Capítulo 19

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El crepúsculo se arrastró desde el océano y por encima de los precipicios con impaciencia


purpúrea, que manchó las paredes de Dalkeith de un rojo oscuro. En su estudio, Hawk miraba la


noche rezumarse a través de las puertas abiertas en el extremo oriental.


Ella estaba de pie en el borde del precipicio, inmóvil, su capotillo aterciopelado echado


inquietamente en el viento. ¿Qué estaría pensando ella mientras miraba ciegamente el mar?


Sabía lo que él había estado pensando: que incluso el viento buscaba desnudarla. Se torturó con


el recuerdo de las ardientes y rosadas cimas que él sabía coronaban sus pechos bajo la seda de su


vestido. Su cuerpo se había formado para ese tiempo, para llevar sedas ceñidas y terciopelos ricos.


Para ser la señora de un distinguido Laird. Para derrotar a un guerrero orgulloso.


¿Qué infiernos iba a hacer? Las cosas no podían seguir así.


Él había estado intentando provocarla, esperando que ella lo hiciera enfadar para que pudiera


perder la cabeza y castigarla con su cuerpo. Pero una y otra vez, cuando él la había empujado, ella


le había respondido sólo con fría civilidad, y un hombre no podía hacer una maldita cosa con ese


tipo de contestación. Él se giró de la puerta y apretó los ojos cerrados para borrar todos los


persistentes recuerdos de la visión de su esposa.


Semanas habían pasado desde ese día en la forja; semanas espléndidas con días frágiles y albas


delicadas, noches de rubí y tormentas de verano. Y en esos pasados días, esas joyas del verano de


Escocia, eran mil paisajes que él quiso compartir con ella.


¡Maldición! Él golpeó el puño en su escritorio y envió papeles y estatuillas temblorosas en todas


direcciones. Ella era su esposa. ¡No encontraría de ninguna manera el camino de dondequiera


hubiera venido! ¿Cuándo iba a aceptarlo y hacer lo mejor posible? Él le daría todo lo que ella


quisiera. Todo pero no dejarlo. Nunca eso.


Su existencia tenía todas las características de un dorado infierno viviente y no podía encontrar


ninguna salida.


Tan rápidamente como lo había asaltado, su rabia se evaporó.


Adrienne... sus labios formaron la palabra silenciosamente. ¿Cómo llegamos a este atolladero?


¿Cómo hice yo semejante enredo de él?


-Camina conmigo, chica -dijo él suavemente, y ella giró en el borde del precipicio, una


vibración impresionante de plata y cobalto azul. Sus colores, los colores de Douglas.


Inconscientemente, parecía, ella los llevaba a menudo. ¿Sabría que usando vívidas imágenes de los


mismos hilos del tartán de los Douglas, ningún hombre podría marcarla más ciertamente como su

dama?


Él ondeó una mano despidiendo a sus guardias. Necesitaba robar esos momentos preciosos con


ella a solas, antes de marcharse. Después de horas de esforzarse, había tomado muchas decisiones.

Las Nieblas De HighlanderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora