrada, flores sobre la repisa. Un despertador empezaba a sonar con una voz femenina cáda vez más fuerte.

"Siguiente estación: Liverpool centro"

"Siguiente estación: Liverpool centro"

"Siguiente estación: Liverpool centro"

Amber despertó en el tren con un sudor frío. Estaba sola. Era de noche y el tren estaba parando.

Estaba temblando.

-Disculpe, necesita algo?

Era un revisor de turno de noche, que la había visto.

-N...no, estoy bien. Me voy a bajar aquí.

Amber bajó del tren con pasos temblorosos.

Sabía adónde debía dirigirse, y no podía tardar ni un segundo más.

Los Elegidos- respirandoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora