Capítulo 7

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Hollder y Rimioni se afianzaron en el poder, corrían rumores sobre una supuesta muerte de Ballder, y pronto, la gente olvidó la promesa que el joven príncipe representó. Muchas personas se alejaban de nosotros como si tuviésemos la peste, ya que los soldados eran recelosos con los antiguos conocidos del príncipe, vigilando nuestros pasos. Mi padre me instruyó para representar el mismo papel que el resto de los aldeanos: parecíamos creer la versión oficial de la muerte del rey y simulamos un cierto odio hacia Ballder y su madre, pero por las noches, me obligaba rezar por nuestros amigos. Según él, si no lo hiciéramos así, poco a poco, acabaríamos creyendo nuestras mentiras y terminaríamos siendo partidarios de Hollder, como parecía pasarle a la mayoría de nuestros vecinos.

Durante meses soportamos un estricto toque de queda por el que no pudimos abandonar nuestra vivienda más que para comprar víveres e ir al templo, actividad ahora de obligado cumplimiento. Nos cobraron nuevos impuestos. El cardenal se apropió de todo aquello que quiso en nombre de la fe, engordando aún más sus ya repletos bolsillos. En casa no escaseaba el dinero, el príncipe había pagado bien durante años. A mi padre se le agrió el carácter. Para él, Ballder era casi tan hijo como yo.

Con el paso de las estaciones, el cardenal y gran parte de sus tropas abandonaron la ciudad en busca de mayores comodidades y lujos, descuidando los férreos controles de salidas y calles que hasta entonces imperaban.

Un día, que entrenaba como de costumbre junto a mi padre, nos visitó nuestra arrendataria.

—Me temo que os debo subir de nuevo el alquiler, con los nuevos tributos... ¡Si los precios siguen subiendo así, pronto estaremos todos en la indigencia!

Mi padre asintió, dejando claro que no le apetecía hablar, pero la mujer insistió:

—Siento darle esta noticia hoy.

—¿Qué pasa hoy?

—Creí que lo sabríais: a vuestro discípulo, Ballder, le han condenado a muerte. Le ejecutarán mañana o pasado. Por lo que dicen, ha debido enloquecer ahí dentro.

—Dejadme sólo, por favor.

Mi padre me trajo del armero una espada corta.

—Entrena con esta. Es ligera, te servirá bien.

Tras supervisar algunos de mis movimientos, cogió dinero y anduvo hasta la vivienda del cerrajero: un tipo pequeño y barbudo que, tras un mostrador repleto de utensilios, vestía un delantal de cuero.

—¡Que la providencia os sea favorable! —saludó mi padre—. Tú eres el que haces todas las llaves de la ciudad.

—Así es.

—Necesito tu ayuda.

—¡No! Sé quién eres. Me imagino lo que vas a pedir, y mi respuesta es no. Si te presto ayuda y el rey se entera, me matará.

—Necesito la llave de los calabozos, y si tú no haces tu trabajo... yo haré el mío —amenazó llevando su mano a la espada—. Si algo me sucede, diré que fue Ballder quien me la entregó años atrás. Ellos siempre se portaron bien contigo.

—Y con quien no —respondió el cerrajero moviendo la cabeza.

Al atardecer, mi padre me recogió en un caballo. Trotamos por la ciudad hasta una de sus puertas. Los soldados nos recordaron que faltaba poco para el toque de queda.

El Destierro de los MalditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora