Capítulo 6

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El revuelo le despertó: volvían a atacar. Intentó incorporarse, pero aún estaba débil. A su alrededor sólo vio heridos, nadie que le pudiera dar la menor explicación. Los fragores de la guerra, el entrechocar de los aceros y las voces de alarma se sucedieron durante horas. Cuando al fin parecían apaciguarse, Jemlier apareció descorazonado.

—¿Qué ha pasado?

—Revividos. Algunos de nuestros muertos se han levantado contra nosotros. No son muchos, pero luchan como alimañas. Nos atacan en el nombre de Archiruat, y no sucumben hasta que no les separamos la cabeza del cuerpo —tomó un cazo de medicina y lo llevó a la boca de Ballder—. Bebed, esto os mantendrá con vida. Debo ir a velar por la fortaleza. Si la ciudadela cae, cumpliré mi palabra y vendré a defenderos.

Un anaranjado rayo de sol cruzó la sala antes del ocaso. La oscuridad tomó la fortificación. Volvieron los gritos de urgencia y el entrechocar de espadas, hasta que una suerte de trueno seguido de un movimiento de piedras indicó el desmorone de la muralla. Los gritos de guerra mudaron en desesperación, el enemigo se avecinaba.

Jemlier entró blandiendo la espada y se apostó junto a la puerta. No tardó en llegar un monje revivido al que propinó un tremendo mandoble. El revivido se levantó lanzándose de nuevo al combate, pero Jemlier contraatacó hundiéndole la espada en el costado. La bestia se resintió de la cuchillada, momento que aprovechó el soldado para desclavar la espada de sus entrañas y cortarle la cabeza.

El silencio había tomado la fortaleza, escuchándose sigilosos correteos por los pasillos. Uno de ellos, apresurado, cruzó como una sombra tras la puerta.

—¡Aquí está el príncipe!

Un tropel se aproximó. Jemlier se puso en guardia interponiéndose entre la cama de Ballder y el exterior. Una cuadrilla de bárbaros comandada por el calvo de un sólo ojo irrumpió con sus arcos tensos en la habitación.

—Tira tu arma —amenazó el calvo arco en mano—, o mataremos al príncipe.

El calvo viró su arma apuntando a Ballder, y Jemlier, sin saber qué hacer, miró a Ballder que asintió con la cabeza.

Cuando Jemlier arrojó su espada, el calvo gritó:

—Todo listo, mi señor.

La madera del suelo rechinó ante la proximidad de unos pasos calmosos. Al cruzar la puerta, Ballder lo reconoció: con casco dorado de chivo, armadura negra y el Libro del Averno entre sus brazos, era el paladín que acaudillaba al ejército bárbaro.

—Os aseguro que la vi en el castillo —cercioró el bárbaro calvo.

—Pronto lo sabremos —respondió el líder con voz metálica y profunda. Y quitándose uno de sus guantes de malla, se volvió hacia Ballder—: Príncipe, estoy en deuda contigo, dejaste con vida a mis mejores hombres para darme un mensaje. Yo también mandaré un mensaje a tu padre, tu cabeza. Pero antes necesitó mirar con tus ojos.

Ballder apenas pudo entrever a su interlocutor bajo aquel casco.

La mano de su enemigo se posó en su cabeza, con un frio que le robaba sus menguadas fuerzas. Cayó en una ensoñación por la que desfiló todo aquello que había hecho en las últimas lunas, su anhelo por Lot y cómo los ojos de la muchacha se le clavaban en el alma. El dolor y la pesadez le consumieron, creyendo morir, hasta que al abrir sus ojos encontró el rostro moreno y magullado de Jemlier.

—¿Cuánto tiempo llevo así?

—Más de cuatro días, señor.

—¿Qué ha pasado?

El Destierro de los MalditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora