Octava parte.

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Lunes 21 de enero, 2016.

Aquel día escuche a mamá corriendo por toda la casa, llamando a no se cuanta gente, tal vez para distraerse y no pensar en lo que definitivamente sucedería.

Hizo un montón de comida, como para miles de personas, aunque solo éramos dos en la inmensa casa. Así que le dije que le regaláramos nuestros vecinos, ya saben, para que no olviden que la hija de María León les dio un puñado de comida antes de morir.

Cristian vino a verme de nuevo.

Y ese día nos besamos.

Pero no sentí nada. Porque comprendí todo.

Él solo se estaba redimiendo. Se sentía culpable por el hecho de que estuviera enferma y nunca me hubiera correspondido.

Pero no podía culparlo. O culpar al sentimiento de rechazo que creció en mi interior desde ese momento. O el gran alivio que sentí cuando Jessica lo llamo diciendo que lo necesitaba urgente.

Tal vez se enteró de nuestro beso.

Tal vez su perro se meo en una de las almohadas del apartamento.

Tal vez no tienen perro, pero si un gato.

Tal vez no quería que él me viera morir.

Tal vez no quería que me viera más débil de lo que ya había visto, cuando yo rezumaba arrogancia y popularidad cuando pasaba por el pasillo de la escuela.

Mamá estuvo abrazada a mí todo el día, y justo como yo, esperando el momento en el que cerrara mis ojos y dijera el adiós definitivo.

―Volverás, ¿sabes? Escuche por ahí que la gente buena reencarna y se encuentra con sus seres queridos.

Quise decirle que no fui buena.

Pero no lo hice, ella merecía su tiempo de paz antes de la tormenta que se desataría en su interior.

Le cante hasta que se durmió.

Yo no pue hacerlo, esperaba que el mundo colapsara contra mí. Que el mar de lágrimas me hicieran ver borroso. Que mi piel se pusiera pálida y fría. Que mi grito de dolor fuera tan fuerte como el que brama la señora Nelly constantemente.

Pero nada sucedió.

El día pasó y el reloj marcó las doce de la noche.

El destino me había dado un día de más.

No supe si agradecerlo o lamentarlo.


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