VII CAPITULO

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MENSAJEROS ERRANTES 

Conocí el taller de Patricia Tavera en España, en Madrid una tarde cualquiera. Llegamos al lugar con otros amigos escritores y nos demoramos mucho, pero fueron unos minutos en los que sentí que había cruzado un umbral desconocido. Recuerdo perfectamente el impacto que me causó. Los demás seguían conversando y yo estaba seguro de hallarme en otro espacio-tiempo, como si la puerta de entrada fuera, en realidad, una bisagra entre dos dimensiones distintas. Seres fantasmales viajaban o permanecían suspendidos en un universo diferente, seres evanescentes, anónimos, cuya existencia no dejaba de ser un tanto enigmática. ¿Quienes eran, cómo se llamaban, de dónde provenían? Tuve la impresión de estar  no en un taller de una artista  plástica, sino en un templo donde se celebran extraños rituales de comunicación con un más allá que los demás no podían ver, ni palpar, ni escuchar.

Nunca olvidé esa experiencia. Esta vez nos reunimos en su taller de Bogotá, muy cerca de las montañas, al norte de la ciudad. Apenas entro vuelvo a sentir de nuevo que estoy en un no-lugar, fuera del tiempo cronológico, como si los relojes se detuvieran y uno quedara atrapado en un intermedio, expulsado de las coordenadas establecidas. De nuevo, en los lienzos, esos seres caminan por playas o desiertos, atraviesan densas nieblas que les borran los rasgos, se contorsionan o se recuestan, viajan en grupo sin saber adónde se dirigen o están esperando a alguien que nunca llega.

La primera certeza que tengo es que Patricia está en contacto con algo más, con una zona de la conciencia que le permite asistir a estos encuentros con personajes que vienen de otra parte y que se le manifiestan como si fueran fantasmas o espíritus errantes, en pena. Estas multitudes delirantes, que parecen sobrevivientes de una catástrofe, que parecen los últimos habitantes de un planeta en destrucción, existen, si, pero parecen señales, anticipaciones, códigos que hay que descifrar antes de que sea demasiado tarde. Y entonces doy con la palabra correcta: mensajeros. Si, eso son, mensajeros que han llegado a estas telas convocados por la paleta de la artista para transmitirnos algo, apara advertirnos de algo, para prevenirnos. Y no sé por qué recuerdo que una buena traducción de ángel es, justamente, <mensajero>. Tanto en latín, como en griego, como en hebreo, la palabra designa a aquel que porta un mensaje. Los seres que pueblan estos lienzos  son ángeles errabunda dos que han llegado hasta nosotros para comunicarnos algo que aún debemos descifrar.

Sin embargo, una pregunta queda pendiente en el aire: ¿Cómo se pintan esos seres que vienen de otras dimensiones? ¿La artista ve lo que está haciendo, es decir, es su ojo el que percibe las imágenes? Y aquí es donde encuentro una curiosa similitud entre Patricia Tavera y Maqroll El Gaviero, el personaje de Álvaro Mutis. Porque sospecho que durante esas secretas sesiones de pintura, ella no se ve nada, sino que se relaciona con el espacio de otra manera: a tientas, como en trance, como cuando un ciego está palpando un objeto y lo percibe con las yemas de los dedos, con su tacto tembloroso, con su olor, con el cuerpo entero atento y multiplicando en un vértigo inenarrable.

Quizá valga la pena explicar cómo es ese proceso en el personaje de Mutis para poder entenderlo aquí, frente a estas pinturas creadas no por un ojo que ve, sino por un cuerpo elevado a otra potencia que ve.

Maqroll es un marino, un nómada de vectores abiertos, pero en varios episodios de su vida se detiene, deviene punto en el espacio y cumple aventuras en la inmovilidad de sus sanciones: se obliga al permanecer quieto para intensificar sus sentidos, para aprehender a fondo las transformaciones y los cambios sufridos durante el movimiento, durante el vector.

Recordemos, por ejemplo, el relato <Cocora>, donde Maqroll, sin propósito evidente, se adentra en una mina y vive algunos años al fondo de los socavones enterrado estudiándose su olfato, su oído, su tacto. Maqroll es un gaviero, es decir, un hombre que sube la gavia de las embarcaciones, y su mision es mirar, observar. Su relacion con el mundo es óptica, como lo que les sucede a la mayoría de los pintores. En <Cocora> Maqroll no puede ver y debe abrir sus otros sentidos, entrenarlos, refinarlos. De esta manera, la aventura de la mina de Cocora es una aventura corporal, una aventura Maqroll necesita en los pliegues de sus sensaciones.

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