Capítulo 17

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En el Paso reinaba la inquietud: los soldados hacían guardia en la puerta sin dejar entrar ni salir a nadie, los vecinos soltaban maldiciones contra nosotros cada vez que pasaban junto a nuestra casa y yo sólo desatrancaba la puerta para recibir los escasos víveres.

Llevaba dos días encerrado, cuando un soldado me trajo un pequeño trozo de pan.

—Puedes comerte lo que tengo aquí —masculló Tritón, acurrucado en una esquina del pasillo.

Cogí sus provisiones y retrocedí hasta mi habitación sin darle la espalda. Dejé la comida en el suelo para apoderarme del madero de atrancar, pero cuando intenté cerrar la puerta, él ya tenía un pie dentro de mi habitación.

—Estoy cansado de que no nos dejen salir —se quejó—. ¡Atajo de necios!

—Pero... —No sabía cómo decirlo sin enfurecerle—. Ellos creen que atacaste a una vecina.

—Tú también vas a empezar con tonterías.

—Vi sangre en el suelo —argumenté armándome de valor.

—¿Y qué, si lo hice?

—Que no debías...

—¿Que no debía, qué? —increpó acercándose hasta casi rozarme—. Te recuerdo que si estás vivo, es por mí. Deberías agradecérmelo. Tu vida me pertenece.

—Sí, pero eso no te da derecho a matar a...

De un empujón me llevó hasta la pared.

—Tienes razón —continuó—, no me da derecho a matar a lugareñas, pero si a matarte a ti.

Saltó sobre mí abriendo la boca. Tenía los dientes afilados, sus colmillos se habían alargado y su aliento fétido me cubría la cara. Con mis dos manos le alejé de mi cuello.

No iba a poder aguantar esa fuerza por mucho tiempo.

—¡Caballeros! —gritó un soldado abriendo la puerta—. La señora Lot está en el río, viene con vuestro amigo.

La luz del día deslumbró a Tritón, que se distanció cambiando de cara ante las buenas noticias.

—Lo siento chico. No sé qué me está pasando.

Sin responder, me alejé llorando. Entre las protestas de los vecinos, abandonamos la casa. Aunque atardeciendo, la luz molestó mucho a Tritón, que con los ojos cerrados se apoyó a mí para bajar hasta el río. Allí, saliendo de una barcaza, estaban Ballder y Lot.

Me zafé de Tritón corriendo para abrazar a Ballder, que me saludó con un gesto de amabilidad. En sus caras pude intuir que algo no marchaba bien. Lot se dirigió a los guardias:

—Pronto, necesitamos caballos. Nos siguen de cerca.

Partimos junto a los soldados. No habíamos perdido de vista el pueblo, cuando nos alertaron sobre un grupo de jinetes que pretendía darnos caza.

—Les daremos su merecido —gritó Tritón.

—¡No! —replicó Ballder—. Estamos muy cerca de nuestra meta. Sólo lucharemos si nos alcanzan.

Azuzamos a los caballos, que no eran especialmente veloces. De cuando en cuando, volvía la cabeza para observar al nutrido grupo de jinetes que nos perseguían encabezados por Elkias. Divisé Édoli, nos abrían las puertas. Cuando el último hombre de nuestra compañía pisó el recinto, el puñado de guardias que guardaba las murallas volvió a cerrar.

Ballder subió a una pequeña torre para observar como los soldados del prior se frenaban ante la imposibilidad de entrar. El gesto de algarabía de nuestros hombres contrastaba con el de Lot, que con seriedad, tenía la mirada clavada en el príncipe.

El Destierro de los MalditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora