III

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Una mano se posicionó en su hombro y él se sobresaltó como un idiota. Incluso gritó un poco.

—Tranquilízate —era una voz femenina, ajada por los años, que luego tosió por largos minutos.

—Pero ¿qué está pasando? —susurró para si mismo.

Se volteó y un montón de brillantes orbes parecieron observarlo. Nunca había sido especialmente tímido, pero se cohibió de forma tal que la esquina llena de telas de araña le pareció un buen refugio. Y eso que era aracnofóbico.

Todos ahí seguían el mismo patrón en aspecto, piel oscura, grandes ojos castaños y un aspecto desvalido que lo hacia sentirse como un Adonis, la clase de persona que salía en las propagandas del gobierno, sonriendo como si fuera un día perfecto en su vida perfecta.

Viktor intentó seguir el consejo de la mujer y calmarse.

En el granero había pasado la novedad de su ingreso, todos volvieron a actividades más o menos normales, algunos se echaron a dormir, unas cuantas mujeres hacían callar bebés, que siquiera tenían edad para hablar, otros reanudaron conversaciones, sin importarles su abrupta aparición.

Ver tanto miserable junto lo hizo sentirse un poco mejor, pese a que el arrepentimiento lo atacó enseguida por pensar de esa forma.

Se sentó en el rincón vacío que antes había visto con ansias. La señora se alejó.

— ¡Jefe! —Julio saltó de su silla —como era su costumbre— y se colgó del cuello del recién llegado.

El hombre se deshizo con rapidez experta de los brazos del otro y le hizo una seña para que saliese del local.

Max los miró con sospecha. El hecho de que hubiesen salido de la nada —como la misma Alexandra, que continuaba frente a él, lista para reanudar el conflicto— lo hacia sospechar que no podían andar en nada bueno.

Querían atraparlo, quizá. Meterlo de nuevo en la cárcel, tal vez.

Nikolai tenía esa cara de no romper un plato que lo irritaba de sobremanera, por lo que le hizo una seña para que saliese.

Corrió tras él, dejando a Alexandra con exactamente tres cuentas que pagar.

Su confusión le impidió seguirlos de inmediato. ¡Esos hijos de su puta madre! ¡Les dejaría sin ojos!

Las camareras la miraron con miedo de decir algo cuando, con una mueca homicida, dejó unos cuantos billetes que no alcanzaban a costear todo, y se largó del lugar a la siga de sus próximas víctimas, que se arrepentirían de haberle hecho eso.

Los labios de Judas se movían rápidamente, y luego los de Julio los seguían, también de forma vertiginosa.

Podía ser algo relacionado con los nombres, reflexionó Iris, el poder de la Jota.

La calle estaba abarrotada, y tanta gente de tan baja clase junta la agobiaba. Y ese par de subnormales la hacían quedar en vergüenza frente a media población de Redglar.

—Son un fracaso —dijo Judas, con una sonrisa que casi lo hacía menos insultante—. Tienen claro que no podrán llevar a cabo una misión real a menos de que recluten más gente, ¿no?

Era, como mínimo, la doceava vez que le repetía eso, y estaba acabando con su amplia paciencia.

—No nos das más que tugurios de mala muerte —refunfuñó ella entre dientes—. No entiendo como querrías tener bastardos así de indisciplinados.

—Ustedes también son unos bastardos así de indisciplinados encontrados en tugurios de mala muerte.

A Iris siempre la había molestado muchísimo el que usaran sus palabras en su contra, y el que quien lo hiciera fuera su jefe no la tranquilizaba, sino que le daban más ganas de cumplir sus fantasías homicidas.

Crónicas de SiberchimaniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora