Iris

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Todavía recuerdo el día que descubrimos aquella mancha roja en el horizonte. Avanzaba con lentitud, borrando todo a su paso. Jamás se había visto una plaga de langostas de esta magnitud o peligrosidad. Esa cosa devoró a todo ser vivo que encontró. Los que tuvimos la suerte de encontrar refugio, debimos arreglárnoslas para no morir de inanición, de sed o por la mano de otros humanos. La ciudad se cubrió de rojo.

Días después, las primeras señales de calma nos hicieron salir.

Nadie supo lo que había ocurrido, tampoco hubo tiempo de reflexionar o de buscar culpables.

Apenas pisé con desconfianza el suelo ensangrentado del exterior de casa, escuché los gritos de horror. Otra nube, esta vez anaranjada, venía por nosotros. Si alguien se detuvo a admirar la belleza de aquella ola o a intentar discernir qué clase de bichos eran, nunca tuvo oportunidad de transmitirlo. Y lo lamentable es que la desgracia no solo viene de afuera, de lo desconocido. Imagino que el tumulto volvió a cobrarse sus propias víctimas, junto con el egoísmo y la torpeza de los que intentaban salvarse.

Yo me puse a resguardo, solo para escuchar el zumbido incesante de la muerte por tres días más. Fui de los pocos que se atrevió a volver a poner un pie afuera, por lo que fui testigo de la llegada de la nube amarilla. El millar de aleteos golpeaba mis ventanas tapiadas y me persiguió en pesadillas durante la semana que duró. Para entonces, las comunicaciones ya habían cesado. No hubo antena, ni cableado, que resistiera semejante desastre aéreo. El silencio, la oscuridad y la soledad entre estos muros me llevaron a esperar afuera, junto con muchos otros, la próxima tonalidad en el horizonte. Pude dar la bienvenida a dos plagas más, una verde, la otra de un celeste intenso, antes de perder las esperanzas. Me sumergí en el negro de mi habitación mientras, en el exterior, alguien gritaba extasiado el nombre del siguiente color —azul— y se entregaba a su final.

Por lo que supe, el púrpura se llevó a muchos más, algunos días después. Y el silencio me sorprendió en medio de mi negrura, esperanzado. Sin embargo, cuando ya pensaba que todo había terminado, los alaridos de los primeros curiosos destrozaron lo último que quedaba de mi fuerza de voluntad. Por lo que pude oír, el azul había regresado. Porque tenía que seguir el ciclo. Debía ir en inversa, esta vez.

Ya había acabado todas mis reservas, había tocado fondo comiéndome hasta la última cucaracha; no importaba mientras supiera que habría un final. Ahora lo sabía. En mi locura, algo me dijo que al final tendría que ir a buscarlo. Así, quité los muebles del camino, arranqué las tablas de madera sobre las ventanas y dejé entrar al sol. Luz, por fin. La marea azulada se abrió paso de inmediato para llenar cada espacio, pero yo solo me concentré en el resplandor que bañó la habitación. Y me dejé llevar hacia el blanco.

***

Historia escrita para la iniciativa Dos Ceros de Reivindicando Blogger, a partir de una frase dada por los organizadores: «La desdicha es muy variada. La desgracia cunde con las más diversas formas en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos» - Edgar Allan Poe.


El fantasma en mi tintero - Pequeñas historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora