IV

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Según escuchó a alguien decir, el Mercado de Esclavos de Ritz estaba a cerca de tres o cuatro horas de El Granero.

Viktor tampoco tenía muy claro de donde quedaba Ritz, pero le indicaron las mismas personas —con un acento que arrastraba las palabras y equivocándose en muchas expresiones, en un obvio escaso dominio de la lengua central— era una ciudad portuaria, donde era común piratas vendieran lo que saqueaban de barcos y cruceros, o que lo intercambiaran por esclavos. Era un lugar fuera de toda ley, pese a que la ciudad del rey, Redglar, quedase a sólo treinta minutos en tren ligero —que eran cinco horas en un automóvil común—.

El lado positivo de todo eso, sería que iba a tener la oportunidad de ver el mar. Aunque si lo vendían a los piratas no tendría de que alegrarse.

Cuando el camión se detuvo, todos se callaron de golpe. La puerta se abrió y la luz dañó sus ojos por segunda vez en lo que iba de día. Apenas y debían ser las dos de la tarde. Un día innegablemente productivo, habría dicho alguien más cínico. Un día de mierda, se dijo Viktor.

—Bajen, rápido —les indicaron, y fue como una avalancha, en un minuto todos tenían los pies sobre la tierra y se juntaban con los demás que subieron a los otros dos vehículos.

Los cinco hombres, en un ritual enfermizo, pusieron cadenas a cada uno de ellos, desde niños a ancianos, aprovechando de dividirlos. Los hombres fuertes y vigorosos, separados de los débiles y famélicos —entre los cuales lo pusieron, sin él poder sentirse ofendido debido a que tenía que ser realista—, las jóvenes bonitas lejos de las demás y los viejos y niños juntos como mano de obra barata.

Viktor se puso en medio de su grupo, y pese a tener claro que continuaba resaltando se sintió más seguro.

Todos caminaron sincronizados por entre los puestos, que se dividían entre armas mortíferas, tesoros brillantes y personas en venta.

Nunca había estado en un lugar así, los mercados a los que había concurrido, generalmente con su padre a vender lo cosechado, se caracterizaban por personas chillando precios y productos, el olor a comida haciéndose en parrillas, los toldos de colores alegres y la música de los artistas ambulantes. Ahora no había nada de aquello, los puestos estaban en el suelo, sin cuidado alguno, y lo más ruidoso era el constante repiqueteo de sus cadenas y del dinero que se intercambiaba.

Evitó la mirada de todo aquel que se le atravesaba, según su instinto de supervivencia —uno algo averiado— le indicó era lo mejor que podía hacer para mantenerse con vida.

Si las personas pudiesen dividirse a la perfección, lo harían en suicidas, quienes quieren vivir y las que no quieren morir. Una pista: Viktor no pertenecía a los dos primeros. Otra: sobrevivir no era vivir.

Para su suerte, sus momentos de analizar la raza humana y a si mismo no eran más que eso, momentos, por lo cual podía sólo hacerlo sin pensarlo.

Los hicieron detenerse en un lugar amplio entre todos los demás puestos, y de inmediato llegaron personas a inspeccionarlos.


Mientras ordenaba sus escasas pertenencias en una maleta pequeña, bajo la atenta supervisión de Zarrapastroso y de vuelta en su ropa normal, un plan se gestó en su mente.

— ¿Qué estás maquinando? —le preguntó Julio, que a su lado ordenaba sus propias cosas.

Pese a que lo negaría si alguien se lo preguntaba, le gustaba hablar con el ex-esclavo, ya que no era tan imbécil como parecía y podía mantener una conversación decente a diferencia de la gran mayoría de los libertos, y era un plus el que se le pegaban constantemente sus manías de hablar de forma rebuscada, y sus múltiples muletillas, lo que lo hacía divertido.

Crónicas de SiberchimaniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora