II

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Hacía hora y media que se había rendido.

Sus erráticos movimientos para liberarse de las cuerdas se acabaron de un segundo a otro.
No tenía ningún sentido, después de todo. Decidió pensar algún plan de acción.

No quería ser un esclavo. Había nacido libre, se suponía que muriera libre y el maletero del vehículo olía terrible. Una extraña mezcla de sudor y óxido. Un poco a flores secas.

¿Estaba desvariando? ¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? ¿Minutos? ¿Horas? Quizás días.

La verdad, Viktor Chejov llevaba exactamente diecisiete minutos en aquel lugar, pero sus tendencias paranoicas adquiridas hacía poco lo hacían sobre reaccionar.

Un bache en el camino hizo que se golpeara la cabeza y maldijese. Se planteó el gritar, pero si seguían en movimiento, ningún sonido serviría.

Maldita sea.

El polvo se había pegado a su ropa más de lo necesario. La capa, que antes fue negra, estaba completamente gris.

Alexandra Volkov suspiró, molesta, y, luego de pasar por el deficiente control de seguridad de Redglar, se dirigió a buscar una habitación en alguna posada y luego iría a la comisaría. Podía realizar uno que otro trabajo de captura para pagarse el boleto hacia el sur, el caminar le resultaba aburrido.

Antes de que pudiera llegar, sin embargo, alguien la chocó por la espalda. Terminó en el suelo, con unas ganas terribles de matar a quien la tiró ahí.

Se volteó.

- ¡Lo siento! -era un tipo alto, aunque a ella todos se lo parecían, y con rizos rubios.

Por alguna razón llevaba una camisa desgarrada.

-Ten más cuidado, imbécil -soltó, y se sacudió la ropa.

-Tampoco es para que le hables así -habló un chico del que no se había percatado. Quizás porque era de su tamaño, y Alexandra solía ir mirando hacia arriba.

Era lindo, y ella tenía una ligera debilidad por las cosas que lo eran, porque no las veía usualmente.

-Ya, claro -masculló, suprimiendo las ganas de abrazarlo como un osito de peluche. Tosió para aclarar su garganta-. ¿Podrían decirme donde hay una posada? Me conformaría con una cama sin pulgas y baños limpios.

Ambos jóvenes se miraron por un segundo, y Alexandra no pudo evitar el pensar que eran una linda pareja.

-Ahora estamos yendo por café -el más alto fue quien habló-, pero puedes acompañarnos y después te llevamos a donde se queda Max -le sonrió, más diplomático que amable-. Él es Max -apuntó a su pequeño acompañante con un gesto de mentón-, y yo Nikolai.

-Alexandra -respondió-. Tú me invitas el café.

Max frunció un poco el ceño. -Aprovechada -susurró por lo bajo.

-Págalo y luego te lo devuelvo.

Otra guerra de miradas, en la que la extranjera se limitó a sentirse ligeramente incómoda.

Nikolai ganó, porque comenzó a caminar.

-Será un pago por la caída.

-Por favor, ¿No están aburridos de todo esto? ¡Únanse a los libertadores!

-Deja de gritar, subnormal.

-No me interesa meterme en guerras.

-Y dicen que los rebeldes son unos muertos de hambre.

-Ya vámonos, Julie, no lograremos una mierda en este antro.

Crónicas de SiberchimaniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora