Capítulo 8

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El amanecer era azulado, anaranjado por el horizonte.

Ballder se había afeitado y su larga capa marrón cubría sus harapos. Los meses de presidio le habían consumido, dejando al descubierto dos huesudos pómulos que, junto a las ojeras, ahora marcaban su demacrada fisionomía.

En nuestra despedida el ermitaño nos obsequió con algunas de sus escasas posesiones: comida, una lanza corta y un mapa con la ubicación de los monasterios cercanos. Ballder preguntó por el mayor de ellos, donde se encontraba el prior Elkias. Antes de despedirnos el anciano nos dio un consejo:

—Subid hasta la ciudad de Noranda. Es la única que tiene acceso libre para los extranjeros.

Siguiendo sus indicaciones, viajamos con celeridad por un agreste camino.

Cuando el paisaje se tornó boscoso, nos topamos con dos tipos harapientos y malencarados que parecían esperar algo. Uno de ellos, pelirrojo, se acercó a mí montando una pequeña farsa:

—¡Eh, mira! Este es el tipo que me robó ayer.

No dije nada, pero me pegó un puñetazo en la cara que me tiró al suelo. Ballder se adelantó con la lanza, y de la maleza surgió una multitud de saqueadores que se burlaban de nosotros.

—¿Dónde vais, galanes? —preguntó el del puñetazo.

—No tenemos posesiones. ¡Dejadnos pasar! —exigió Ballder.

—A mí nadie me da órdenes —respondió sacando una daga.

Ballder, dando un paso adelante, golpeó con el mango de la lanza la daga, y con rapidez, llevó el filo a la garganta del pelirrojo, que mudó su semblante burlón por un gesto de espanto.

—Echaros atrás todos, o juro que le atravieso la garganta —los extraños ojos del príncipe y un leve empujón de la pica aseguraron sus intenciones.

—Nuestro lema es no retroceder nunca —exclamó otro de ellos.

—Un momento... —medió acobardado el pelirrojo—, han dicho que no llevan nada de valor. ¡Dejémoslos marchar! ¿Que nos cuesta?

—¡Acordamos no retroceder nunca!

Ballder apretó su arma contra la garganta del forajido que, previendo el fatal desenlace, cerró los ojos.

—Os pagaré —murmuró el pelirrojo con un leve hilo de voz tras un profundo trago de saliva—. Cuando me suelte, os repartiré todo mi dinero.

—¡Si te mata, también recogeremos tu dinero! —se burló su compañero provocando las risas del resto de ladrones.

—No seas así— suplicó el pelirrojo—. Además, tengo parte de mi botín escondido.

—¿Tienes más dinero? —corearon indignados.

—Lo guardé para los malos tiempos. Os compensaré, además somos amigos, ¿verdad?

—Está bien, vete con esta basura. Pero más vale que cumplas tu promesa, o ya sabes cómo acabarás.

Ballder que sostenía parte del mango de la daga, la tomó para sí, llevándola al cuello del pelirrojo.

Cuando me levanté, uno de los saltadores hizo ademán de atacarme. Salí corriendo entre las risas de aquellos desarrapados. Anduvimos un buen trecho hasta que Ballder soltó al pelirrojo quedándose con su daga y sus monedas.

—Ya te puedes ir.

—Dame mi daga.

—¿Tu daga? Da gracias porque no te mate. ¡Vete!

El Destierro de los MalditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora