Capítulo 9
Su mano estaba fuertemente apretada alrededor de los restos de su dibujo, había recogido trocito a trocito aún incrédula de que su propia madre no sólo lo hubiera roto sin motivo, sino que también le hubiera pegado una bofetada que todavía resentía en su mejilla.
Podría decir que su cuerpo se movía en automático, pues su cabeza seguía rememorando los hechos del día anterior y la yegua bajo ella relinchaba de vez en cuando para traerla de vuelta al mundo de los vivos sólo para que le indicara qué camino tomar. Ir a estudiar no era lo que su cabeza tenía en mente después de todo lo ocurrido, necesitaba tiempo para respirar, sin embargo allí estaba de camino a la Escuela.
― ¡Emma! ―hizo una mueca, en realidad hubiera querido que él no estuviera en el sendero esperándola como era acostumbrado. Su sonrisa radiante inundó todo el lugar, ¿acaso ese chico no se cansaba de sonreír?
―Hola―saludó al ver que el muchacho se acercaba en su caballo en un trote acompasado.
― ¿Dormiste mal anoche? ―preguntó bromeando al estar junto a ella.
―Hmm―masculló, sin saber exactamente qué decirle al pobre muchacho, se mordió el labio aguantándose las ganas de echarse a llorar por millonésima vez en lo que iba de día, pero el temblor de su barbilla y sus ojos empañados la traicionaban.
La sonrisa de Leo se evaporó en un parpadeo y se puso pálido cuando ella bajó la cabeza y los hombros comenzaron a temblarle. Sus dedos acariciaron el papel roto dentro de su bolsillo, cada uno de esos trozos añadía un poco más de dolor a su tormenta interna y tuvo que jadear antes de levantar la vista, tratando de tragarse las lágrimas que intentaban salir de sus castaños ojos.
― ¡Emma! ―exclamó Leo en un tono lastimero, escuchó la protesta del caballo de él cuando bruscamente lo hizo moverse hasta quedar lo más cercano a ella para jalar las riendas de su yegua y detenerse ambos― ¿Qué sucede?
―Nada―intentó sonreír, pero no podía. Antes hubiera sido buenísima para interpretar el papel de la chica que no siente nada, pero cuando estaba con Leo era diferente, sentía que aunque intentara ocultarle algo a su amigo, este sabría al instante que algo no le estaba contando.
―Sí, no te pasa nada―dijo sarcásticamente. Leo entonces jaló las riendas de su caballo con una mano, las de Sombra con la otra y los llevó fuera del sendero; hacia los pastizales en donde habían jugado y donde ella había tenido ese bochornoso accidente.
Silenciosamente avanzaron entre la hierba alta hasta que el chico consideró que estaban los suficientemente lejos de los ojos ajenos, si es que llegaba a pasar alguien por ahí, y detuvo a ambos equinos junto a un árbol. Emma lo vio amarrar al suyo torpemente alrededor del tronco nudoso para luego hacer lo mismo con Sombra, que protestó ante el avance, pero se dejó hacer.
De pronto sintió el tacto cálido de la mano de él y ella apretó la rienda para aferrarse al último resquicio de dignidad que le quedaba, pero con una mirada sepulcral, Leo le hizo saber que o se bajaba por sí misma o él se encargaría de bajarla a la fuerza. No hubo remedio y, aún temblorosa, recargó un poco el cuerpo hacia delante; asegurándose que su mano libre estuviera bien sujeta a la montura antes de deslizar una pierna sobre el lomo de la yegua, acto seguido, supo que Leo la sostenía de la cintura y que caía al suelo con la ligereza de una pluma.
―Gracias―dijo con la voz atragantada, aún sin atreverse a verlo. Sabía que si se daba la vuelta, iba a derrumbarse y sepa quién cuándo pararía de llorar.
ESTÁS LEYENDO
Catarsis
Teen FictionEmma reflexionaba sobre aquello con más frecuencia de lo que desearía, para los extraños el cuestionamiento también era el mismo: ¿La llamaban La Maldecida porque había nacido en una familia extraña o porque ellos tenían más recursos que la mayoría...