Capítulo 9

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Ballder dejó atrás sus pesadillas incorporándose de un salto. Conseguí despertar a Tritón. En un principio no me creyó cuando le relaté los sucesos de la noche. Pero cuando miró en las otras habitaciones, mudó el gesto agradeciéndonos insistentemente haberle salvado la vida.

—Cómo decimos por aquí —recordó el salteador—: "nunca aceptes la sopa de un extraño".

Registramos la casa encontrando una bolsa de dinero, una despensa repleta de comida y polvo de adormidera.

Recorrimos las calles con intención de salir de la ciudad. Pronto, nos cruzamos con un viejo con bigotes acompañado por cuatro jóvenes que portaban guadañas. El viejo se detuvo mirando a Tritón:

—Ese es el bribón del que os hablé —gritó—, el que me robó en el camino.

—¡Malnacido, lo vas a pagar caro! —amenazó uno de los muchachos.

—Jamás he robado a nadie —mintió Tritón.

Pero antes de que pudiera prorrogar su farsa, tres de los mozos comenzaron a golpearle con los palos de las guadañas hasta que se desplomó.

—¡Basta! —increpó Ballder desenfundando—. Os pagaré cuanto os haya robado.

Como los mozos no cesaban en su castigo, el príncipe, de dos fuertes sablazos, cortó la punta de sendas guadañas. Advirtiendo su pericia con las armas, los labriegos quedaron paralizados.

—Mirad —explicó el hombre—, lo que me robó fueron diez monedas de latón, pero no es eso lo que me quiero cobrar, sino la semana que estuve en cama a causa de sus golpes.

—Respecto a vuestro dinero, aquí os doy más del triple —respondió Ballder arrojando una de nuestras bolsas. Y volviéndose hacia los jóvenes añadió—. Y respecto a los golpes, a parte de la disculpa que os dará, creo que ya le habéis proporcionado suficientes.

—Os prometo que no volveré jamás a la ciudad —sollozó Tritón con la boca ensangrentada—. ¡Tened piedad!

El viejo sopesó la situación:

—Guerrero, te aprovechas de que somos labriegos. No discutiremos contigo, pero en cuanto veamos a un soldado le contaremos lo sucedido y no habrá rincón en esta ciudad en el que os podáis esconder.

Con esta frase se alejaron. Ballder enfundó y le ayudó a levantarse.

Tritón lloraba sin consuelo. Anduvimos un buen rato en el sentido opuesto, hasta que Tritón mudó su expresión. Con ojos jubilosos, corrió hasta una tienda cercana: su daga estaba expuesta en un ventanal ovalado que servía de escaparate.

Entramos al local atestado de cachivaches, entre los que destacaban tres cabezas disecadas y reducidas colgadas del techo. Un viejo bárbaro atendía detrás del mostrador.

—¿Qué os trae por aquí?

—Quiero recuperar la daga que tenéis fuera —respondió Tritón—. Me la robaron y sigo siendo su legítimo dueño.

—Esa daga se la compré a un soldado. Si queréis, podemos llamarle para aclarar la cuestión.

—¿Cuánto pides por ella? —medió Ballder.

—Cincuenta monedas de plata.

—Es un precio abusivo.

—Tomadlo o dejadlo, es vuestra decisión.

—Lo dejamos —sentenció Ballder volviéndose hacia Tritón—. Hoy ya he pagado suficiente dinero por ti.

—¡Un momento! —insistió Tritón—. ¿No hay otra manera de llegar a un acuerdo?

El Destierro de los MalditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora