Tedio

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No eres consciente de lo que tienes hasta que lo pierdes, y yo no puedo negar que es una verdad que ahora me carcome por dentro.

¿Qué queda cuando el sonido del despertador por las mañanas ya no tiene sentido? ¿Y de los semáforos en rojo sobre las calles desiertas? No es que me importe lo mucho que han subido los precios cuando alargo mi mano y barro con todo lo que hay en la góndola de algún supermercado abandonado. Pero tampoco tiene nada de divertido el montar sobre el carrito de la compra en el estacionamiento vacío. Nadie vendrá a regañarme por eso, es cierto. Pero tampoco habrá alguien que aplauda y ría conmigo por la travesura.

Por eso no me demoro mucho en las salidas para buscar víveres. Ya no es entretenido. No desde que el mundo decidió irse al infierno por culpa de esa plaga de cucarachas. Mi abuelo sabía decirnos que aquellos bichitos nos sobrevivirían a todos, mi padre bromeaba con un invierno nuclear lleno de cucas gigantes, y yo de niña no conseguía matar una ni pisándola con todas mis fuerzas. Pero esto ha sido más literal de lo que esperaba. Las malditas todavía se esconden de día, dentro de los edificios llenos de cadáveres y de los restos de lo que fue nuestra civilización.

¿Quién habló de alienígenas, zombies, vampiros o meteoritos? Nuestro fin vino del interior de nuestras propias casas.

Ahora ya no importa, apenas quedan seres humanos. Y yo he estado mortalmente aburrida desde que mi vida se fue al carajo. Hace un momento, me he detenido frente al parque de atracciones al que solía venir cuando me escapaba de clases con mis amigas. Las extraño mucho, y prefiero recordarlas así. Recordarnos, me incluyo también. Había una valla, el lugar cerró para siempre hace meses ya. No tuve más que treparme y hacer un esfuerzo para saltar del otro lado. Prohibido pasar. Sí, claro.

A las malditas les encanta comerse los cables, así que hay sectores de la ciudad que ya no volverán a iluminarse. Me di cuenta de que este sería uno de ellos cuando no pude encender la montaña rusa, tocando todos los botones de la cabina de control. Y recordé que debía haber un lugar donde se controlara la electricidad de todo el parque, en primera instancia. No quedaba mucho tiempo antes del anochecer, pero tampoco deseaba terminar el día sin haberlo intentado. A lo mejor podría regresar la mañana siguiente. A lo mejor, había encontrado una razón para sonreír de nuevo por un rato.

Valió la pena el intento. El titilar de las luces de la entrada y la música repetitiva me dieron la bienvenida a un sueño de normalidad. Pronto vendrían los adultos del refugio a buscarme, llenos de ese terror que los invadía y no los dejaba ni dormir.

No llegaría a eso, no lo permitiría. Bailaría por siempre en todos los lugares que encontrara, me subiría a todas las montañas rusas de la provincia y, cuando no quedara energía eléctrica, me perdería en todos los laberintos de espejos del mundo. Eso fue lo que pensé, llena de seguridad.

Hasta que vi aquellas dos extensiones gigantes. Aquellas dos antenas, moviéndose con toda la paciencia de un gigante que observa a su presa pequeñita desde arriba. La cabeza triangular apareció después, detrás de un anuncio de hamburguesas. Cada pisada dejó un sonido espantoso en mis oídos, tan cerca que no rivalizaba con los gritos de los humanos que se acercaban a tiros de escopeta. Lo peor fue el despliegue de sus alas marrones y la sombra de su cuerpo alargado, desde el aire, sobre el mío.

Ahora, en este instante final, no puedo evitar pensarlo. ¿Qué queda, al final, cuando lo único que deseas es volver a aburrirte, ser una más del montón, que nadie se fije en ti ni para regañarte?

Mataría por el sonido del despertador otra vez.


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Relato para la iniciativa Inspirándome con un elemento #7 del blog Ficción romántica de R. Crespo. La primera frase es la dada por ella, como condición a incluir en el relato.


El fantasma en mi tintero - Pequeñas historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora