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Dentro de todo, no estaba tan mal. El calor era ridículamente alto —y eso que dentro de poco atardecería—, pero siempre podía ser peor, supuso. El polvo lo cubría por completo y el sudor bajaba por su frente y no se detenía hasta acabar en sus ojos, haciéndolos arder. Ah, y claro, le habían quitado los lentes, por lo que ni bien veía.

Pero no estaba tan mal.

Lo habían visto con interés por ser blanco —lo cual era raro, debido a que la trata de ellos era un tabú—, con tanto que los esclavistas no dudaron en ponerlo a un precio exorbitante, lejos de los demás de su grupo. Lo que, gracias a su obvia falta de talentos, los hizo declinar todas las ofertas. Aunque los hombres no perdían el optimismo, como si tuviesen todo el día. Era la perfecta oportunidad para sentirse valioso, sino fuese porque estaba demasiado ocupado sintiendo náuseas e imaginando un destino funesto.

O sea, lo típico cuando trafican contigo.

Ya se habían llevado un lote de niños. Los habían elegido casi con pinzas, uno por uno, revisándolos para asegurarse de que no estuvieran enfermos, y finalmente, los vendedores dieron a sus clientes cuerdas para que los llevasen del cuello.

Viktor había apartado la mirada para no verlo, si no miraba no era real, no podía afectarlo. Otra vez deseaba llorar.

Bajó la vista a sus pies cuando pasó una horda de hombres frente a él, deseando desaparecer. Al parecer lo hizo, porque no lo vieron dos veces.

Hablaron una lengua común mezclada a rato con la de los orientales, así que siquiera se molestó en intentar comprender. Estaba harto de intentar hacerlo, porque la vida no iba a esperarlo para que lo hiciera.

Se pasó la lengua rasposa por los labios y trató de tragar saliva, pero su boca estaba seca.

¿Hace cuanto que no bebía algo? ¿que no comía? No es que tuviera hambre —parecía que estaba incapacitado para sentirla desde el comienzo de lo que llamaba, en un optimismo paupérrimo, 'su nueva vida'—, sin embargo extrañaba lo reconfortante que era el hacer algo tan mecánico como masticar y tragar.

¿Ya estaba loco?

El reflejo del sol en un cabello rubio le llamó la atención. Unos ojos azules se paseaban con nerviosismo sobre los puestos, sin detenerse en nada, evidentemente inquieto. Junto a él iban dos chicas, un joven más bajo y un esclavo, con cadenas al cuello que lo unían a la mano de una de las jóvenes.

Tres horas antes, a las cuatro de la tarde, Alexandra escuchaba las palabras de Judas.

— ¿Qué clase de acuerdo? —preguntó, sin poder ocultar una sonrisa codiciosa.

—Dejaré que te unas a nosotros —breve, conciso, sin el encanto ni la sonrisa que había visto en la cafetería unas horas antes. Se sintió decepcionada, había creído ese hombre sería más interesante. Aunque algunas de sus preferencias lo eran.

—No —la voz, ligeramente chillona, de Iris interrumpió sus cavilaciones—. Quiero una misión. Una de verdad, que no implique ser simples mulas de carga para armas.

Y había dicho algo más que la mercenaria no escuchó. Julio también dijo algo. Y hasta la mujer a medio vestir habló.

Su atención volvió cuando sacaron su nombre a flote.

—... Alexandra. Y nosotros dos también. Cuando nos de la gana.

—Va contra las reglas de la organización —replicó Judas, estoico.
—Al igual que el intimar con la esposa de quien nos da un sueldo —Iris sonreía políticamente.

Crónicas de SiberchimaniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora