Capítulo 13

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Las escaleras de piedra se hundían en forma de caracol hasta una vasta sala, donde las jaulas de personas se distribuían de forma circular entorno a unas ascuas e inusuales instrumentos de tortura. Nos encerraron en una de aquellas jaulas que apenas dejaban dar un par de pasos. A Ballder y a mí nos metieron juntos, a Tritón le recluyeron con un desaliñado barbudo y la anciana de pelo encrespado y mirada perturbada que les había ayudado a entrar al castillo. Cuando los guardias se fueron reinó el silencio en la semioscuridad.

—¡Lot! —gritó Ballder—. ¿Estás aquí?

—¿Quién quiere saberlo? —respondió una voz de mujer desde el otro lado de las ascuas.

—Soy el príncipe Ballder.

—¡Ballder! ¿Qué haces aquí?

—Tu padre me envió a buscarte...

Un soldado, antorcha en mano, retornó para amenazarnos con ella si no guardábamos silencio.

Incómodos, luchamos contra nuestras pesadillas el resto de la noche. Al amanecer, Ballder me recomendó:

—Guárdate este polvo, es la adormidera que encontramos en la posada de Noranda. Cómete un pellizquito, aminorará el dolor en caso de que te torturen; pero ten cuidado, demasiado te puede matar.

Tomamos una pizca y deposité el resto en uno de mis bolsillos. Pronto noté los efectos, quedándome aturdido sobre un rincón. Ballder, no tan decaído como el resto de presos, lucía de nuevo un aíre de supremacía principesca.

Escuché el rechinar de la puerta. Entró un soldado acompañado por otros dos hombres: uno apuesto, alto y delgado, y otro con un gorro de cuero, bajo, gordo y malencarado, que llevaba un hacha en una mano y un saco en la otra.

El delgado se acercó con su suntuoso vestido de altas hombreras.

—Permítanme presentarme, mis nuevos huéspedes, mi nombre es Kelldry y tengo el honor de ser el regente del calabozo. Este es mi ayudante. Espero que cooperemos para que todo sea fácil, de lo contrario experimentaréis en vuestras carnes el dolor insoportable de una larga tradición de veintitrés generaciones de torturadores. Hemos refinado nuestras técnicas hasta conseguir los resultados esperados.

Kelldry cogió el saco de su ayudante y buscó dentro. Al no encontrar algo, subió las escaleras, dio tres golpes en la puerta y esta se abrió.

—¡Fíjate bien! —susurró Ballder—. Da tres golpes en la puerta y abren.

Cuando el torturador volvió, mandó a su ayudante encender las antorchas. Había unos treinta enjaulados de ropa harapienta.

Yo había visto a Lot en Erven, de lejos y con el casco, presidiendo sus tropas; pero al contemplarla por primera vez de cerca, me dio un vuelco el corazón: era realmente hermosa. Cuando reparó en que la observaba, me miró petrificándome de vergüenza.

—Comencemos —indicó animoso el torturador—. Creo que podemos empezar con el pequeño.

Me temblaron las piernas.

—¡Déjale tranquilo! —exigió Ballder—. Yo comenzaré. No tengo nada que ocultar ni a ti ni a los tuyos.

—Está bien. Tengo órdenes de que me contéis todo lo que sabéis... y para que veáis mi buena voluntad, seréis el primero. Sacad las manos juntas por los barrotes para poder atároslas. Venga, colaborad o pasaré con el chico.

Ballder asomó a regañadientes las manos para que el gordo le maniatara. Después, el ayudante cogió el hacha con la izquierda y con la derecha sacó una llave con la que abrió la jaula. El soldado desenvainó su espada. Obligaron a Ballder a tumbarse en una mesa de piedra. Allí le ataron a pies y manos unas cuerdas que tras pasar por un sistema de poleas en el techo, colgaban hasta el suelo.

El Destierro de los MalditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora